Así que flotaban en un espacio estable, mientras el techo curvo del tanque giraba sobre ellos a las habituales cuatro r/m. Era una vista peculiar, que junto con la ingravidez hizo que algunos parecieran inquietos, a punto de marearse. Esos desafortunados se congregaron en el extremo del refugio donde estaban los lavabos, y para ayudarlos visualmente todo el mundo apoyó los pies en el suelo. Por lo tanto, la radiación subía a través de sus pies, en su mayoría rayos gamma que se propagaban a través de los metales pesados. Maya sintió el impulso de mantener las rodillas juntas. La gente notaba; algunos se ponían zapatillas de velero para andar por el suelo. Hablaban en voz baja, encontrando de manera instintiva a sus vecinos, sus compañeros de trabajo, sus amigos. Las conversaciones eran apagadas, como si en medio de una fiesta alguien hubiera dicho que los canapés estaban en mal estado.
John Boone se abrió camino a toda prisa hasta los terminales de la computadora en el extremo de proa de la sala, donde Arkadi y Alex controlaban la nave. Tecleó un comando y los datos de radiación exterior aparecieron de pronto en la pantalla grande.
—Veamos cuánta radiación está golpeando la nave —dijo alegremente. Gemidos.
—¿Es necesario? —preguntó Úrsula.
—Más nos valdría saberlo —dijo John—. Y quiero ver cómo funciona este refugio. El del Águila Roja no era más resistente que un babero de dentista.
Maya sonrió. Era un recordatorio, raro en John, de que él había estado expuesto a mucha más radiación que cualquiera de ellos: unos 160 rem, tal como en ese momento explicaba a alguien. En la Tierra uno recibía una quinta parte de un roentgen equivalent man por año, y orbitando alrededor de la Tierra, aun con la protección de la magnetosfera, se absorbían alrededor de treinta y cinco por año. Por lo tanto, John había recibido un montón de calor, y de algún modo eso le daba derecho a examinar los datos exteriores si así lo quería.
Aquellos que estuvieron interesados —unas sesenta personas— se amontonaron detrás para observar la pantalla. El resto se distribuyó en el otro extremo del tanque junto con la gente mareada, un grupo que definitivamente no quería saber cuánta radiación estaba recibiendo. Sólo pensarlo bastaba para que algunos corrieran al retrete.
De pronto la fuerza de la deflagración golpeó la nave. El contador de radiación exterior saltó muy por encima del nivel habitual del viento solar, y luego subió vertiginosamente. Varios observadores soltaron un silbido de asombro, y hubo algunas exclamaciones de sobresalto.
—Pero miren cuánta está frenando el refugio —dijo John, comprobando el dosímetro prendido a su camisa—. ¡Yo sigo sólo en punto tres rem!
Eso era varias vidas bajo los rayos X del dentista, desde luego, pero la radiación fuera del refugio ya había alcanzado los 70 rem, y pronto alcanzaría una dosis letal. Pensaron en la cantidad que debía de estar golpeando el resto de la nave. Miles de millones de partículas atravesaban las paredes y colisionaban con los átomos de agua y de metal; cientos de millones volaban entre esos átomos y luego a través de los átomos de los cuerpos humanos, sin tocar nada, como si no fueran más que fantasmas. Sin embargo, miles golpeaban átomos de carne y de hueso. La mayoría de esas colisiones eran inofensivas… pero, en todos esos miles, con toda probabilidad había una o dos (¿o tres?) en las que una cadena de cromosomas recibía un impacto, y se enroscaba del modo erróneo: y ahí estaba. Inicio de tumor, que comenzaba sólo con ese error tipográfico en el libro de uno mismo. Y años más tarde, a menos que el ADN de la víctima hubiera tenido la suerte de repararse, el crecimiento del tumor, que era una parte más o menos inevitable de la vida, tendría su efecto, y aparecería dentro el florecimiento de otra cosa: cáncer, leucemia, quizá, y muerte, tarde o temprano.
De modo que era difícil no observar las cifras con desconsuelo.
1,4658 rem, 1,7861, 1,9004.
—Es como un odómetro —dijo Boone con calma mientras miraba su dosímetro. Estaba agarrado a una barandilla y se impulsaba hacia adelante y hacia atrás, como si estuviera haciendo ejercicios isométricos.
Frank lo vio y preguntó:
—John, ¿qué demonios haces?
—Esquivando —repuso John. Sonrió ante el ceño fruncido de Frank—. Ya sabes… ¡un blanco móvil!
La gente se rió. Con el alcance del peligro proyectado con precisión en pantallas y gráficos, empezaban a sentirse menos desvalidos. Era ilógico, pero ponerle un nombre a las cosas era el poder que convertía a todo humano en una especie de científico. Y éstos eran científicos de profesión, y había también muchos astronautas entre ellos, entrenados para aceptar la posibilidad de semejante tormenta. Todos esos hábitos mentales empezaron a canalizarse en pensamientos, y el impacto del accidente disminuyó. Estaban llegando a un acuerdo con él.
Arkadi fue hasta un terminal y solicitó la Sinfonía Pastoral de Beethoven, poniéndola en el tercer movimiento, cuando el baile aldeano es interrumpido por la tormenta. Subió el volumen, y todos flotaron juntos en el largo semicilindro, escuchando la feroz tormenta de Beethoven, que de pronto pareció enunciar a la perfección los latigazos del viento silencioso que caía sobre ellos. ¡Sonaba igual que la sinfonía! Instrumentos de cuerda y de viento aullando en ráfagas salvajes, fuera de control y sin embargo hermosamente melódicos al mismo tiempo… un escalofrío recorrió la espina dorsal de Maya. Nunca antes la había escuchado con tanta atención, y observó admirada (y con un poco de miedo) a Arkadi, que sonreía extasiado bajo los efectos de su inspirada elección, y bailaba como si fuera una especie de nudo de lana rojo al viento. Cuando la tormenta de la sinfonía alcanzó su punto máximo, fue difícil creer que el contador de radiación no siguiera subiendo; y cuando la tormenta musical amainó, pareció que el viento de partículas también había cesado. El trueno murmuró, las últimas ráfagas sisearon. El como francés entonó la serena señal de que había pasado el peligro.
La gente empezó a hablar de otras cosas, discutiendo los diversos asuntos del día que con tanta brusquedad se habían visto interrumpidos, o aprovechó la oportunidad para hablar de otras cosas. Después de media hora o más, una de esas conversaciones se hizo más estridente. Maya no oyó cómo empezó, pero de pronto Arkadi dijo, muy alto y en inglés:
—¡No hay por qué tener en cuenta esos planes terranos!
Las otras conversaciones murieron, y la gente se volvió hacia Arkadi. Se había elevado de un salto y flotaba bajo el techo rotatorio de la cámara, desde donde podía contemplarlos a todos y hablar como un espíritu volador y loco.
—Creo que deberíamos hacer nuevos planes —dijo—. Creo que ya deberíamos estar haciéndolos. Habría que rediseñarlo todo desde el principio. Debería extenderse a todas partes, incluso a los primeros refugios.
—¿Por qué molestarse? —preguntó Maya, molesta por una actuación que parecía destinada a impresionarlos—. Son buenos diseños. Era irritante; Arkadi a menudo se ponía en la palestra, y la gente siempre la culpaba a ella, como si debiera evitar que los importunara.
—Los edificios son el modelo de una sociedad —dijo Arkadi.
—Son alojamientos —indicó Sax Russell.
—Pero los alojamientos reflejan la organización social. —Arkadi miró en torno, atrayendo a la gente a la discusión—. La distribución de un edificio muestra lo que el diseñador considera que debería suceder dentro. Lo vimos al principio del viaje, cuando los rusos y los norteamericanos fuimos segregados a los Toros D y B. Se suponía que teníamos que seguir siendo dos entidades distintas. Ocurrirá lo mismo en Marte. Los edificios expresan valores, tienen una especie de gramática, y las habitaciones son las oraciones. No quiero que gente en Washington y en Moscú me diga cómo tengo que vivir mi vida, ya estoy harto.