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Chalmers así se lo dijo al público, y éste mostró su acuerdo con entusiasmo. En apariencia dominaba a la multitud, almas inconstantes que eran, casi con la misma seguridad que John. Chalmers, corpulento y sombrío, sabía que contrastaba bastante con el seductor aspecto rubio de John; pero también sabía que tenía su propio carisma hosco, y a medida que entraba en calor recurrió a él, con una selección de sus propias frases hechas.

Entonces un rayo de luz atravesó las nubes y cayó sobre los rostros alzados de la multitud, y Chalmers sintió una punzada en el estómago.

¡Había tanta gente allí, tantos extraños! Una multitud aterradora: esos ojos de cerámica húmeda, encerrados en glóbulos de color rosa, todos clavados en él… casi fue demasiado. Cinco mil individuos en una sola ciudad. Después de los años pasados en la Colina Subterránea era difícil acostumbrarse.

Estúpidamente intentó decir algo de lo que sentía.

—Mirando —dijo—, mirando alrededor… la extrañeza de nuestra presencia aquí es… se ve acentuada.

Estaba perdiendo a la multitud. ¿Cómo expresarlo? ¿Cómo decir que sólo ellos en todo ese mundo rocoso, con caras que brillaban como lámparas de papel a la luz, estaban vivos? ¿Cómo decir que incluso si las criaturas no fueran más que portadoras de genes despiadados, eso todavía era, de algún modo, mejor que la nada del mineral vacío o cualquier otra cosa?

Por supuesto, jamás podría expresarlo. Al menos no en un discurso. Así que se serenó.

—En la desolación de Marte —prosiguió— la presencia humana es, bueno, algo extraordinario. —Se preocuparían por los demás como nunca antes lo habían hecho, repitió con sarcasmo una voz dentro de su cabeza—. Marte, por sí mismo, es una pesadilla gélida y muerta —por lo tanto exótica y sublime— y, abandonados a nosotros mismos, descubrimos la necesidad de… reorganizarnos —o de fundar un nuevo orden social. ¡De modo que sí, sí, sí, se encontró proclamando exactamente las mismas mentiras que acababan de oír de John!

Por tanto, al final del discurso también él recibió una salva de aplausos. Irritado, anunció que era hora de comer, privando a Maya de la oportunidad de decir algo nuevo. Aunque era probable que ella no se hubiera molestado en preparar una réplica. Sabía que a Frank Chalmers le gustaba tener la última palabra.

La gente se apiñó en la plataforma para mezclarse con las celebridades. Ya era raro reunir a tantos de los primeros cien en un solo lugar, y las personas se arracimaban en torno a John y Maya, Samantha Hoyle, Sax Russell y Chalmers.

Frank miró por encima del gentío a John y Maya. No reconoció al grupo de terranos de alrededor, lo que despenó su curiosidad. Avanzó por la plataforma, y al acercarse vio que Maya y John intercambiaban una mirada.

—No hay ninguna razón por la que en este sitio no pueda regir la ley normal —decía uno de los terranos.

—¿De verdad el Monte Olimpo le recordó al Mauna Loa? —le preguntó Maya.

—Claro —repuso el hombre—. Todos los volcanes de cúpula son iguales.

Frank buscó la mirada de Maya por encima de la cabeza de aquel cretino. Ella no se la devolvió. John fingía no haberse enterado de la llegada de Frank. Samantha Hoyle hablaba con otro hombre en voz baja, explicándole algo; el hombre asintió y luego, casualmente, miró a Frank. Samantha siguió dándole la espalda. Pero era John quien importaba, John y Maya. Y los dos actuaban como si no ocurriera nada anormal; aunque el tema de conversación, cualquiera que hubiera sido, había cambiado.

Chalmers dejó la plataforma. Todavía había gente bajando en grupos por el parque hacia las mesas dispuestas en lo alto de los siete bulevares. Chalmers los siguió, caminando bajo los jóvenes sicómoros. Las hojas de color caqui teñían la luz de la tarde y hacían que el parque pareciera el fondo de un acuario.

A las mesas del banquete los obreros de la construcción bebían vodka y hacían ruido, pensando oscuramente que acabada la construcción terminaba la edad heroica de Nicosia. Quizá eso fuera cierto para todo Marte.

El aire se llenó de conversaciones que se superponían. Frank se hundió bajo la turbulencia, y caminó hasta el perímetro norte. Se detuvo ante un remate de hormigón que le llegaba a la cintura: el muro de la ciudad. Del encofrado de metal se elevaban cuatro capas de plástico transparente. Un suizo daba explicaciones a un grupo de visitantes, señalando con aire satisfecho:

—Una membrana exterior piezoeléctrica genera electricidad a partir del viento. Luego hay otras dos láminas: una capa aislante de airgel y una membrana antirradiación que con el tiempo enrojece y tiene que ser sustituida. Es más transparente que una ventana, ¿no?

Los visitantes asintieron. Frank alargó el brazo y empujó la membrana interior. Los dedos se le hundieron hasta los nudillos. Ligeramente fría. Había una tenue inscripción en el plástico: POLÍMEROS ISIDIS PLANITIA. A través de los sicómoros, por encima del hombro, aún podía ver la plataforma en el vértice. John y Maya y la multitud de admiradores terranos todavía seguían allí, hablando con animación. Discutiendo los asuntos del planeta. Decidiendo el destino de Marte.

Dejó de respirar. Apretó las mandíbulas. Golpeó la pared de la tienda con tanta fuerza que alcanzó la membrana exterior: parte de esta ira sería captada y almacenada como electricidad en la red ciudadana. En ese sentido, aquél era un polímero especiaclass="underline" los átomos de carbono se unían a átomos de hidrógeno y de flúor, de tal modo que la sustancia resultante era más piezoeléctrica que el cuarzo. Sin embargo, si se modificaba uno de los tres elementos todo era distinto; sustituyendo el flúor por el cloro, por ejemplo, se obtenía un envoltorio de resina termoplástica.

Frank se miró la mano envuelta, y luego observó un rato las dos membranas. No eran nada sin él.

Furioso, se internó en las estrechas calles de la ciudad.

Apiñados en una plaza como mejillones en una roca, un grupo de árabes bebía café. Los árabes habían llegado a Marte hacía sólo diez años, pero ya eran una auténtica comunidad. Tenían un montón de dinero, y se habían asociado a los suizos para construir un cierto número de ciudades, incluyendo esta última. Y les gustaba Marte. «Es como un día frío en el Distrito Vacío», como decían los saudíes. Las palabras árabes estaban infiltrándose rápidamente en el inglés, pues el vocabulario árabe es mucho más rico para este tipo de escenario: akaba para las abruptas pendientes de las faldas de los volcanes, badia para las grandes dunas, nefuds para la arena profunda, seyl para los lechos de ríos secos desde hacía millones de años… La gente decía que bien podían ponerse a hablar en árabe y terminar de una vez.

Frank había pasado bastante tiempo con los árabes y a los hombres de la plaza les complació verlo.

—¡Salaam akyk! —Lo saludaron, y él contestó:

—¡Marhabba!—. Dientes blancos brillaron bajo bigotes oscuros. Sólo había hombres, como de costumbre. Algunos jóvenes lo condujeron hasta una mesa central a la que se sentaban los mayores, entre ellos su amigo Zeyk.