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—Así que no hay manera de que nos vean —comentó Sax, sorprendido.

—Así es. No hay señal visual, ni térmica, ni electrónica.

—Un rover de camuflaje —dijo Frank por el intercomunicador desde el otro vehículo, y rió roncamente.

—Así es. El verdadero peligro aquí abajo son los desprendimientos de roca, los mismos que nos ocultan. —Se encendió una luz roja en el tablero de mandos y Michel se rió.— Vamos tan bien que tendremos que detenernos y enterrar una bobina.

—¿No tardaremos demasiado en excavar un agujero? —preguntó Sax.

—Ya hay uno excavado. Otros cuatro kilómetros. Creo que lo conseguiremos.

—Lo tienen todo bien organizado aquí.

—Bueno, vivimos escondidos desde hace catorce años, quiero decir catorce años marcianos. La ingeniería de eliminación termal es muy importante para nosotros.

—Pero ¿cómo se las arreglan en los habitats permanentes, si es que tienen alguno?

—Canalizamos el calor hasta el regolito profundo y derretimos hielo. O lo canalizamos hasta unas chimeneas que parecen molinos calefactores. Entre otras técnicas.

—Fueron una idea equivocada —dijo Sax. En el otro coche Frank se rió. Sólo has tardado treinta años en darte cuenta, habría dicho Ann si hubiera hablado.

—¡No, fueron una idea excelente! —exclamó Michel—. Ya habrán añadido millones de kilocalorías a la atmósfera.

—Más o menos lo que un agujero de transición añade en una hora —indicó Sax con modestia.

Michel y él se pusieron a hablar de los proyectos de terraformación. Ann dejó que las voces se perdieran en una especie de glosolalia: era muy fácil hacerlo, estos días para ella las conversaciones siempre estaban en el límite de lo absurdo, tenía que esforzarse para entender. Se relajó y se alejó mentalmente, y sintió que Marte se movía y rebotaba debajo de ella. Se detuvieron un momento para enterrar una bobina de calor. Cuando reemprendieron la marcha, el camino era más llano. Ya habían alcanzado el corazón del laberinto, y en un rover normal habría estado mirando por las claraboyas las compactas y escarpadas paredes de los cañones. Valles de falla, ensanchados por los desprendimientos; una vez había habido hielo en esos valles, pero probablemente ya había migrado al acuífero Compton, en el fondo de Noctis.

Ann pensó en Peter y se estremeció; estaba asustada. Simón la observaba con disimulo, visiblemente preocupado, y de repente ella odió aquella lealtad de perro, aquel amor de perro. No quería que nadie la amara así, era una carga insoportable, una auténtica imposición.

Se detuvieron al amanecer y guardaron los dos rovers-roca en una zona de piedras altas. Pasaron todo el día juntos en uno de los vehículos, comiendo sin prisa pequeñas raciones de comida rehidratada o preparada en el microondas, intentando captar transmisiones de televisión o radio. No encontraron nada de interés, sólo algunos estallidos ocasionales en diversos idiomas y códigos; la incoherente basura del éter. Las violentas crepitaciones de estática parecían indicar impulsos electromagnéticos. Pero los componentes electrónicos del rover estaban protegidos, dijo Michel, sentado en una silla, con aire meditabundo. Una nueva calma para Michel Duval, pensó Ann. Como si estuviera acostumbrado a vivir escondido. Su compañero, el joven que conducía el otro rover, se llamaba Kasei. Cuando hablaba, el tono era siempre de severa desaprobación. Bueno, la merecían. Por la tarde Michel les mostró a Sax y Frank un mapa topográfico que pasó a las pantallas de los dos coches. La ruta que atravesaba Noctis continuaba hacia el sudoeste, a lo largo de uno de los cañones grandes del laberinto. Al principio zigzagueaba hacia el este, descendía en pendiente hasta que llegaba a la gran zona entre Noctis y las cabeceras de Ius y de Tithonium Chasmas. Michel llamaba a esa región Compton Break. Era un terreno caótico, y no se sentiría tranquilo hasta que descendieran a Ius Chasma. Porque fuera de ese camino furtivo, dijo, la zona era intransitable. «Y si deducen que salimos de Cairo por aquí, es posible que bombardeen la ruta.» La noche anterior habían recorrido cerca de quinientos kilómetros, casi toda la extensión de Noctis; otra buena noche y bajarían a Ius y ya no dependerían de una única ruta.

Era un día oscuro. El viento arrastraba nubes de arena parda. Otra tormenta de polvo, no cabía duda. Las temperaturas caían. Sax frunció la nariz cuando una voz en la radio afirmó que estaba levantándose una tormenta planetaria. Sin embargo, Michel estaba contento. Significaba que también podrían viajar de día, lo que reduciría a la mitad la duración del viaje.

De modo que junto con Kasei comenzó a conducir sin parar, en turnos de tres horas, seguidos de media hora de descanso. Otro día y dejaron atrás Compton Break y entraron al fin en las paredes estrechas de Ius Chasma.

Ius era el más estrecho de los cañones del sistema Marineris sólo tenía veinticinco kilómetros de ancho cuando salía de Compton Break, y separaba Sinai Planum de Tithania Catena. Las redes laterales tenían tres kilómetros de alto: una gigantesca hendidura larga y angosta, visible sólo a veces entre nubes de polvo en movimiento. A lo largo de todo aquel lóbrego día continuaron por una ruta llana aunque salpicada de rocas. En el rover todos estaban en silencio, y mantuvieron bajo el volumen de la radio; la estática era irritante. En las vistas que proporcionaban las cámaras sólo se veía el polvo que los dejaba atrás, y tenían la impresión de que apenas se movían. Otras veces parecía como si marcharan de costado. Conducir era agotador; Simón y Sax relevaron a Michel y a Kasei. Ann seguía sin hablar. Sax condujo con un ojo en la pantalla de su IA, que le proporcionaba lecturas atmosféricas. Desde el otro lado del coche, Ann pudo ver que la IA indicaba que el impacto de Fobos estaba espesando la atmósfera, un incremento de cincuenta milibares, extraordinario. Y los cráteres recientes todavía emitían gases. Sax comentó ese cambio con una mueca de satisfacción, ajeno a la muerte y la destrucción que la acompañaban. Advirtió la mirada colérica de Ann y dijo: —Supongo que es como en la antigüedad—. Estuvo a punto de añadir algo más, pero Simón lo hizo callar con una mirada de reojo.

En el otro vehículo, Maya y Frank pasaban las horas ante la radio y haciendo preguntas a Michel sobre la colonia oculta, o discutiendo con Sax los nuevos cambios físicos, o especulando sobre la guerra. Discutiendo interminablemente, intentando encontrarle algún sentido, entender qué había pasado. Hablando, hablando, hablando. El Día del Juicio Final, cuando vivos y muertos caminaran juntos, Maya y Frank seguirían hablando, tratando de entender.

En la tercera noche, bajaron por el extremo inferior de Ius y llegaron a una larga aleta lemniscata que dividía el cañón. Siguieron la autopista de Marineris por la bifurcación sur. En la hora que precede al alba vieron algunas nubes en lo alto, y luego la claridad fue mucho más viva que en los días anteriores. Eso bastó para que buscaran donde esconderse. Se detuvieron junto a un montón de rocas apiladas contra la pared sur y se reunieron en el coche de vanguardia para pasar el día.