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¿Por qué no antes, por qué no cuando ella lo había necesitado? ¿Por qué había hecho falta esto para que él despertase? Lo golpeó en medio del pecho con fuerza y él se tambaleó.

—¡Déjame en paz! —le gritó—. ¡Déjame en paz! —Y entonces la angustia la recorrió con un temblor, el gélido estremecimiento de la muerte marciana.— ¿Por qué no me dejaste en paz?

Simón recuperó el equilibrio, se abalanzó hacia ella y la agarró por los hombros, y la sacudió. Ella nunca había advertido que él tuviera manos tan fuertes.

—Porque —gritó Simón, e hizo una pausa para humedecerse los labios y recuperar el aliento-…porque… —Y los ojos se le desorbitaron y el rostro se le ensombreció aún más, como si mil frases se le hubieran atragantado a la vez, y entonces el manso Simón rugió, y la sacudió, y gritó:— ¡Porque no! ¡Porque no! ¡Porque no!

Nevaba. Aunque era temprano por la mañana, apenas había luz. El viento barría a través del caos y arrastraba la cellisca sobre la tierra quebrada. Rocas tan grandes como manzanas de ciudad yacían amontonadas unas junto a otras, y el paisaje se fragmentaba en un millón de pequeños riscos, hondonadas, mesas, picos, crestas… también había unas extrañas barras, torres y piedras que sólo el kami mantenía en equilibrio. Todas las piedras oblicuas o verticales en ese terreno caótico eran todavía oscuras, mientras que las zonas más llanas ya habían sido cubiertas de blanco por la nieve. Las olas y los velos de nieve pasaban veloces y borraban todas las formas.

Entonces dejó de nevar. El viento amainó. Los negros verticales y los blancos horizontales daban al mundo un aspecto desconocido. En el día encapotado no había sombras, y el paisaje brillaba como si la luz se derramara a través de la nieve hasta las nubes bajas y crepusculares. Todo era aguzado y nítido, como cristal tallado.

En el horizonte asomaron unas figuras en movimiento. Aparecieron una a una, hasta que hubo siete en una fila irregular. Avanzaban despacio, los hombros encorvados, los cascos inclinados hacia adelante. Se movían como si fueran sin rumbo. Las dos de vanguardia alzaban la cabeza de vez en cuando, pero no se detenían ni hacían señas indicando el camino.

Las nubes occidentales centellearon como el nácar; única señal en ese día opaco de que el sol empezaba a bajar. Las figuras subieron por una larga loma que emergía del destrozado paisaje.

Tardaron bastante en trepar a la loma. Al fin llegaron a un montículo pedregoso al borde de la cima. Una gran roca de se alzaba allí en el aire sobre seis delgadas columnas de piedra.

Las siete figuras se aproximaron a este megalito. Se detuvieron y lo contemplaron un rato bajo las oscuras y moradas nubes. Luego avanzaron entre las columnas y se colocaron bajo la gran piedra, que se levantaba muy por encima de ellos como un enorme techo. El suelo circular era de piedra tallada y pulida.

Una de las figuras caminó hasta la columna más alejada y la tocó con un dedo. Los otros observaron el caos nevado e inmóvil. Una puerta trampa se deslizó en el suelo y descubrió una abertura. Las figuras se acercaron y una a una bajaron al interior de la loma.

Cuando desaparecieron, los seis delgados pilares comenzaron a hundirse, y el gran dolmen que sostenían en alto descendió sobre ellos. Al fin las columnas desaparecieron y la gran roca descansó sobre la loma como una vasta superficie de piedra. Detrás de las nubes el sol se había puesto, y la luz se desvaneció en la tierra vacía.

Fue Maya quien los obligó a seguir, Maya quien los empujó hacia el sur. El refugio bajo el dolmen sólo era una serie de pequeñas cavernas con alimentos y reservas de gases, aunque por lo demás vacías. Tras unos pocos días que dedicaron a dormir y comer, Maya empezó a quejarse. No era manera de vivir, dijo, sólo una especie de muerte en vida; ¿dónde estaban todos los demás? ¿Dónde estaba Hiroko? Michel y Kasei volvieron a explicarle que la colonia oculta estaba en el sur, que hacia tiempo que se habían mudado allí. Muy bien, dijo Maya, entonces también nosotros iremos al sur. Había otros rovers-roca en el garaje del refugio, viajarían de noche, dijo, y fuera de los cartones estarían a salvo. Además, el refugio ya no era autónomo; las provisiones se agotarían, y tarde o temprano tendrían que irse. Mejor hacerlo bajo la cobertura de la tormenta de polvo. Mejor irse ya.

Así que puso a todos en movimiento. Cargaron dos coches y de nuevo partieron hacia el sur a través de las grandes y onduladas planicies de Margaritifer Sinus. Libres de las restricciones de Marineris, avanzaron cientos de kilómetros cada noche y durmieron de día, y en un viaje casi silencioso de varias jornadas pasaron entre Argyre y Hellas, a través de la interminable zona de cráteres de las tierras altas del sur. Empezó a parecer que nunca habían hecho otra cosa que conducir esos pequeños vehículos, que el viaje duraría para siempre.

Pero una noche entraron en el terreno estratificado de la región Polar, y cerca del amanecer el horizonte brilló, y luego fue una estrecha franja blanca que se ensanchó y convirtió en un acantilado blanco. El casquete polar sur, evidentemente. Michel y Kasei ocuparon los dos asientos del conductor y conferenciaron en voz baja. Avanzaron hasta que alcanzaron el acantilado blanco y continuaron sobre la costra de arena congelada bajo la mole de hielo. El acantilado era un enorme saliente, como una ola detenida en el momento de romper contra la playa. Había un túnel excavado en el hielo de la base, y de él salió una figura que guió los rovers hacia el interior.

El túnel los condujo a través del hielo al menos por un kilómetro; parecía bajo de techo y bastante ancho como para dos o tres rovers. El hielo estratificado de alrededor era de un blanco inmaculado. Pasaron por dos antecámaras, y en la tercera Michel y Kasei detuvieron los rovers, abrieron las antecámaras y salieron. Maya, Nadia, Sax, Simon y Ann bajaron detrás. Cruzaron la puerta de una antecámara y marcharon en silencio hasta que llegaron a la salida del túnel y todos se detuvieron, paralizados.

Arriba había una enorme cúpula de centelleante hielo blanco; era como si estuvieran debajo de un gigantesco ateneo invertido: la cúpula tenía varios kilómetros de diámetro y por lo menos un kilómetro de altura, quizá más; se dilataba bruscamente en la periferia y luego se curvaba en el centro. La luz era difusa como en un día nublado, y parecía venir de la misma cúpula, blanca y refulgente.

El suelo era de arena rojiza ligeramente apisonada, herbosa en las hondonadas, con bosques de pinos y bambúes. A la derecha había algunas lomas, y en esas pequeñas colinas había un pueblito, con casas de una y dos plantas pintadas de blanco y azul, entremezcladas con grandes árboles que albergaban cuartos de bambú y escaleras.

Michel y Kasei avanzaban hacia ese pueblo, y la mujer que había guiado los coches a la antecámara del túnel corría delante, gritando: —¡Han llegado! ¡Han llegado!—. Bajo el extremo lejano de la cúpula había un lago cubierto por una tenue capa de vapor, surcado por olas que rompían en la orilla cercana. Del otro lado se alzaba la masa azul de un Rickover que se reflejaba sobre el agua blanca. Ráfagas de frío y viento húmedo les mordisqueaban las orejas.

Michel regresó y puso en movimiento a sus amigos, estaban de pie como estatuas.