Desde allí alcanzaban a ver la ancha extensión de Melas Chasma, el cañón más grande. La roca de Ius era áspera y oscura comparada con el suelo de Melas, liso y rojo. A Ann le parecía imposible que las rocas de los dos cañones procedieran de las antiguas placas tectónicas, que en un tiempo se habían desplazado juntas y ahora estaban yuxtapuestas para siempre.
No se movieron en todo aquel largo día, tensos, extenuados, las caras tiznadas por la ubicua arena roja de la tormenta. A veces había nubes, a veces neblina, a veces súbitos claros.
A media tarde, sin previa advertencia, el rover se sacudió. Sobresaltados, corrieron a mirar los monitores. La cámara trasera del rover enfocaba Ius, y Sax señaló la pantalla.
—Escarcha —dijo—. Me pregunto si…
La cámara mostró el vapor de escarcha espesa que bajaba por el cañón hacia ellos. La autopista corría allí afortunadamente por el terreno elevado de la bifurcación sur de Ius; con un bramido que sacudió al rover, el suelo del cañón desapareció de pronto, cubierto por un muro bajo de aguas negras y espumas blanquecinas. Era una fuerza irresistible de pedazos de hielo, rocas, espuma, barro y agua, una masa rugiente que se precipitaba por el centro del cañón.
Debajo de la autopista, el suelo del cañón tenía unos quince kilómetros de ancho. La inundación cubrió todo ese espacio en unos pocos minutos, y empezó a subir por un largo talud que nacía de la pared del acantilado frente a ellos. La superficie de la crecida se aquietó al tropezar con ese dique, y mientras miraban se congeló y solidificó: un grumoso y descolorido caos de hielo, extrañamente inmóvil. Entonces pudieron oírse gritando por encima de los estampidos y explosiones y del omnipresente fragor, pero no había nada que decir. Mudos de asombro, sólo pudieron mirar por las ventanillas bajas o por las pantallas. El vapor de escarcha que se elevaba de la corriente se convirtió en una niebla ligera. Pero no más de quince minutos después, el extremo inferior del lago de hielo estalló y se desgarró en una oleada de agua negra y humeante que hizo pedazos el dique del talud, con el rugido explosivo de una avalancha de rocas. La inundación avanzó de nuevo cañón abajo hasta perderse de vista en la gran pendiente que descendía de Ius a Melas Chasma.
Ahora había un río que corría por el Valle Marineris, un torrente ancho, humeante y cuajado de hielo. Ann había visto vídeos de las inundaciones del norte, pero era la primera vez que observaba una directamente. El mismo paisaje hablaba ahora en una especie de glosolalia. El bramido rudimentario destrozaba el aire y le sacudía el estómago como desgarrando la materia misma del mundo. Y también era un caos visual, un torrente de torbellinos y corrientes que subían y bajaban, oscuros y claros, desconcertantes y vertiginosos. Ann no alcanzaba a entender lo que decían sus compañeros. No soportaba mirar a Sax, aunque al menos lo comprendía. Él intentaba escondérselo, pero era evidente que estaba excitado. El hieratismo de Sax enmascaraba una naturaleza apasionada; ella siempre lo había sabido. Ahora se lo veía muy sonrojado, como si tuviera fiebre, y esquivaba los ojos de Ann, sabía que a ella no podía mentirle. Ella lo despreciaba por esta actitud siempre esquiva, y porque se pasaba las horas delante de los monitores… en realidad no había mirado ni una sola vez por las ventanillas para ver la inundación con sus propios ojos. Las cámaras ofrecían una vista mejor, dijo con suavidad cuando Michel lo instó a echar un vistazo. Y después de observar sólo durante media hora la primera embestida de la inundación en los televisores, había vuelto a la pantalla de su IA. El agua se precipitaba por Ius, se congelaba, reventaba y volvía a correr cañón abajo; sin duda para desembocar en Melas. Que hubiera allí suficiente agua como para que llegara a Coprates, y luego bajara a Capri y Eos, y luego a Aureum Chaos… parecía improbable a primera vista, pero el acuífero Compton era grande, uno de los más grandes jamás encontrados. Era muy posible que Marineris hubiera nacido de surgimientos tempranos del mismo acuífero, y la Protuberancia de Tharsis nunca había dejado de emitir nubes de gases… Se descubrió tendida en el suelo del rover, observando la inundación y tratando de comprenderla. Sólo como una manera de concentrarse mejor en lo que veía, de rescatarlo de todo aquel sinsentido, intentó calcular mentalmente el caudal de la inundación. Estaba fascinada: aquello había sucedido en Marte mucho antes, miles de millones de años atrás, y sin duda de la misma manera. Había señales de inundaciones catastróficas todo alrededor: playas escalonadas en terrazas, islas lemniscatas, lechos de canales, tierras costrosas… Y los antiguos acuíferos reventados habían vuelto a llenarse con el agua que ascendía de Tharsis, y el calor y las emisiones de gas vinieron después. Tenía que haber sido muy lento… pero en dos mil millones de años…
Se obligó a mirar. El torrente corría a unos doscientos metros por debajo de ellos. La pared norte de Ius se alzaba a unos quince kilómetros, y la inundación se detenía allí. La profundidad del torrente era quizá de unos diez metros, a juzgar por las rocas gigantescas que rodaban corriente abajo y hacían añicos el hielo dejando una estela de agujeros negros y humeantes. En las zonas descubiertas el agua parecía avanzar a unos treinta kilómetros por hora. Por tanto (mientras ella introducía números en el ordenador de muñeca) el caudal desplazaba unos cuatro millones y medio de metros cúbicos por hora. Eso venía a ser como unos cien Amazonas, pero con un caudal inestable, que se helaba y estallaba en una perpetua cadena de diques de hielo que se levantaban y caían, lagos enteros humeantes que saltaban por encima de canales o pendientes, que arrancaban la tierra hasta alcanzar el lecho rocoso y luego lo desgarraban… Tendida en el suelo del rover, Ann podía sentir en los pómulos esa embestida, que hacía vibrar el terreno con un agitado latido. Semejantes temblores no se habían sentido en Marte en millones de años, lo que explicaba algo que ella había visto pero no había comprendido nunca. La Pared norte de Ius se movía. La roca de los acantilados se desprendía y caía en el cañón, sacudiendo el suelo y desencadenando nuevas avalanchas y levantando olas gigantescas que volvían a caer en la corriente. El agua se derramaba de nuevo corriente arriba sobre el hielo, la roca estallaba en explosiones de hidratación, el espeso vapor de escarcha se vertía en el aire saturado de polvo, ocultando partes de la pared norte.
Y sin duda, la pared sur estaría desplomándose también, y si caía sobre ellos, todos morirían. Era bastante posible… muy posible. Por lo que veía, tenían un cincuenta por ciento de posibilidades. Aunque quizá allí era peor; la inundación socavaba la pared norte, mientras que el camino elevado protegía el muro sur. De modo que los acantilados del sur tenían que ser un poco más estables…
En ese momento, algo atrajo su atención corriente abajo. Allí la pared sur empezaba a derrumbarse. Grandes láminas de roca se desprendían y caían. La base del acantilado estalló en una nube de polvo que creció sobre el talud, y las secciones superiores se deslizaron dentro de esa nube y desaparecieron. Tras un segundo, la masa entera reapareció flotando horizontalmente a través de la nube: una visión extraña. El ruido era dolorosamente alto, aun dentro del vehículo. Una prolongada y lenta avalancha cayó en la corriente, las rocas aplastando el hielo y bloqueando el agua. Un dique repentino retuvo el torrente cañón abajo, y las riberas comenzaron a subir. Ann vio cómo la lámina de hielo de la orilla se quebraba y se convertía en bloques que se empujaban unos a otros en un mar de aguas oscuras y siseantes que subían a toda velocidad hacia el rover. Los devoraría muy pronto si el dique no cedía. Ann escrutó las rocas oscuras caídas allá adelante; sólo una franja era visible todavía por encima de la inundación. Pero el aguanieve que tenía debajo seguía subiendo. Era una especie de carrera. La bañera del Gran Hombre estaba vaciándose mientras él echaba dentro cubos de agua. La velocidad de la subida del lago hizo que Ann volviera a considerar la velocidad de la corriente. Se sintió paralizada, desconectada, extrañamente serena: le era indiferente si el dique se rompía o no antes de que la inundación los alcanzase. Y en medio del sobrecogedor bramido no sintió ninguna necesidad de comunicar lo que pensaba a los demás; era imposible. Se le ocurrió que en cierto modo estaba animando a la inundación a seguir. Les estaría bien empleado.