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De repente, los extraños rovers salieron de la negrura del polvo y frenaron ante ellos. Las puertas exteriores de las antecámaras se abrieron rápidamente. Sax, Ann y Simón entraron en uno de los rovers, y Nadia, Maya y Frank en el otro, y todos rodaron de cabeza cuando los vehículos aceleraron bruscamente.

—¡Ay! —gritó Maya.

—¿Todos a bordo? —preguntó Michel. Dijeron sus nombres—. Estupendo. ¡Me alegro de que estén aquí! —exclamó—. Es cada vez más difícil. Acabo de enterarme de que Dmitri y Elena han muerto. Los mataron en el Mirador de Echus.

En el silencio que siguió pudieron oír el ruido de los neumáticos que trituraban la grava del camino.

—Estos rovers son realmente rápidos —comentó Sax.

—Sí. Y tienen buenos amortiguadores. Aunque me temo que no han sido fabricados para este tipo de situación. Tendremos que abandonarlos una vez que entremos en Noctis; son demasiado visibles.

—¿Tienen coches invisibles? —preguntó Frank.

—En cierta manera.

Tras media hora de dar tumbos en la antecámara, pasaron a los habitáculos de los rovers. Y ahí en uno estaba Michel Duval, el pelo blanco, arrugado: un anciano, que miraba a Maya, Nadia y Frank con lágrimas en los ojos. Los abrazó uno por uno, con una risa extraña y ahogada.

—¿Nos llevas con Hiroko? —inquirió Maya.

—Sí, lo intentaremos. Pero hay un largo camino y las condiciones no son buenas. Aun así, creo que lo conseguiremos. ¡Oh, estoy tan contento de haberlos encontrado! Ha sido horrible buscar y buscar y encontrar sólo cadáveres.

—Lo sabemos —dijo Maya—. Encontramos a Arkadi, y a Sasha la mataron hoy, y a Alex, Edvard y Samantha, y creo que también a Yeli, hoy mismo…

—Haremos lo que sea para que no vuelva a ocurrir.

Los monitores mostraron el interior del otro rover. Ann, Simon y Sax eran recibidos por un joven desconocido. Michel se volvió hacia el parabrisas y silbó entre dientes. Estaban en la cabecera de uno de los muchos cañones que descendían hacia Noctis y se perdían en abismos. El camino descendente había sido allí una rampa artificial. Pero ahora la rampa había desaparecido, destrozada por una explosión.

—Tendremos que caminar —dijo Michel al cabo de un momento—. De todas maneras, los vehículos no nos servirían en terreno llano. Son sólo cinco kilómetros. Preparen al máximo los trajes.

Se pusieron los cascos y cruzaron de nuevo las antecámaras.

Cuando todos estuvieron fuera, se quedaron mirándose: los seis refugiados, Michel y el conductor más joven. Los ocho emprendieron la marcha a pie, en la oscuridad, y sólo usaron los focos de los cascos durante el complicado descenso por la sección destrozada de la rampa. De nuevo en el camino, apagaron las luces y bajaron a largas zancadas. No había estrellas en el cielo nocturno, y el viento silbaba cañón abajo, a veces en ráfagas tan fuertes que parecía que los empujaban por la espalda. Ciertamente, se estaba iniciando otra tormenta de polvo; Sax murmuró algo sobre tormentas globales o ecuatoriales, pero era imposible predecirlo.

—Esperemos que sea global —dijo Michel—. Esa cobertura nos vendría muy bien.

—Dudo que lo sea —dijo Sax.

—¿Adonde vamos? —preguntó Nadia.

—Bueno, hay una estación de emergencia en Aureum Chaos.

De modo que tendrían que recorrer toda la extensión del Valle Marineris… ¡5.000 kilómetros!

—¿Cómo lo haremos? —exclamó Maya.

—Tenemos vehículos para los cañones —repuso escuetamente Michel—. Ya lo verán.

El camino era una cuesta empinada. Había tanto polvo y estaba tan oscuro que tuvieron que encender las luces de los cascos. Los oscilantes conos de luz amarilla apenas alcanzaban la superficie del camino, y Nadia pensó que parecían una hilera de peces abisales, los focos luminosos brillando en un gran lecho oceánico. O mineros en un túnel de humo. Una parte de ella comenzó a disfrutar de la situación: fue una sacudida íntima, física, pero no obstante, el primer sentimiento positivo que recordaba desde que encontrara a Arkadi.

Aún era plena noche cuando llegaron al fondo del cañón; una amplia U, como todos los cañones de Noctis Labyrinthus. Michel se acercó a una roca, apretó a un lado con una mano, y una escotilla se alzó en el costado de la roca.

—Entren —dijo.

Había dentro dos vehículos: rovers grandes recubiertos con una delgada capa de basalto.

—¿Qué hay de los rastros térmicos? —preguntó Sax mientras gateaba para entrar en uno de los rovers.

—Todo el calor va a parar a unas bobinas. De modo que no queda ninguna señal.

—Buena idea.

El conductor joven los ayudó a entrar en los rovers.

—Larguémonos de aquí —dijo con brusquedad, casi empujándolos a través de las puertas de las antecámaras. La luz le iluminó el rostro, enmarcado por el casco: asiático, de unos veinticinco años quizá. Ayudó a los refugiados sin mirarlos a los ojos, al parecer malhumorado, altivo, quizá asustado, y de pronto les dijo—: La próxima vez que hagan una revolución, será mejor que prueben otras vías.

OCTAVA PARTE

Shikata ga nai

Cuando los ocupantes de la cabina del ascensor Amigo de Bangkok se enteraron de que el cable de Clarke había sido arrancado y que estaba cayendo, se precipitaron a los vestuarios y se pusieron deprisa los trajes de emergencia, y milagrosamente no hubo pánico general. Esa sensatez asombraba a Peter Clayborne. La sangre le martilleaba en el cuerpo con grandes descargas de adrenalina; no estaba seguro de poder hablar. Un hombre del grupo de delante les dijo con voz serena que se acercaban al punto areosincrónico, y todos fueron pasando a la antecámara y allí se apretujaron como los trajes en los armarios de suministros, luego la cerraron y despresurizaron. La puerta exterior se abrió deslizándose, y ahí estaba, un gran rectángulo de espacio negro, estrellado, mortal. Lanzarse a él sin un cable de sujeción era un suicidio, se dijo Peter. Pero los que estaban delante saltaron y el resto los siguió, desparramándose como las esporas de una semilla.

La cabina y el ascensor se empequeñecieron y desaparecieron rápidamente hada el este. La nube de trajes comenzó a dispersarse. Muchos apuntaban con los pies hacia el planeta, que yacía debajo como una sucia pelota de baloncesto. El grupo que hacía los cálculos aún estaba allí, en la frecuencia común, y discutía la situación como si se tratara de un problema de ajedrez. Estaban cerca de la órbita areosincrónica, pero con una velocidad descendente de varios cientos de kilómetros por hora; si quemaban la mitad del combustible casi la contrarrestarían, dejándolos en una órbita mucho más estable. En otras palabras, corrían el riesgo de morir por asfixia y no tanto por el calor de la reentrada en la atmósfera. Pero por eso habían saltado al espacio. Quizá en ese período de gracia aparecieran equipos de rescate, nunca se sabía. Era evidente que la gran mayoría estaba decidida a intentarlo.

El joven quitó los controles de seguridad en la consola de muñeca y activó los cohetes apretando los botones con los pulgares. El mundo se alejó entre sus botas. Algunos intentaban permanecer juntos, pero pensó que era un desperdicio de combustible, y dejó que flotaran a la deriva por encima de él hasta que sólo fueron unas estrellas. No estaba tan asustado como en el vestuario, pero sí furioso y triste: no quería morir. Sintió un espasmo de dolor por el futuro perdido y gritó en voz alta, y lloró. Después de un rato las manifestaciones físicas desaparecieron, aunque seguía sintiéndose desdichado. Miró tristemente las estrellas, sacudido por esporádicas ráfagas de temor y desesperación, menos frecuentes a medida que transcurrían los minutos y luego las horas. Intentó ralentizar su metabolismo, pero el intento tuvo el efecto contrario. Se tomó el pulso en la consola de muñeca: 108 pulsaciones por minuto. Hizo una mueca y trató de identificar las constelaciones. El tiempo pasó arrastrándose.