Michel y Kasei ocuparon los asientos de los conductores y de nuevo avanzaron por el reborde rocoso.
No muy lejos hacia el este, la pared del cañón sur se hundió al fin en la llanura circundante, y pudieron dejar atrás la inundación, que seguía por Eos Chasma hacia el norte hasta Capri Chasma. Michel encontró el sendero de la colonia oculta, pero volvió a perderlo; las señales del camino estaban a menudo enterradas en la nieve. Pasó todo un día intentando localizar un escondite que creía próximo. Al fin, en vez de perder más tiempo, decidieron marchar a máxima velocidad, hacia el nordeste, hacia el refugio que según Michel se encontraba en un terreno quebrado justo al sur de Aureum Chaos.
—Ya no es nuestra colonia principal —explicó a los otros—. Estuvimos ahí al principio, después de abandonar la Colina Subterránea. Pero Hiroko quería marcharse al sur, y allá fuimos al cabo de unos pocos años. Ella dijo que no le gustaba ese refugio porque Aureum es una depresión, y algún día tal vez sería un lago. Me pareció una tontería, pero veo ahora que tenía razón. Puede que incluso Aureum sea la cuenca definitiva para toda esta agua, no lo sé. Pero el refugio está en un terreno elevado, por encima de la inundación. Quizá no haya nadie, pero habrá provisiones. Y en una tormenta cualquier puerto es bueno, ¿no?
Nadie tuvo ánimo para contestarle.
En el segundo día de dura marcha la inundación desapareció hacia el norte. El suelo, cubierto ahora por un metro de nieve sucia, dejó de temblar. El mundo parecía muerto, extrañamente silencioso e inmóvil, amortajado de blanco. Cuando no nevaba el cielo seguía brumoso, pero no era imposible que los localizaran, y dejaron de viajar de día. Avanzaron de noche con las luces apagadas, a través de un paisaje nevado que brillaba débilmente bajo las estrellas.
Durante esas noches Ann condujo el rover. Nunca habló de su momento de distracción. Y nunca más volvió a repetirlo; vigilaba con una concentración desesperada, ajena a todo menos a lo que los conos de luz iluminaban ante ella. A menudo conducía toda la noche, porque olvidaba despertar al conductor del turno siguiente o porque decidía continuar. Frank Chalmers había muerto por culpa de ella; deseó desesperadamente poder volver atrás y cambiar las cosas, pero no había remedio. Hay errores irreparables. El paisaje blanco estaba desfigurado por una infinidad de rocas, todas coronadas de nieve: un mosaico en el que a duras penas se distinguía algo por la noche: a veces daba la impresión de que avanzaban laboriosamente bajo tierra, otras parecía que flotaban a cinco metros por encima de un mundo blanco, o que conducían un coche fúnebre sobre el cuerpo de los fallecidos. Las viudas Nadia y Maya en la parte de atrás. Y ahora sabía que también Peter estaba muerto.
Dos veces oyó a Frank llamándola por el intercomunicador, una vez le pedía que volviera y lo ayudase; la otra le gritaba: «¡Vete, idiota, vete!».
Maya lo sobrellevaba bien. Era fuerte a pesar de su voluble estado de ánimo. Nadia, que para Ann era la mujer fuerte del grupo, estaba callada casi todo el tiempo. Sax miraba la pantalla y trabajaba. Michel intentó conversar varias veces, y finalmente se rindió cuando vio que nadie le hacía caso. Simón, como de costumbre, miraba con ansiedad a Ann, con una grave preocupación; ella no lo soportaba y evitaba mirarlo. El pobre Kasei tenía que sentirse como si estuviera encerrado en una institución para ancianos locos, la idea era casi divertida, si no fuera porque de algún modo parecía desanimado, ella no sabía por qué, quizá por la pérdida, quizá por la creciente certeza de que no sobrevivirían; tal vez sólo fuera hambre, no había manera de saberlo.
La nieve llenaba las noches con una pulsación blanca. Después de un tiempo se derretiría, abriría nuevos cauces, y se llevaría a Marte para siempre. Marte había desaparecido. Michel se sentaba junto a Ann durante el segundo turno de la noche buscando señales de la ruta perdida.
—¿Nos hemos extraviado? —le preguntó Maya una vez, justo antes del alba.
—No, en absoluto. Es sólo que… estamos dejando huellas en la nieve. No sé cuánto van a durar, o si son muy visibles, pero sí… Bueno, por si acaso duran, quiero que abandonemos el coche y hagamos a pie la última parte del camino. Y antes quiero estar seguro de dónde estamos. Hay piedras y dólmenes que nos ayudarían, pero primero tenemos que verlos. Se recortarán en el horizonte; son piedras o columnas un poco más altas.
—Será más fácil localizarlas de día —dijo Simón.
—Cierto. Echaremos un vistazo mañana, y con eso bastará… estaremos en la zona apropiada. Fueron pensadas para ayudar a gente perdida como nosotros. Estaremos bien.
Con la excepción de que sus amigos habían muerto. Su único hijo había muerto. Y su mundo había desaparecido para siempre, tumbada al amanecer junto a las ventanas, Ann intentó imaginarse la vida en el refugio escondido. Bajo tierra durante años y años. No podría hacerlo.
¡Vete, idiota, vete! ¡Maldita seas!
Al alba Kasei soltó un ronco grito de triunfo: en el horizonte septentrional había un trío de piedras erguidas. Un dintel que unía dos columnas, como si un único fragmento de Stonehenge hubiera volado hasta allí. El hogar estaba cerca, dijo Kasei.
Pero primero esperarían a que pasara el día. Michel era cada vez más cauto para evitar la vigilancia de los satélites y quería proseguir de noche. Se acomodaron para dormir un poco.
Ann no pudo dormir. Se sentía fortalecida por una nueva determinación. Cuando los demás cayeron rendidos, Michel roncando felizmente, dormidos todos por primera vez en casi cincuenta horas, se metió en el traje y entró sigilosamente en la antecámara. Miró atrás y los observó: un grupo hambriento y andrajoso. La mano tullida de Nadia asomaba a un lado. Hizo algunos ruidos inevitables al salir de la antecámara, pero todos estaban acostumbrados a dormir en medio de los zumbidos y clics del sistema de soporte vital. Salió sin despertar a nadie.
El frío básico del planeta. Tembló, y se dirigió al oeste, caminando sobre las huellas del rover para que no pudieran seguirla. El sol atravesaba la bruma. La nieve caía de nuevo, teñida de rosa por los rayos del sol. Caminó trabajosamente hasta llegar a una empinada ladera libre de nieve. Hacía mucho frío, y la nieve caía en copos diminutos, probablemente porque los cristales se habían acumulado sobre granos de arena. En la cima de la pequeña colina había una roca baja y ancha. Se sentó al abrigo del viento. Apagó la unidad de calefacción del traje, y cubrió la luz de alarma del ordenador con un poco de nieve.
El frío se agudizó rápidamente. El cielo ahora era de un gris opaco, teñido débilmente de rosa. Los copos se le posaban sobre el visor del casco.
Había dejado de temblar y empezaba a sentir un frío agradable, cuando una bota le pateó con fuerza el casco y sintió que la obligaban a ponerse de rodillas; le zumbaba la cabeza. Una figura enfundada en un traje golpeó violentamente su visor contra el de ella. Luego unas manos como tenazas la agarraron por los hombros y la devolvieron al suelo.
—¡Eh! —gritó Ann con voz débil.
La aferraron por los hombros, la levantaron a la fuerza, le retorcieron hacia atrás el brazo izquierdo, y la obligaron a avanzar. Sintió que la estructura de diamante del traje le calentaba de nuevo la piel. Cada pocos pasos recibía un golpe en el casco.
La figura la llevó directamente al rover, lo que la sorprendió. La empujó a la antecámara y gateó detrás de Ann, cerró y presurizó la cámara y le arrancó el casco y luego se quitó el suyo, y ella vio sorprendida que era Simón, la cara roja; le gritaba, golpeándola todavía, el rostro empapado en lágrimas… Simón, el hombre tranquilo, que ahora le gritaba: —¿Por qué? ¿Por qué? ¡Maldita seas, siempre haces lo mismo, siempre eres tú, tú, tú, aislada en tu mundo, eres tan egoísta.…!—. La voz se elevó hasta convertirse en un gritó de dolor… Simón que jamás decía nada, que nunca alzaba la voz, ahora la golpeaba y le gritaba a la cara, escupiendo literalmente, jadeando; y de repente Ann se sintió furiosa.