—Es muy probable que se inicie otra tempestad —decía Sax.
—Espero que así sea —dijo Maya. Caminaba de un lado a otro, como si fuera una pantera enjaulada—. Nos ayudaría a escapar.
—¿Escapar adonde? —preguntó Sax.
—Los aviones están listos —dijo Maya, nerviosa—. Podríamos regresar a los montes Hellespontus, a los hábitats que hay allí.
—Nos verían.
Frank apareció en la pantalla de Sax. Miraba el ordenador de muñeca y la imagen vacilaba.
—Estoy con el alcalde en la puerta oeste. Hay un puñado de rovers fuera. Hemos bloqueado todas las puertas pues se niegan a identificarse. Al parecer han rodeado la ciudad e intentan acercarse a la planta física desde el exterior. De modo que será mejor que todos se pongan los trajes y se preparen para una retirada.
—¡Ya dije que teníamos que irnos! —gritó Maya.
—No hubiéramos podido —dijo Sax—. De todos modos, la confusión nos favorecerá. Si todo el mundo intenta marcharse al mismo tiempo, tal vez se sientan desbordados. Y ahora escuchen, si algo pasa, nos encontraremos en la puerta este, ¿de acuerdo? Ustedes vayan primero. Frank —se volvió a la pantalla—, tú también deberías ir allí cuanto antes. Yo intentaré algo con los robots de la planta física. Quiero que mantengan a esa gente fuera, al menos hasta que oscurezca.
Eran las tres de la tarde, aunque el cielo estaba cada vez más oscuro, poblado de altas nubes de polvo que se desplazaban rápidamente. Las fuerzas del exterior se identificaron como policía de la UNOMA y exigieron que las dejaran entrar. Frank y el alcalde de Cairo les pidieron la autorización de la UN en Ginebra y prohibieron que trajeran cualquier tipo de arma. Las fuerzas en el exterior no contestaron.
A las 16:30 las alarmas sonaron en toda la ciudad. Habían perforado la tienda; un viento súbito barrió las calles y las alarmas de despresurización se activaron en todos los edificios. La electricidad se cortó y la ciudad se llenó de figuras en trajes y cascos que corrían, todas precipitándose hacia las puertas, derribadas por ráfagas de viento. Las ventanas estallaban, el aire estaba lleno de jirones de plástico transparente. Nadia, Maya, Ann, Simón y Yeli abandonaron el edificio de la ciudad y se abrieron paso hacia la puerta. La gente se apretaba alrededor; la antecámara estaba abierta, y algunos pasaban estrujándose; cualquiera que cayera al suelo corría peligro de muerte, y si llegaban a bloquear la antecámara, podía ser mortal para todos. Sin embargo, todo sucedía en silencio, salvo alguna palabra transmitida por los intercoms de los cascos. Los primeros cien habían sintonizado la vieja frecuencia, y por encima de la estática y de los ruidos exteriores surgió la voz de Frank.
—Estoy en la puerta este. Apártense de la multitud para que pueda encontrarlos. —Hablaba en un tono grave, profesional.— Hay que darse prisa. Algo ocurre fuera de la antecámara.
Se apartaron del gentío y vieron a Frank junto al muro, agitando una mano por encima de la cabeza.
—Adelante —les dijo en los oídos la figura lejana—. No nos comportemos como un rebaño de ovejas. Ahora que la tienda está rota, podemos salir por donde queramos. Vayamos directamente a los aviones.
—Te lo dije —empezó a decir Maya, pero Frank la interrumpió:
—Cállate, Maya, no podíamos irnos hasta que sucediera algo así, ¿recuerdas?
El sol casi se había puesto y la luz entraba por una abertura entre Pavonis y la nube de polvo, iluminando las nubes desde abajo con violentos colores marcianos. Y entonces, unas figuras enfundadas en uniformes de camuflaje empezaron a entrar a través de los desgarrones de la tienda. Fuera había un grupo de autobuses del espaciopuerto descargando más tropas.
Sax apareció por un callejón.
—¡No llegaremos a los aviones!
De la oscuridad surgió una figura con traje y casco.
—Vamos —dijo en la frecuencia de los primeros cien—. Síganme. Miraron al desconocido.
—¿Quién es usted? —preguntó Frank.
—¡Síganme!
El extraño era un hombre pequeño, y detrás del visor del casco, entrevieron una sonrisa radiante y feroz. Una cara delgada y morena. El hombre se metió en un callejón que conducía a la medina y Maya fue la primera en seguirlo. Había gente corriendo por todas partes; los que no llevaban casco estaban tendidos en el suelo, muertos o moribundos. A través de los cascos oían sirenas, muy débiles y atenuadas, y bajo los pies sentían vibraciones sónicas, estampidos sísmicos de algún tipo. En medio de esta agitada actividad sus propias voces decían: «¿Adonde?», «Sax, ¿estás ahí?», «Se ha metido por esa calle», una conversación extrañamente íntima, en aquel caos de oscuridad. Nadia casi pisó el cuerpo de un gato muerto, tendido en el astrocésped como si estuviera dormido.
El hombre al que seguían canturreaba una melodía: un bajo y absorto bum, bum, ba-dum-dum, dum… tal vez el tema de Pedro de Pedro y el Lobo. Conocía bien las calles de Cairo, pues se internaba en el denso laberinto de la medina sin un instante de vacilación. En menos de diez minutos llegaron al muro de la ciudad.
Todos miraron allí a través de la tienda deformada; fuera, en la oscuridad, unas figuras anónimas se alejaban solas o en grupos de dos o tres, en una especie de dispersión browniana, hacia el borde sur de Noctis.
—¿Dónde está Yeli? —exclamó Maya de repente. Nadie lo sabía.
Entonces Frank señaló:
—¡Miren!
Bajando por el camino del este, unos rovers salían de Noctis Labyrinthus. Eran coches rápidos de carrocería desconocida, y asomaban en la oscuridad con los faros apagados.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Sax, volviéndose hacia el guía; pero el hombre había vuelto a desvanecerse en alguno de los callejones.
—¿Es ésta todavía la frecuencia de los primeros cien? —inquirió una voz nueva.
—¡Sí! —contestó Frank—. ¿Quién habla?
—¿No es Michel? —gritó Maya.
—Buen oído, Maya. Sí, soy Michel. Hemos venido a sacarlos de aquí. Parece que están eliminando a cualquiera de los primeros cien que tengan a mano. Hemos pensado que quizá quisieran unirse a nosotros.
—Creo que todos estamos dispuestos —le dijo Frank—. Pero, ¿cómo?
—Bueno, ésa es la parte complicada. ¿Apareció un guía y los condujo al muro?
—¡Sí!
—Bien. Era el Coyote, es bueno en ese tipo de cosas. Ahora hay que esperar. Crearemos algunas distracciones en otras partes y luego iremos a vuestra sección del muro.
En cuestión de minutos, aunque pareció una hora, las explosiones sacudieron la ciudad. Vieron fogonazos de luz al norte, sobre el espaciopuerto. Michel habló otra vez.
—Que la luz del casco de alguien apunte hacia el este durante un segundo.
Sax pegó la cara a la pared de la tienda y encendió la luz del casco, que iluminó brevemente un humeante cono de aire. La visibilidad se había reducido a cien metros o quizá menos. Pero la voz de Michel dijo:
—Contacto. Ahora corten la tienda y salgan al exterior. Casi hemos llegado. Partiremos en cuanto estén en las antecámaras de nuestros rovers, así que prepárense. ¿Cuántos son?
—Seis —dijo Frank tras una pausa.
—Estupendo. Tenemos dos vehículos; será suficiente. Tres en cada uno, ¿de acuerdo? Prepárense, tenemos prisa.
Sax y Ann cortaron el material de la tienda con los cuchillos pequeños que llevaban en los kits de muñeca; parecían gatos furiosos arañando cortinas, pero pronto pudieron arrastrarse a través de los agujeros, y todos treparon por encima del muro y se dejaron caer sobre la capa de regolito. Detrás de ellos la planta física estalló en una sucesión de fogonazos estroboscópicos que revelaban unas siluetas perdidas en la bruma.