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Despertó; se sorprendió cuando se dio cuenta de que había estado durmiendo, y en seguida volvió a dormirse. Luego de un tiempo, despertó otra vez. Los refugiados de la cabina habían desaparecido, aunque algunas estrellas parecían moverse contra el telón de fondo. No había rastro del ascensor, ni en el espacio ni en la superficie del planeta.

La muerte sería como el espacio, sólo que sin el pensamiento ni las estrellas. En algunos aspectos era una espera tediosa; lo impacientaba y pensó en desactivar el sistema de calefacción y acabar de una vez. Saber hacerlo lo ayudó a esperar, y decidió que lo apagaría cuando el suministro de aire estuviera agotándose. La idea le aceleró las pulsaciones a ciento treinta e intentó concentrarse en Marte. Hogar, dulce hogar. Todavía estaba casi en órbita areosincrónica. Tharsis seguía allí abajo, aunque ahora él se encontraba un poco más al oeste, sobre Marineris.

Transcurrieron las horas, y volvió a quedarse dormido. Cuando despertó, vio una pequeña nave espacial plateada suspendida, como un ovni delante de él; lanzó un grito de sorpresa y empezó a girar. Trató febrilmente de estabilizarse, y cuando lo consiguió la nave ya estaba allí. En la ventana de una portilla lateral vio a una mujer que le hablaba y se señalaba el oído. Activó la frecuencia común, pero ella no transmitía en esa banda. Se acercó a la nave y asustó a la mujer cuando chocó contra ella. Frenó y retrocedió. La mujer gesticulaba como invitándole a que entrase en la nave. Él asintió con un vigoroso gesto de cabeza y otra vez empezó a girar. Mientras rotaba vio que de la ventana se abría la puerta de una escotilla, en la parte superior de la nave. Se estabilizó y fue hacia la escotilla, preguntándose si cuando la alcanzara sería real. Tocó la puerta abierta, parpadeó, y unas pequeñas esferas de lágrimas flotaron en el visor del casco mientras se apretaba contra el fondo de la escotilla. Le quedaba una hora de oxigeno.

Cuando el compartimiento se cerró y fue presurizado, abrió el sello y se quitó el casco. El aire era tenue, rico en oxígeno, y fresco. La puerta de la antecámara se abrió de pronto y él entró.

Unas mujeres se reían. Eran dos y parecían de buen humor.

—¿Qué pensabas hacer… aterrizar en eso? —preguntó una.

—Estaba en el cable —dijo él, y se le quebró la voz—. Tuvimos que saltar. ¿Han cogido a algún sobreviviente?

—Sólo a ti. ¿Te llevamos abajo?

Peter no supo qué responder. Las mujeres se rieron.

—¡Vaya sorpresa encontrar a alguien aquí! ¿Con cuántas ges te sientes cómodo?

—No sé… ¿tres?

Volvieron a reírse.

—Bueno, ¿cuántas soportas tu?

—Bastantes más —dijo la mujer que lo había visto por la ventanilla.

—Bastantes más —se mofó Peter—. ¿Cuál es el límite entonces para un ser humano?

—Lo averiguaremos —dijo la otra mujer, y se rió.

La pequeña nave comenzó a acelerar hacia Marte. El joven se tendió exhausto en un sillón de gravedad detrás de las dos mujeres, masticando cheddar y bebiendo agua. Ellas habían estado en una de las estructuras de espejos, y habían hurtado ese vehículo de descenso después de convertir la estación en un montón de moléculas. Habían complicado el descenso al desplazarse a una órbita polar austral; iban o aterrizar cerca del casquete.

Peter escuchó esa información en silencio. De pronto la nave empezó a sacudirse y las ventanillas se pusieron blancas, y poco después amarillas y después de un anaranjado brillante. Las fuerzas de gravedad lo empotraron contra la silla; los ojos se le nublaron y le dolía la garganta.

—Peso pluma —dijo una de las mujeres, y Peter no supo si hablaba de él o de la nave.

Entonces las fuerzas g desaparecieron y la ventana se despejó. Peter miró y vio que caían de proa hacia el planeta y que solo estaban a unos pocos miles de metros de la superficie. No podía creerlo. Las mujeres mantuvieron la inclinación de la nave hasta que pareció que iban a ensartar la arena, y entonces la enderezaron en el último minuto, y Peter fue empujado otra vez contra la silla.

—Con suavidad —dijo una de las mujeres, y entonces se posaron con un golpe sordo, y se deslizaron sobre terreno estratificado.

De nuevo la gravedad. Peter salió del vehículo detrás de las dos mujeres y bajó por un tubo peatonal al interior de un rover grande; estaba atontado y al borde de las lágrimas. Había dos hombres en el rover, que saludaron a gritos y abrazaron a las mujeres.

—¿Quién es ése? —preguntaron.

—Oh, lo recogimos allí afuera, saltó del ascensor. Todavía está un poco mareado. ¡Eh! —le dijo a Peter con una sonrisa—. Estamos abajo, todo va bien.

Hay errores irreparables.

Ann Clayborne estaba en la parte de atrás del rover de Michel, echada sobre tres asientos, sintiendo cómo las ruedas subían y bajaban por las rocas. El primer error había sido venir a Marte, y luego enamorarse del lugar. Enamorarse de un lugar que el resto del mundo quería destruir.

El planeta había sido cambiado para siempre. La sala principal del rover recibía la luz de unas ventanas bajas que mostraban un camino irregular de grava, salpicado de rocas: la autopista Noctis. Michel no se molestaba en evitar las piedras más pequeñas; marchaban a unos sesenta k/h, y cuando pasaron sobre un pedrusco grande todos saltaron en los asientos.

—Lo siento —dijo Michel—. Tenemos que salir del Candelabro tan pronto como sea posible.

—¿El Candelabro?

—Noctis Labyrinthus. —Ann sabía que ése era el nombre original que le habían dado los geólogos terranos al examinar las fotos del Mariner. Pero no dijo nada. No tenía ganas de hablar. Michel prosiguió, la voz baja y afable, tranquilizadora:— Hay varios puntos por los que sería imposible que pasaran los rovers. Acantilados transversales que van de muro a muro, campos de rocas gigantescas, esa clase de cosas. Una vez que entremos en Marineris estaremos bien, allí las rutas son innumerables.

—¿Estos vehículos están equipados para recorrer todo el cañón? —preguntó Sax.

—No. Pero tenemos escondites por todas partes.

Al parecer los grandes cañones habían sido las principales vías de transporte para la colonia oculta. La Autopista del Cañón había cortado muchas de esas vías.

Ann escuchaba a Michel con tanta atención como los demás; siempre había sentido curiosidad por la colonia oculta. La utilización de los cañones había sido una maniobra ingeniosa. Los nuevos rovers se confundían con los millones de rocas que yacían en los taludes detríticos. Los techos de los coches eran en realidad rocas, vaciadas desde abajo. Un grueso aislamiento impedía que el techo del vehículo se calentase, de modo que no dejaban rastros infrarrojos, «sobre todo porque aún hay un montón de los molinos de viento de Sax diseminados por aquí y confunden las lecturas». El vehículo también estaba aislado por debajo, de manera que tampoco dejaba rastros de calor en el suelo. El calor del motor de hidrazina se empleaba para calentar los habitáculos, y cualquier exceso era conservado en un acumulador de bobinas. Las bobinas sobrecargadas iban a parar a unos agujeros excavados bajo el coche y se las cubría con regolito mezclado con oxígeno líquido. Cuando el suelo de encima de la bobina se calentaba, el rover ya estaba muy lejos. Nunca dejaban rastros de calor, nunca empleaban la radio y sólo viajaban de noche. Durante el día se quedaban quietos entre otras rocas, «y aunque compararan las fotos y vieran que éramos nuevos allí, seríamos sólo una roca más entre las mil que habrían caído del acantilado esa noche. En realidad la pérdida de masa se ha acelerado desde que la terraformación comenzó; el suelo se congela y descongela todos los días. Tanto por las mañanas como por las noches, hay desprendimientos cada pocos minutos».