Phyllis se encogió de hombros.
—Considero la presencia del universo como un milagro. El universo y todo lo que hay en él. ¿Puedes negarlo?
—Desde luego —dijo John—. El universo simplemente es. Yo defino un milagro como un acto que viola claramente una ley física conocida.
¿Cómo viajar a otros planetas?
—No. Como resucitar a los muertos.
—Los médicos lo hacen todos los días.
—Los médicos jamás lo han hecho. Phyllis se mostró confundida.
—No sé qué decirte, John. Estoy sorprendida. No lo conocemos todo, y pretender que sí es arrogancia. La creación es misteriosa. Darle a algo un nombre como «el Big Bang» y luego creer que tienes una explicación… eso es lógica mediocre, pensamiento mediocre. Fuera de tu pensamiento racional y científico hay toda una zona de la conciencia que el pensamiento científico no puede explicar. La fe en Dios es una parte. Y supongo que o la tienes o no la tienes. —Se levantó—. Espero que te llegue algún día. —Y salió de la sala.
Después de un silencio, John suspiró.
—Lo siento, amigos. Aún me afecta a veces.
—Siempre que un científico dice que es cristiano —comentó Sax—, lo tomo como una declaración estética.
—La iglesia de no-sería-bonito-creerlo-así —dijo Frank sin alzar la vista de la taza.
—Creen que nos falta una dimensión espiritual que las generaciones anteriores tenían —dijo Sax—, y tratan de recuperarla utilizando los mismos medios. —Parpadeó con su seriedad de búho, como si el problema quedara despachado una vez definido.
—¡Pero eso introduce tantos absurdos! —exclamó John.
—Lo que pasa es que tú no tienes fe —dijo Frank, incitándolo. John no le prestó atención.
—Gente que en el laboratorio es realista como nadie… ¡Hay que ver a Phyllis poniendo en tela de juicio las conclusiones de sus colegas! Y entonces, de repente, empiezan a usar trucos, evasivas, ambigüedades. Como si cada uno fuera dos personas diferentes.
—Lo que pasa es que tú no tienes fe —repitió Frank.
—¡Bueno, espero no tenerla jamás! ¡Es como si te dieran un martillazo en la cabeza!
John se puso de pie y llevó su bandeja a la cocina. Los demás se miraron en silencio. Tenía que haber sido una educación religiosa realmente mala, pensó Maya. Era evidente que los otros no conocían esa faceta de aquel plácido héroe. ¿Quién sabía lo que averiguarían la próxima vez, de él o de cualquiera de ellos?
La noticia de la discusión entre John y Phyllis se propagó entre la tripulación. Maya no sabía con seguridad quién la estaba difundiendo; ni John ni Phyllis parecían muy inclinados a hablar del tema. Entonces vio a Frank con Hiroko; ella se reía de algo que él le estaba contando. Al pasar junto a ellos oyó que Hiroko decía:
—Debes reconocer que Phyllis tiene razón en eso, no entendemos en absoluto el porqué de las cosas.
Era Frank, entonces. Sembrando la discordia entre Phyllis y John. Y el cristianismo (detalle importante) era aún una fuerza poderosa en Norteamérica, y en todo el mundo. Si la noticia de que John Boone era anticristiano llegaba a casa, podría tener problemas. Y eso no le vendría nada mal a Frank. Los medios de comunicación en la Tierra hablaban de todos ellos, pero si uno examinaba las noticias y artículos era evidente que se hablaba más de unos que de otros, y eso hacía parecer que tenían más poder, y al fin, y por asociación, realmente lo tenían. Entre los de ese grupo se encontraban Vlad y Úrsula (de quienes sospechaba que ahora eran más que amigos), Frank, Sax —toda la gente que ya era conocida antes de que la seleccionaran—; pero nadie recibía tanta atención como John. De modo que cualquier disminución en la estima de la Tierra por uno de ellos podía tener un efecto correspondiente en la posición del mismo dentro del Ares. En cualquier caso, ése parecía ser el principio que gobernaba a Frank.
Se sentían como si estuvieran confinados en el interior de un hotel sin salidas, sin siquiera un balcón. La opresión de la vida de hotel crecía; ya llevaban dentro cuatro largos meses, pero aún estaban a medio camino. Y ningún entorno físico o rutina diaria cuidadosamente diseñados podían acelerar el viaje.
Entonces, una mañana, el segundo equipo de vuelo estaba resolviendo otro de los problemas de Arkadi cuando, de pronto, unas luces rojas se encendieron en varias pantallas.
—El equipo de monitorización solar ha detectado una llamarada solar —informó Rya.
Arkadi se puso de pie en el acto.
—¡No es invento mío! —exclamó, y se inclinó hacia adelante para leer la pantalla más próxima. Alzó la vista, se encontró con las miradas escépticas de los otros y sonrió—. Lo siento, amigos. Este es el lobo de verdad.
Un mensaje de emergencia de Houston confirmó la noticia. Arkadi la podía haber falsificado, pero él ya iba hacia el radio más próximo y no había nada que pudieran hacer: falso o no, tenían que seguirlo.
De hecho, una gran llamarada solar era una situación que habían simulado muchas veces. Cada uno tenía una tarea que desempeñar, muchos de ellos en muy poco tiempo, de modo que corrieron por los toros, maldiciendo su suerte y tratando de no interponerse en el camino de los demás. Había un montón de cosas que hacer; asegurar la nave era una tarea compleja y que no estaba muy automatizada.
—¿Es otra de las pruebas de Arkadi? —gritó Janet mientras arrastraba cajones de cultivos al refugio de plantas.
—¡Él dice que no!
—Mierda.
Habían salido de la Tierra durante el punto bajo del ciclo de once años, específicamente para reducir el riesgo de encontrarse con una deflagración solar. Y de todos modos aquí la tenían. Disponían apenas de una media hora antes de que llegara la primera andanada, y de una hora para protegerse de la radiación más peligrosa.
Las emergencias en el espacio pueden ser tan obvias como una explosión o tan intangibles como una ecuación, pero el riesgo no tenía ninguna relación en este caso con la evidencia o la intangibilidad. Los sentidos de los tripulantes jamás percibirían el viento subatómico que se les acercaba, y sin embargo era una de las peores cosas que podrían haber ocurrido. Y todo el mundo lo sabía. Corrieron por los toros para cubrir las plantas o trasladarlas a zonas protegidas, y agrupar los pollos y los cerdos, las vacas pigmeas y el resto de los animales y pájaros en sus propios refugios; tenían que recoger y llevar consigo las semillas y los embriones congelados, había que guardar en cajas los componentes electrónicos delicados y a veces desmontarlos. Cuando acabaron esas tareas, se impulsaron por los radios hasta el eje central tan deprisa como pudieron, y luego bajaron volando por el tubo del eje hasta el refugio para las tormentas, exactamente detrás de la popa del tubo.
Hiroko y su equipo de biosfera fueron los últimos en entrar, precipitándose por la compuerta veintisiete minutos después de la alarma. Se lanzaron al espacio ingrávido acalorados y sin aliento.
—¿Ha empezado ya?
—Todavía no.
Arrancaron dosímetros de un estante de velero y se los prendieron a la ropa. El resto de la tripulación ya flotaba en la cámara cilíndrica, respirando con dificultad y atendiéndose magulladuras y torceduras. Maya les ordenó que se separaran a medida que iban contándose y se sintió aliviada al oír que se llegaba a cien sin ningún hueco.
La sala parecía atestada. Los cien no se habían reunido en un solo lugar desde hacía muchas semanas, e incluso la sala más grande no habría sido suficiente. El refugio ocupaba medio tanque en el ramal del eje, y la otra mitad era un depósito de metales pesados. Los cuatro tanques de alrededor estaban llenos de agua. El lado plano de este semicilindro era el «suelo» del refugio, y estaba encajado dentro del tanque sobre carriles circulares, que giraban para contrarrestar la rotación de la nave y mantener la barrera de metales entre la tripulación y el sol.