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Un polizón. ¡Pero eso también era imposible! ¿Dónde se escondería, como viviría? ¿Qué habría hecho en la tormenta solar?

¿Estaba empezando a alucinar, entonces? ¿Había llegado a ese extremo?

Volvió a su cabina, con el estómago revuelto. Los corredores del Toro D le parecieron más oscuros a pesar de la brillante iluminación; se le erizaron los pelos de la nuca. Cuando apareció la puerta se zambulló en el refugio de la habitación. Pero ésta sólo era una cama y una mesita de noche, una silla y un armario, algunas estanterías con cosas. Permaneció allí sentada durante una hora, luego dos. Pero allí no había nada que ella pudiera hacer, ninguna respuesta, ninguna distracción. Ninguna escapatoria.

Maya se sintió incapaz de mencionar lo que había visto, y en cierto sentido eso era aún más aterrador que el incidente, como si acentuara su imposibilidad. La gente pensaría que se había vuelto loca. ¿Qué otra conclusión había? ¿Cómo se alimentaba el hombre, dónde podía esconderse? No. Tendrían que saberlo demasiadas personas, realmente no era posible. ¡Pero esa cara!

Una noche volvió a verla en un sueño, y se despertó sudando. Las alucinaciones eran uno de los síntomas del colapso espacial, como ella bien sabía. Sucedía con bastante frecuencia durante las estancias largas en la órbita de la Tierra; se habían registrado un par de docenas de casos. Por lo general la gente empezaba a oír voces en el omnipresente ruido de fondo de la ventilación y la maquinaria, pero una variante muy corriente era ver a un compañero de trabajo que no estaba allí, o peor aún, a un doble fantasmal de uno mismo, como si el espacio vacío hubiera comenzado a llenarse de espejos. Se creía que la causa de estos fenómenos era la falta de estímulos sensoriales, y el Ares, con un largo viaje por delante y sin ninguna Tierra a la que mirar y una brillante (y algunos dirían loca) tripulación, había sido considerado un peligro potencial. Ésa era una de las razones por las que habían dado a las salas de la nave tanta variedad de colores y texturas, además del cambio diario y estacional del tiempo. Y, sin embargo, ella había visto algo que no podía estar ahí.

Y ahora, cuando iba por la nave, le parecía que la tripulación empezaba a disgregarse en grupos pequeños y privados, grupos que se mezclaban rara vez. El equipo de la granja pasaba casi todo su tiempo en las granjas, hasta comía allí, sentados en el suelo, y dormían (juntos, según los rumores) entre las hileras de plantas.

El equipo médico tenía su propio grupo de habitaciones, oficinas y laboratorios en el Toro B, y allí pasaba las horas, absortos en experimentos, observaciones y consultas con la Tierra. El equipo de vuelo se estaba preparando para la inserción en la órbita de Marte, la MOI, y llevaban a cabo varias simulaciones al día. Y los demás estaban… dispersos. Difíciles de encontrar. Cuando caminaba por los toros, las salas parecían más vacías que nunca. El comedor D ya no se llenaba. Y además en los grupos separados que había allí, notó que las discusiones estallaban con bastante frecuencia y eran silenciadas con peculiar rapidez. Riñas privadas, pero ¿sobre qué?

La misma Maya hablaba menos en la mesa, y escuchaba más. Se podía descubrir mucho acerca de una sociedad por los temas de conversación. En este grupo la charla era casi siempre científica, profesionaclass="underline" biología, ingeniería, geología, medicina, cualquier cosa. Se podía hablar sin descanso sobre esos temas.

Pero se dio cuenta de que cuando el número de personas en una conversación caía por debajo de cuatro, los lemas tendían a cambiar. En las horas de trabajo, la conversación crecía (o era sustituida por completo) con los chismes; y los temas de los chismes eran siempre esas dos grandes formas de la dinámica sociaclass="underline" el sexo y la política. Las voces bajaban, las cabezas se juntaban, y se corría la voz. Los rumores sobre relaciones sexuales se estaban volviendo más corrientes y más disimulados, más cáusticos y más complejos. En unos pocos casos, como en el desafortunado triángulo de Janet Blyleven, Mary Dunkel y Alex Zhalin, se hicieron públicos y se convirtieron en la comidilla de la nave; en otros se mantenían tan ocultos que la conversación era un mero susurro, acompañado de miradas penetrantes e inquisitivas. Janet Blyleven entraba en el comedor con Roger Calkins, y Frank le comentaba a John, en un murmullo destinado a los oídos de Maya, «Janet cree que somos una panmixia». Maya no lo tuvo en cuenta, como hacía siempre que él hablaba con ese tono despectivo, pero más tarde buscó la palabra en un diccionario de sociobiología, y se enteró de que una panmixia era un grupo donde todos los hombres copulaban con todas las mujeres.

Al día siguiente miró a Janet con curiosidad; no había tenido ni idea. Janet era amistosa, se inclinaba hacia ti cuando hablabas, y te prestaba atención. Y tenía una sonrisa fácil. Pero… bueno, la nave había sido construida para garantizar un montón de intimidad. No había duda de que estaban ocurriendo muchas más cosas de las que nadie podía saber.

Y entre todas esas vidas secretas, ¿no podía haber otra vida llevada en soledad, o en un equipo de trabajo con algunos de ellos, una pequeña camarilla o quizá una facción de conspiradores?

—¿Has notado algo raro últimamente? —le preguntó a Nadia un día al finalizar la acostumbrada charla del desayuno. Nadia se encogió de hombros.

—La gente se aburre. Creo que ya es hora de que lleguemos. Quizás eso lo explica todo. Nadia dijo:

—¿Te has enterado de lo de Hiroko y Arkadi?

Los rumores remolineaban constantemente alrededor de Hiroko. A Maya le parecía desagradable y molesto que la única mujer asiática que había entre ellos fuera el centro de ese tipo de cosas: la dama dragón, el Oriente misterioso… Bajo las racionales superficies científicas de sus mentes, había tantas supersticiones profundas y poderosas… Cualquier cosa podía pasar, cualquier cosa era posible.

Como una cara vista a través de un cristal.

Y así escuchó con una sensación asfixiante en el estómago cuando Sasha Yefremov se inclinó hacia ellas desde la otra mesa y respondió a la pregunta de Nadia sobre si Hiroko no estaría formando un harén masculino. Eso era una tontería; aunque una alianza de cualquier tipo entre Hiroko y Arkadi tenía una cierta lógica inquietante para Maya, ella no estaba segura de por qué. Arkadi defendía la necesidad de independizarse del Control de Misión, Hiroko jamás hablaba de eso, pero en sus actos, ¿no había guiado ya a todo el equipo de la granja a un toro mental en que los demás nunca entrarían?

Entonces, cuando Sasha afirmó en voz baja que Hiroko tenía planeado fertilizar varios de sus óvulos con esperma de todos los hombres del Ares, y almacenarlos criónicamente para que luego se desarrollaran en Marte, Maya sólo fue capaz de recoger su bandeja y dirigirse a los lavavajillas, sintiendo una especie de vértigo. Se estaban volviendo extraños.

La media luna roja creció hasta alcanzar el tamaño de una moneda de cuarto de dólar, y la sensación de tensión también creció, como en el momento que precede a una tormenta, y el aire está cargado de polvo, creosota y electricidad estática. Como si el dios de la guerra estuviera de verdad ahí arriba, en ese punto de sangre, esperándolos. Los paneles verdes de las paredes del Ares se veían ahora salpicados de amarillos y marrones, y en la luz de la tarde flotaba el pálido bronce del vapor de sodio.

La gente pasaba horas en la cúpula burbuja, observando lo que ninguno de ellos salvo John había visto antes. Los aparatos de ejercicio no se detenían, las simulaciones se llevaban a cabo con un entusiasmo renovado. Janet se paseó por los toros, retransmitiendo imágenes de vídeo de todos los cambios acaecidos en su pequeño mundo. Luego tiró sus gafas sobre una mesa y dimitió de su puesto como reportera.