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Traqueteaban a un par de kilómetros por hora. Viajaron durante la noche y el día siguientes, aunque había menos neblina y era posible que los vieran desde los satélites. No tenían ninguna otra elección.

Y al fin cruzaron la Puerta de Dover, y Coprates volvió a abrirse delante de ellos. La inundación se desvió algunos kilómetros hacia el norte.

Al anochecer detuvieron el vehículo. Llevaban conduciendo casi cuarenta horas. Se pusieron de pie y se estiraron, movieron los pies, y luego volvieron a sentarse y comieron juntos. Maya, Simón, Michel y Kasei estaban de buen humor, contentos de haber atravesado la Puerta; Sax era el mismo de siempre; Nadia y Frank parecían un poco menos sombríos. La superficie de la inundación estaba congelada de momento, y podían hacerse oír sin desgañitarse. Y así cenaron, concentrados en las pequeñas raciones de comida, hablando sin orden ni concierto.

Durante esa tranquila comida, Ann observó a todos con curiosidad, asombrada de pronto por el espectáculo de la adaptabilidad humana. Allí estaban, cenando y hablando por encima del estruendo sordo que llegaba del norte, como si estuvieran haciendo vida social; podría haber sido cualquier lugar en cualquier época, las caras cansadas animadas por el éxito colectivo, o por el mero placer de comer juntos… mientras fuera de la habitación el mundo destrozado rugía y las avalanchas amenazaban aniquilarlos en cualquier momento. Se le ocurrió que el placer y la estabilidad de los comedores siempre tenían ese telón de fondo, el escenario catastrófico del caos universal; esos momentos de calma eran tan frágiles y fugaces como pompas de jabón, destinados a estallar casi en cuanto se formaban. Grupos de amigos, habitaciones, calles, años, nada duraría. La ilusión de la estabilidad nacía de un esfuerzo concertado por ignorar el caos. Y así comieron, y hablaron, y disfrutaron de la compañía de los otros; así había sido en las cavernas, en la sabana, en las vecindades y en las trincheras en las ciudades, encogidos bajo el bombardeo.

Y por esa razón, en ese momento de la tormenta, Ann Clayborne hizo un esfuerzo. Se levantó y se dirigió a la mesa. Recogió el plato de Sax, y luego el de Nadia y el de Simón. Llevó los platos a la pequeña pila de magnesio, y mientras los fregaba sintió que la garganta se le distendía; habló entonces y la voz le salió como un graznido, pero con esa pequeña hebra había ayudado a tejer la ilusión humana.

—¡Una noche tormentosa! —le dijo Michel secando los platos junto a ella, sonriendo—. ¡Una noche en verdad tormentosa!

A la mañana siguiente despertó antes que los demás, y observó los rostros de sus compañeros dormidos: sucios, hinchados, con las negras mordeduras de la escarcha, las bocas abiertas en un sueño de completa extenuación. Parecían muertos. Y ella no había intentado ayudarlos. Había sido una carga para el grupo; cada vez que entraban al coche habían tenido que pasar por encima de la loca que yacía en el suelo, y se negaba a hablar, y lloraba día y noche. ¡Justo lo que necesitaban!

Avergonzada, se levantó y trabajó en silencio ordenando el cuarto y la zona del conductor. Y ese día estuvo seis horas al volante. Terminó exhausta; pero llegaron sanos y salvos al otro lado de la Puerta de Dover.

Sin embargo, los problemas no habían terminado. Coprates se había abierto un poco, sí, y la pared sur resistía. Pero en esta zona había una cresta larga, una isla ahora, que bajaba por el centro del cañón y lo dividía en dos; y por desgracia el canal del sur era más bajo que el del norte, de modo que el grueso de la inundación fluía por él, y los obligaba a aplastarse contra los riscos. Por suerte la terraza del reborde tenía aquí unos cinco kilómetros de ancho, aunque con el torrente tan cerca a la izquierda, y con los careados riscos a la derecha, nunca se sentían fuera de peligro.

Un día Maya dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿No podríamos esperar a que la inundación arranque la isla y se la lleve?

Tras una incómoda pausa, Kasei dijo:

—Tiene cientos de kilómetros de largo.

—Bueno… ¿no podríamos esperar a que esta inundación pare? Quiero decir, ¿cuánto puede seguir como hasta ahora?

—Varios meses —repuso Ann.

—¿Y no podemos esperar ese tiempo?

—Se nos acaba la comida —explicó Michel.

—Tenemos que continuar —dijo Frank con aspereza—. No seas tonta.

Maya le echó una mirada de fuego y le dio la espalda. De repente el rover pareció demasiado pequeño, como si hubieran metido dentro un grupo de tigres y leones. Simón y Kasei, agobiados por la tensión, se pusieron los trajes y salieron a reconocer el terreno.

Más allá de lo que llamaron Isla Cresta, Coprates se abría como un embudo, con profundas depresiones entre las paredes del cañón. La depresión norte era Capri Chasma, y la del sur, Eos Chasma, continuaba los cañones de Coprates. No tenían otra alternativa que atravesar Eos, pero Michel dijo que de todos modos era el camino que tendrían que haber tomado. Ahí el acantilado sur bajaba un poco al fin, cortado por hondas ensenadas y destrozado por un par de cráteres de meteoritos de buen tamaño. Capri Chasma doblaba hacia el nordeste y se perdía de vista; entre las dos depresiones había una mesa baja y triangular que dividía la inundación en dos. Por desgracia, el grueso del agua desembocaba en Eos, ligeramente más bajo, de modo que aun fuera de los estrechos cañones de Coprates, todavía tenían que apretarse contra la pared del risco y avanzaban despacio, con provisiones de comida y carburantes cada vez más escasas.

Estaban cansados, muy cansados. Hacía veintitrés días que habían escapado de Cairo, ahora 2.500 kilómetros cañón arriba; y en todo ese tiempo habían dormido por turnos y habían conducido casi sin interrupción, envueltos en el fragor de un mundo que se hacía pedazos.

Eran demasiado viejos para eso, como había dicho Maya en más de una ocasión, y tenían los nervios desquiciados; decían tonterías, cometían pequeños errores, dormitaban en cualquier momento.

El reborde por el que iban, entre el risco y la inundación, se convirtió de pronto en un inmenso campo de rocas, deyecciones de cráteres próximos o detritos arrastrados por las aguas. A Ann le pareció como si las ensenadas estriadas que había en el risco sur fueran trabajos de sapa que abrirían cañones tributarios de desagüe; pero no tuvo tiempo de mirar con mucha atención. Parecía a menudo que las rocas iban a bloquear el camino por completo, que después de todos estos días y kilómetros, después de franquear casi totalmente Marineris en medio del cataclismo más violento, iban a quedarse allí retenidos por los últimos derrumbes en la desembocadura de los cañones.

Entonces buscaron un camino y lo encontraron, y al rato no pudieron seguir, y así una vez y otra, día tras día. Redujeron las raciones a la mitad. Ann estaba a menudo al volante, pues parecía menos cansada que los otros. Era una buena conductora, casi tanto como Michel, y ahora siempre quería ayudar, hacer algo, y cuando no conducía, salía a reconocer el camino. Fuera seguía el ruido aturdidor y el suelo que temblaba bajo los pies. Era imposible acostumbrarse, aunque ella trató de pasarlo por alto. La luz del sol atravesaba la niebla y la bruma en amplias manchas mortecinas, y en el crepúsculo y alrededor del sol opaco aparecían hieloiris y parelios, y anillos de luz. A menudo el cielo entero parecía en llamas, una escena del apocalipsis visto por Turner.