Entonces el dique de la avalancha desapareció bajo la masa descolorida, todo rodó corriente abajo en un derrumbe majestuoso, y mientras ella miraba, el efímero lago empezó a bajar. Los bloques de hielo de la superficie se entrechocaron chirriando y retumbando, hundiéndose y emergiendo con un ruido ensordecedor. Ann se tapó los oídos con las manos. El vehículo botaba abajo y arriba. Pudo ver más avalanchas en los acantilados distantes, sin duda socavados por la súbita oleada; los temblores desencadenaban nuevos derrumbes, hasta que pareció que llenarían todo el cañón. Era difícil creer que en medio de todos aquellos ruidos y vibraciones, los pequeños vehículos sobrevivieran. Los viajeros se aferraban a los brazos de los asientos o permanecían echados en el suelo como Ann, aislados por el bramido, sintiendo en las venas una pavorosa mezcla de hielo y adrenalina; hasta Ann, a quien no le importaba, respiraba con dificultad, el cuerpo encogido y tenso.
Cuando al fin pudieron hablar, le preguntaron a Ann qué había pasado. Ella siguió mirando tristemente por la ventana y no contestó. Al parecer iban a sobrevivir, al menos por el momento. La superficie de la corriente era ahora el terreno más caótico que había visto jamás; el hielo pulverizado se extendía en una llanura de afilados fragmentos. La superficie del lago había subido casi cien metros, y había dejado al retirarse un terreno empapado que pasó de un negro herrumbroso a un blanco grisáceo en menos de veinte segundos. Tiempo de congelación en Marte.
Durante todas esas horas, Sax no se había apartado de los monitores. Se evaporaría muchísima agua, o más bien se congelaría y sublimaría, musitó para nadie en particular. Era un agua salina altamente carbonatada, pero terminaría por ser un polvo de nieve que caería en alguna otra parte. Quizá la atmósfera se hidratase, y nevaría varias veces, o incluso con regularidad, en ciclos de precipitación y sublimación. Así pues, el agua de la crecida se distribuiría uniformemente por todo el planeta, excepto en los terrenos más elevados. El albedo subiría de forma drástica. Tendrían que bajarlo, tal vez potenciando las algas de nieve que había creado el grupo de Acheron. (Pero ya no existía Acheron, le indicó Ann mentalmente.) El hielo negro se derretiría durante el día, y se congelaría por la noche. Sublimación y precipitación. Y así conseguirían un paisaje acuático: los arroyos se encontrarían, unirían sus caudales, bajarían por las pendientes, se congelarían y dilatarían en las grietas de las rocas, se sublimarían y se precipitarían en forma de nieve y se derretirían y volverían a fluir. Sería un mundo glacial o pantanoso casi todo el tiempo, pero, aun así, un paisaje acuático.
Y todas y cada una de las características del Marte primitivo se derretirían. Marte rojo había muerto.
Ann yacía en el suelo, junto a la ventana. Las lágrimas se le derramaron como uniéndose a la inundación: por encima del dique de la nariz, corriente abajo, hasta que le mojó la mejilla y la oreja y todo el lado derecho de la cara.
—Esto hará más complicado que bajemos hasta el fondo del cañón —dijo Michel con una sonrisa fugaz, y Frank rió en el otro coche.
En verdad, parecía imposible que pudieran avanzar más de cinco kilómetros. Justo delante de ellos la avalancha había enterrado la autopista. Las rocas se amontonaban unas sobre otras en paredes inestables, debilitadas desde abajo por la inundación, bombardeadas desde arriba por los continuos desprendimientos.
Durante largo rato discutieron cómo intentar salir de allí. tenían que hablar casi a gritos para oírse por encima del incesante fragor de la inundación. Nadia consideraba que subir por la pendiente era suicidarse, pero Michel y Kasei estaban casi seguros de que encontrarían un camino. Después de un exhaustivo reconocimiento a pie que ocupó todo un día, lograron convencer a Nadia, y los demás se mostraron bien dispuestos. Y así al día siguiente, a cubierto de ojos indiscretos por la tormenta de polvo y el vapor de la inundación, se dividieron entre los dos vehículos y empezaron a conducir despacio sobre el derrumbe.
Era una masa irregular de grava y arena, salpicada de numerosas rocas grandes. Sin embargo, la zona sobre la que se alzaba el camino estaba relativamente nivelada. Se trataba pues de abrirse paso sobre una superficie que parecía de cemento mal mezclado, esquivando grandes piedras y salvando esporádicos agujeros. Michel condujo el coche de vanguardia con temeridad, con una obstinación rayana en la inconsciencia.
—Medidas desesperadas —declaró jubilosamente—. En una situación normal esto sería una locura.
—Es una locura ahora —dijo Nadia con acidez.
—Bueno, ¿qué nos queda? No podemos retroceder y no podemos abandonar. Éstos son tiempos que ponen a prueba el espíritu del hombre.
—No obstante, a las mujeres les va bien.
—Era una cita. Sabes a lo que me refiero. Sencillamente no tenemos posibilidad de volver atrás. La cabecera de Ius estará anegada de pared a pared. Imagino que es eso lo que en cierto modo me alegra. ¿Acaso podemos elegir? El pasado ya no existe, todo lo que importa es el ahora. El presente y el futuro. Y el futuro es este campo de piedras, y aquí estamos. Y se sabe que uno nunca recurre a todas sus fuerzas hasta que sabe de verdad que no hay marcha atrás, que sólo cabe ir adelante.
Y siguieron adelante. Pero el optimismo de Michel se redujo abruptamente cuando el segundo vehículo cayó en un agujero disimulado entre las rocas. Con ciertas dificultades consiguieron abrir la antecámara delantera y sacar a Kasei, Maya, Frank y Nadia. No obstante, no tenían ninguna posibilidad de liberar el coche sin gatos ni palancas. De modo que recogieron todos los suministros y los trasladaron al otro vehículo, que quedó completamente atestado. Y prosiguieron la marcha, ocho personas y sus provisiones, todos ahora en un único coche.
Sin embargo, cuando dejaron atrás la avalancha, todo fue más fácil. Siguieron la autopista del cañón hasta Melas Chasma y allí descubrieron que el camino corría pegado a la pared sur, y como Melas era un cañón tan ancho, la inundación había tenido espacio para extenderse y en algunas zonas se había desviado al norte. Aún sonaba como si unos extractores de aire funcionaran a plena potencia justo fuera de la antecámara, pero la carretera corría por encima y al sur de la inundación, que soltaba velos de vapor de escarcha, llenando el abismo y bloqueando cualquier escenario más al norte.
Avanzaron sin dificultad durante un par de noches, hasta que llegaron al Espolón de Ginebra, que sobresalía de la gigantesca pared sur, casi al borde de la corriente. Allí el camino doblaba hacia lo que ahora era el curso de la inundación, y tuvieron que buscar una ruta más elevada. Los sinuosos rodeos a través de las rocas en las pendientes más bajas del Espolón fueron muy difíciles para el rover. En una ocasión casi quedaron suspendidos en un saliente de roca, y Maya le gritó a Michel y lo acusó de temerario. Se hizo cargo de la conducción mientras Michel, Kasei y Nadia se ponían los trajes y salían al exterior. Sacaron al rover del saliente y luego fueron delante a reconocer la ruta.
Frank y Simón ayudaron a Maya a esquivar obstáculos mientras conducía. Sax seguía pasando todo el tiempo mirando la pantalla. De vez en cuando Frank encendía el televisor y buscaba señales, intentando reconstruir noticias a partir de las voces confusas que la radio captaba. En el mismo lomo del Espolón de Ginebra, cuando cruzaban la estrecha franja de hormigón de la Autopista Transcañón, alcanzaron a oír algunas transmisiones, lo que indicaba que después de todo no iba a ser una tormenta de polvo planetaria. Y en verdad, a veces los días sólo eran brumosos en vez de estar cuajados de polvo. Sax dijo que eso probaba el éxito relativo de las estrategias de fijación del polvo adoptadas después de la Gran Tormenta. No hubo comentarios. Frank señaló que la neblina en el aire parecía ayudar a hacer más claras las débiles señales de radio. Resonancia estocástica, dijo Sax. El fenómeno no era razonable, y Frank le pidió a Sax que le diera una explicación. Sax habló un rato, y al fin Frank soltó la risa hueca de siempre.