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Muy pronto también Ann estuvo extenuada. Ahora comprendía a sus compañeros. Michel había sido incapaz de localizar los últimos tres depósitos de suministros; estaban enterrados o anegados, poco importaba. La mitad de las raciones representaban 1.200 calorías diarias, mucho menos de lo que consumían. Falta de comida, falta de sueño; y para Ann al menos, la misma y vieja depresión, implacable como la muerte, que crecía en ella como una negra masa de barro, vapor, hielo.

El camino se hizo más difícil. Un día sólo avanzaron un kilómetro. Al día siguiente pareció que no se movían. Una hilera de grandes rocas eran una especie de línea Maginot marciana. Un plano fractal perfecto, señaló Sax, de 2.7 dimensiones. Nadie se molestó en contestarle.

Kasei descendió y descubrió un paso posible justo en el borde del torrente. Por el momento, toda la inundación estaba congelada, como durante los últimos dos días. Se extendía hasta el horizonte, una superficie revuelta como la del Océano Glacial Ártico, sólo que mucho más sucia, un gran revoltijo de bloques negros, blancos y rojos. Sin embargo, junto a la orilla el hielo era llano, y en muchos sitios transparente. Miraron y comprobaron que era una capa congelada de unos dos metros de profundidad. De modo que bajaron a la orilla y marcharon junto a ella, y cuando encontraban un grupo de rocas, Ann giraba a la izquierda y viajaban sobre la dura capa de hielo. Nadia y Maya se burlaron del temor que esa ruta provocaba en los otros.

—En Siberia conducíamos todo el invierno por los ríos —dijo Nadia—. Eran los caminos mejores.

De modo que durante todo un día Ann marchó por el borde mellado de la inundación y a veces sobre la superficie, y avanzaron ciento sesenta kilómetros, el mejor día en dos semanas.

Cerca del atardecer empezó a nevar. El viento del oeste venía de Coprates y traía unas grandes y arenosas masas de nieve que pasaban velozmente sobre ellos. Llegaron a una avalancha reciente que caía justo sobre el hielo. Las inmensas rocas dispersas le daban el aire de una vecindad abandonada. La luz era gris oscura. A través de ese laberinto necesitaban un guía que fuera delante a pie, y Frank se presentó como voluntario. A esas alturas era el único de ellos al que le quedaba todavía algo de fuerza, más incluso que al joven Kasei; Frank aún hervía con el calor de su cólera, una fuente de combustible que nunca se agotaría.

Caminaba despacio delante del coche, examinaba las rutas posibles y regresaba sacudiendo la cabeza, o indicándole a Ann que continuara. Unos delgados velos de vapor de escarcha se elevaban alrededor hacia la nieve que caía, y se alejaban en ráfagas impulsadas por el poderoso viento de la noche, adentrándose en la oscuridad. Contemplando este sombrío espectáculo, Ann dejó de ver la línea del hielo; el rover subió por una roca redonda y la rueda izquierda trasera quedó en el aire. Ann aceleró para pasar por encima de la roca, pero las ruedas delanteras se hundieron en arena y nieve. Había atascado el rover.

Ya había sucedido otras veces, pero se irritó consigo misma, le había distraído el irrelevante espectáculo del cielo.

—¿Qué diablos haces? —gritó Frank por el intercomunicador. Ann se sobresaltó; nunca se acostumbraría a la cáustica vehemencia de Frank—.

¡Muévete!

—Lo he encallado en una roca —dijo ella.

—¡Maldita seas! ¿Por qué no miras por dónde andas? ¡Ya, para las ruedas, páralas! Pondré unas telas metálicas bajo las ruedas de delante. Cuando salgas de esa roca sube rápido por la pendiente, ¿entendido?

¡Viene otra oleada!

—¡Frank! —gritó Maya—. ¡Entra!

—¡En cuanto coloque las jodidas bandas debajo! ¡Prepárate para acelerar!

Las bandas eran tiras de red metálica que se colocaban debajo del vehículo y luego se estiraban para que las ruedas tuvieran algo que morder. Era un antiguo método del desierto, y Frank corrió alrededor del rover maldiciendo en voz baja y escupiendo órdenes. Ann obedecía con los dientes apretados y el estómago hecho un nudo.

—¡De acuerdo, en marcha! —gritó Frank—. ¡En marcha!

—¡Primero sube al rover! —gritó Ann.

—¡No hay tiempo, vete, ya casi lo tenemos encima! ¡Me agarraré a un lado, vete, maldita sea, vete!

Entonces Ann aceleró, y sintió cómo las ruedas mordían las tiras metálicas y el vehículo pasaba por encima de la roca, hasta que las ruedas traseras volvieron a tocar el suelo. Pero de pronto el bramido de la inundación se duplicó y redobló, y unas ráfagas de pedazos de hielo volaron estrepitosamente alrededor del coche, y luego el hielo desapareció en una humareda oscura y borboteante. Ann pisó a fondo el acelerador y aferró el volante, que se sacudía frenéticamente. Mezclado con el choque de la oleada oyó la voz de Frank gritando: —¡Vete, idiota, vete!—, y en ese momento algo los golpeó y el vehículo giró, incontrolado. Ann sintió un fuerte dolor en el oído izquierdo. No soltó el volante y mantuvo el pie sobre el acelerador. Las ruedas resbalaron y el rover quedó cubierto por el agua y se sacudió violentamente. —¡Vete!— Siguió acelerando y giró cuesta arriba, sin dejar de saltar en el asiento; todas las ventanas y las pantallas de televisión mostraban un agua tumultuosa. Entonces la inundación quedó atrás y las ventanas se despejaron. Los faros del vehículo iluminaron un terreno rocoso, nieve que caía, y delante una zona llana y desnuda. Ann siguió pisando a fondo a pesar de las sacudidas. La inundación rugía aún detrás de ellos. Cuando alcanzó la elevación tuvo que apartar la pierna y el pie del acelerador con ayuda de las manos. El coche se detuvo. Estaban por encima de la inundación, sobre el estrecho reborde de una terraza. Parecía que la oleada remitía. Pero Frank Chalmers había desaparecido.

Maya insistió en volver y buscarlo, pero hubiera sido en vano. En el crepúsculo los faros alcanzaban cincuenta metros, y la intersección de los dos conos amarillos en el mundo gris oscuro que quedaba más allá sólo vieron la superficie irregular de la inundación, un mar torrencial de restos y desechos sin el más mínimo rastro de una forma regular; de hecho, parecía un mundo en el que tales formas eran imposibles. Nadie hubiera podido sobrevivir a esa hecatombe. Frank había desaparecido, ya derribado del coche por una sacudida o arrastrado en el breve y casi fatal encuentro con la ola y el barro.

Las últimas maldiciones de Frank parecían salir aún a borbotones de la estática del intercomunicador, por encima del rugido de las aguas:

«¡Vete, idiota, vete!». Había sido culpa de ella, todo culpa de ella… Maya lloraba, ahogada en sollozos, doblada sobre el vientre.

—¡No! —gritó—. ¡Frank, Frank! ¡Tenemos que buscarlo!

Entonces el llanto la ahogó. Sax fue a buscar algo al botiquín, se acercó y se agachó junto a ella.

—Óyeme, Maya, ¿quieres un tranquilizante?

Y ella golpeó la mano de Sax y desparramó las pastillas por el suelo.

—¡No! —aulló—, ¡son mis sentimientos, son mis hombres, crees que soy una cobarde, crees que me gustaría ser un zombi como tú!

Se derrumbó otra vez en sollozos. Sax se quedó allí de pie, con una expresión dolida en la cara; Ann se sintió conmovida.

—Por favor —dijo—. Por favor, por favor.

Abandonó el asiento y apretó brevemente el brazo de Sax. Se agachó para ayudar a Nadia y a Simón a levantar a Maya. Ya estaba más tranquila, y aferraba con una mano la muñeca de Nadia. Nadia la miraba con la expresión distante de un médico, replegada a su propia manera, murmurando en ruso.

—Maya, lo siento —dijo Ann. Tenía un nudo en la garganta, le dolía hablar—. Fue culpa mía. Lo siento. Maya sacudió la cabeza.

—Fue un accidente.

Ann no se atrevió a decir en voz alta que se había distraído. Las palabras se le atragantaron, y otro acceso de sollozos sacudió a Maya, y la oportunidad de hablar se perdió.