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Unos vítores salvajes saludaron ese anuncio.

—Demonios —dijo John—, yo soy de Minnesota y tuve que mentir.

Más vítores. Maya notó que Frank estaba rojo de risa, sin poder hablar, las manos agarrándose el estómago, sacudiendo la cabeza, riendo, incapaz de detenerse. Nunca lo había visto reír de ese modo.

—El test te obligó a mentir —dijo Sax.

—¿Qué, tú no lo hiciste? —preguntó Arkadi—. ¿Es que acaso tú no mentiste también?

—Bueno, no —repuso Sax, parpadeando, como si nunca antes se le hubiera ocurrido pensarlo—. Dije la verdad en cada una de las preguntas.

Se rieron aún más estrepitosamente. Sax se mostró sorprendido, pero eso hizo que pareciera más divertido aún. Alguien gritó:

—¿Qué dices tú, Michel? ¿Cómo respondiste? Michel Duval alargó las manos.

—Puede que estéis subestimando la sofisticación del CRPMM. Hay preguntas que comprueban si estás siendo sincero.

Esa declaración lanzó una lluvia de interrogantes, una inquisición metodológica. ¿Qué controles había? ¿Cómo se falsificaba una hipótesis?

¿Cómo se eliminaban las explicaciones alternativas? ¿Cómo podían afirmar ser científicos en cualquier acepción de la palabra? Por supuesto, muchos de ellos consideraban la psicología como una pseudociencia, y muchos estaban bastante resentidos por los aros que habían tenido que atravesar para subir a bordo. Los años de competencia se habían cobrado su precio. Y el descubrimiento de ese sentimiento compartido encendió una veintena de animadas conversaciones. La tensión levantada por la cháchara política de Arkadi desapareció.

Tal vez, pensó Maya, Arkadi había cambiado de sitio la carga explosiva. Si así era, lo había hecho con mucha inteligencia, pero Arkadi era un hombre inteligente. Repasó la escena. En realidad, había sido John Boone quien había cambiado el tema. En verdad había volado hasta el techo al rescate de Arkadi, y éste había aprovechado la oportunidad. Los dos eran inteligentes. Y parecía posible que estuvieran en una especie de connivencia, quizá construyendo mandos alternativos, uno norteamericano y el otro ruso. Habría que examinar el caso más de cerca.

—¿Crees que es una mala señal que todos nos consideremos tan mentirosos? —le preguntó a Michel. Éste se encogió de hombros.

—Ha sido saludable discutirlo. Ahora nos damos cuenta de que somos más parecidos de lo que creíamos. Nadie debe sentir que fue excepcionalmente deshonesto para subir a bordo.

—¿Y tú? —preguntó Arkadi—. ¿Te presentaste a ti mismo como un psicólogo perfectamente racional y equilibrado, ocultando la mente extraña que hemos llegado a conocer y querer?

Michel esbozó una ligera sonrisa.

—Tú eres el experto en mentes extrañas, Arkadi.

En ese momento, los pocos que aún observaban las pantallas les llamaron la atención. El recuento de radiación había empezado a descender. Después de un rato fue bajando hasta un poco por encima del nivel normal.

Alguien volvió a poner la Pastoral en el momento en que sonaba el corno. El último movimiento de la sinfonía, «Sentimientos de alegría y agradecimiento después de la tormenta», se derramó por el sistema de altavoces, y mientras abandonaban el refugio y se dispersaban por la nave como semillas de diente de león en la brisa, la hermosa y vieja melodía se difundió por todo el Ares. Mientras, descubrieron que los reforzados sistemas de la nave habían sobrevivido intactos. Las gruesas paredes de la granja y del bosque bioma habían proporcionado a las plantas una cierta protección, y aunque algunas morirían y se perdería toda una cosecha, las reservas de semillas no estaban dañadas. Tampoco podrían comerse a los animales, pero probablemente éstos darían a luz una nueva generación. Las únicas bajas fueron algunos pájaros cantores que no lograron capturar en el comedor del Toro D; encontraron un puñado de ellos muertos en el suelo.

En cuanto a la tripulación, la protección del refugio los había resguardado de todo menos de unos 6 rem. Eso era grave para sólo tres horas, pero podría haber sido peor. El exterior de la nave había recibido más de 140 rem, una dosis letal.

Seis meses dentro de un hotel, y nunca podían pasear por el exterior. Dentro estaban a finales del verano, y los días eran largos. El verde dominaba las paredes y los techos, y la gente caminaba descalza. Las conversaciones en voz baja eran casi inaudibles entre el zumbido de la maquinaria y la respiración sibilante de los ventiladores. De algún modo, la nave parecía vacía, secciones enteras fueron abandonadas mientras la tripulación se preparaba para la espera. Pequeños grupos de gente se sentaban en las salas de los toros B y D y charlaban. Algunos interrumpían sus conversaciones cuando pasaba Maya, algo que la irritaba profundamente. Estaba teniendo problemas para dormir, problemas para despertar. El trabajo la desasosegaba; después de todo, los ingenieros sólo estaban esperando, y las simulaciones se habían vuelto casi intolerables. Tenía problemas para medir el paso del tiempo. Tropezaba más de lo acostumbrado. Había ido a ver a Vlad, y él le recomendó una sobrehidratación, más carreras, más natación. Hiroko le dijo que dedicara más tiempo a la granja. Lo intentó, y pasó horas escardando, cosechando, podando, fertilizando, regando, hablando, sentada en un banco, mirando las hojas. Evadiéndose. Las cámaras de la granja eran muy grandes y unos relucientes flejes dorados revestían las bóvedas. Los diferentes niveles estaban atestados de plantas, muchas de ellas nuevas a causa de la tormenta. No había suficiente espacio para alimentar a la tripulación con productos de la granja, pero Hiroko luchaba contra eso, conviniendo salas de almacenaje a medida que iban vaciándose. Cepas enanas de trigo, arroz, soja y cebada crecían en bandejas apiladas; por encima de las bandejas colgaban hileras de verduras hidropónicas, y enormes tinajas transparentes con algas verdes y amarillas, que ayudaban a regular el intercambio gaseoso.

Algunos días Maya no hacía nada salvo observar al equipo que trabajaba en la granja, Hiroko y su asistente Iwao siempre enredados en el proyecto sin fin de maximizar el cierre del sistema biológico, y tenían allí toda una dotación trabajando: Raúl, Rya, Gene, Eugenia, Andrea, Roger, Ellen, Bob y Tasha. El éxito en el intento se medía en valores K, representando K el cierre mismo. Así pues, para cada sustancia que reciclaban:

K = I — e/E

donde E era la proporción de consumo del sistema, e el porcentaje (incompleto) de cierre, era una constante para la que Hiroko, al principio de su carrera, había establecido un valor exacto. El objetivo, K — I — 1, era inalcanzable, pero abordarlo asintóticamente era el juego favorito de los biólogos de la granja, y más que eso, era crítico para una eventual existencia en Marte. De modo que las discusiones podían durar días enteros, complicándose hasta llegar a complejidades que nadie entendía. En esencia, el equipo de la granja ya estaba dedicado a su trabajo real, algo que Maya envidiaba. ¡Estaba tan harta de las simulaciones!

Hiroko era un enigma para Maya. Reservada y seria, parecía absorta en el trabajo, y su equipo siempre estaba alrededor, como si ella fuera la reina de un dominio que no tenía relación con el resto de la nave. A Maya eso no le gustaba, pero no podía intervenir. Y algo en la actitud de Hiroko conseguía que no fuera tan amenazador; sólo era un hecho, la granja era un lugar aparte, su equipo una sociedad aparte. Y era posible que Maya, de algún modo, pudiera usarlos para contrarrestar la influencia de Arkadi y John; así que no se preocupó por ese reino separado. En realidad veía a Hiroko más que antes. A veces subía con ellos hasta el eje central al final de una sesión de trabajo, a practicar un juego que se habían inventado, llamado salto por el túnel. Había un tubo que bajaba por el eje central donde todas las junturas entre los cilindros habían sido ensanchadas, convirtiéndolo en un tubo liso y único. Había barandillas para facilitar un movimiento rápido en ambas direcciones, pero en el juego los saltadores se paraban en la compuerta del refugio para tormentas y trataban de saltar tubo arriba hasta la compuerta de la cúpula burbuja, a quinientos metros de distancia, sin chocar contra las paredes o las barandillas. Las fuerzas cinéticas de Coriolis hacían que esto fuera efectivamente imposible, y por lo general quien volaba hasta la mitad ganaba el juego. Pero un día Hiroko pasó por allí de camino a examinar un cultivo experimental en la cúpula burbuja, y después de saludarlos se agachó en la compuerta del refugio y saltó, recorrió flotando lentamente toda la extensión del túnel, rotando mientras volaba, y al fin se posó en la compuerta de la cúpula burbuja extendiendo una mano.