Los jugadores miraron túnel arriba en medio de un silencio estupefacto.
—¡Eh! —le gritó Rya a Hiroko—. ¿Cómo lo has hecho?
—¿Hacer qué?
Le explicaron el juego. Ella sonrió, y Maya de pronto tuvo la certeza de que ya conocía las reglas.
—Así que, ¿cómo lo has hecho? —repitió Rya.
—¡Saltas en línea recta! —explicó Hiroko, y desapareció en la cúpula burbuja.
Aquella noche, en la cena, la historia se divulgó. Frank le dijo a Hiroko:
—Quizá sólo tuviste suerte. Hiroko sonrió.
—Quizá tú y yo deberíamos sumar veinte saltos y ver quién gana.
—Me parece bien.
—¿Qué apostamos?
—Dinero, por supuesto. Hiroko sacudió la cabeza.
—¿De verdad crees que el dinero sigue importando?
Unos días después, Maya flotaba bajo la curva de la cúpula burbuja con Frank y John, mirando a Marte, que ahora era una estera convexa del tamaño de una moneda de diez centavos.
—Hay muchas discusiones últimamente —dijo John como sin darle importancia—. Oí que Alex y Mary hasta llegaron a las manos. Michel dice que era de esperar, pero aun así…
—Quizá trajimos demasiados líderes —dijo Maya.
—Quizá tú debiste ser la única —se mofó Frank.
—¿Demasiados jefes? —aventuró John. Frank sacudió la cabeza.
—No es eso.
—¿No? Hay un montón de estrellas a bordo.
—El impulso por sobresalir y el impulso de liderar no son lo mismo. A veces creo que quizá sean opuestos.
—Es usted quien dictamina, capitán. —John respondió con una sonrisa a la expresión ceñuda de Frank.
Era la única persona relajada que había en la nave, pensó Maya.
—Los psiquiatras previeron el problema —continuó Frank—. Era bastante obvio incluso para ellos. Emplearon la solución Harvard.
—La solución Harvard —repitió John, saboreando la frase.
—Hace mucho, los administradores de Harvard se dieron cuenta de que si aceptaban a estudiantes de bachillerato sobresalientes, y luego divulgaban esas notas entre los estudiantes de primer año, un alarmante número de ellos se sentían desdichados y deficientes y ensuciaban el patio volándose los sesos.
—Eso les parecía intolerable —comentó John. Maya puso los ojos en blanco.
—Los dos estudiaron en una escuela de artes y oficios, ¿no?
—Descubrieron que el truco para evitar esa situación engorrosa era aceptar a un cierto porcentaje de estudiantes que estuvieran acostumbrados a recibir notas mediocres, pero que se hubieran distinguido de algún otro modo…
—Como tener la insolencia de solicitar el ingreso en Harvard con notas mediocres…
—…acostumbrados a estar en la parte baja de la curva de notas y contentos sólo con haber entrado en Harvard.
—¿Cómo te enteraste? —preguntó Maya.
Frank sonrió.
—Yo fui uno de ellos.
—No tenemos mediocridades en esta nave —dijo John. Frank parecía dudarlo.
—Tenemos un montón de científicos inteligentes que no tienen ningún interés en dirigir las cosas. Muchos de ellos lo consideran aburrido. Ya sabes, burocracia. Les encanta delegarlo en personas como nosotros.
—Machos beta —dijo John, burlándose de Frank y de su interés por la sociobiología—. Ovejas brillantes.
El modo en que se burlaban el uno del otro…
—Estás equivocado —le dijo Maya a Frank.
—Tal vez sí. En cualquier caso, son el órgano político. Por lo menos tienen el poder de seguir a alguien. —Lo dijo como si la idea lo deprimiera.
John, que debía presentarse a un relevo en el puente, se despidió y se fue.
Frank se acercó flotando a Maya, y ella se movió nerviosa. Nunca habían tenido la oportunidad de hablar de su breve relación, ni siquiera de forma indirecta. Había pensado en lo que diría si alguna vez la oportunidad se presentaba: diría que esporádicamente se lo pasaba bien con hombres agradables. Que lo había hecho siempre en el impulso del momento.
Pero él se limitó a señalar el punto rojo en el cielo.
—Me pregunto por qué vamos.
Maya se encogió de hombros. Con toda probabilidad no quería decir vamos, sino voy.
—Todo el mundo tiene sus motivos —dijo. Él la miró.
—Eso es muy cierto.
Ella no tuvo en cuenta el tono de su voz.
—Quizá son nuestros genes —dijo—. Quizá se dieron cuenta de que las cosas iban mal en la Tierra. Sintieron un incremento en la velocidad de mutación, o algo por el estilo.
—Así que se pusieron en camino hacia un nuevo comienzo.
—Sí.
—La teoría del gen egoísta. La inteligencia sólo es una herramienta para ayudar a la reproducción.
—Supongo.
—Pero este viaje pone en peligro la reproducción —dijo Frank—. No es seguro ahí afuera.
—Pero tampoco es seguro en la Tierra. Residuos tóxicos, radiación, otras gentes…
Frank sacudió la cabeza.
—No. No creo que el egoísmo esté en los genes. Creo que está en otro lugar. —Adelantó el dedo índice y la tocó entre los pechos, un golpe firme en el esternón, que lo hizo descender de vuelta al suelo. Sin dejar de mirarla, él se tocó en el mismo sitio.— Buenas noches, Maya.
Una o dos semanas más tarde, Maya estaba en la granja recogiendo repollos, caminando por un pasillo entre largas bandejas. Tenía la sala para ella sola. Los repollos parecían hileras de cerebros, con pensamientos que palpitaban a la brillante luz de la tarde.
Entonces advirtió un movimiento y miró a un lado. En el otro extremo de la sala, a través de una tinaja de algas, asomó un rostro. El vidrio de la tinaja distorsionaba la imagen: era la cara de un hombre de piel cobriza. El hombre miraba a un costado y no la vio. Parecía que estaba hablando con alguien que ella no podía ver. Cambió de posición, y la imagen aclaró, ampliada en el centro de la tinaja. Maya comprendió por qué observaba con tanta atención, por qué tenía encogido el estómago: nunca antes lo había visto.
El hombre se volvió y la miró. Los ojos de ambos se encontraron a través de dos curvas de vidrio. Era un desconocido de rostro delgado y ojos grandes.
Desapareció como una rápida mancha marrón. Durante un segundo Maya titubeó; luego se obligó a atravesar a la carrera toda la sala y a subir los dos codos de la juntura hasta el cilindro próximo. Estaba vacío. Atravesó tres cilindros más antes de detenerse. Entonces se quedó quieta, mirando las tomateras, con la respiración irritándole la garganta. Sudaba pero tenía frío. Un desconocido. Era imposible. ¡Pero lo había visto! Se concentró en el recuerdo, trató de ver de nuevo la cara. Quizá había sido… pero no. No era ninguno de los cien, estaba segura. El reconocimiento facial era una de las mayores capacidades de la mente, de una asombrosa precisión. Y él había huido al verla.