—Así es la vida —dijo Arkadi alegremente—. Estemos o no en Marte, la vida continúa.
Frank apretó las mandíbulas.
—¡Vine aquí para alejarme de ese tipo de cosas! Arkadi sacudió la cabeza.
—¡Pero no, desde luego que no! Ésta es tu vida, Frank. ¿Qué harías sin ella?
Una noche, poco antes del descenso, todos los cien se reunieron y celebraron una cena formal. La mayor parte de la comida había crecido en la granja: pasta, ensalada y pan, y vino tinto del almacén, reservado para una ocasión especial.
Mientras comían un postre de fresas, Arkadi se levantó flotando para proponer un brindis.
—¡Por el nuevo mundo que ahora creamos!
Un coro de gruñidos y vítores; para entonces todos sabían ya lo que quería dar a entender. Phyllis tomó una fresa y dijo:
—Mira, Arkadi, este asentamiento es una estación científica. Tus ideas son irrelevantes ahora. Quizá todo cambie dentro de cincuenta o cien años. Pero por el momento va a ser como las estaciones de la Antártida.
—Eso es verdad —dijo Arkadi—. Pero, en realidad, las estaciones de la Antártida son muy políticas. La mayoría se construyeron para que los países que las levantaron tuvieran la última palabra en la revisión del tratado de la Antártida. Y ahora las estaciones se rigen por las leyes fijadas en ese tratado, ¡que se firmó por medio de negociaciones muy políticas! Por lo tanto, no puedes enterrar la cabeza en la arena gritando «¡Soy un científico, soy un científico!». —Apoyó una mano en la frente, en el gesto universal de burla a la prima donna.— No. Cuando dices eso, sólo estás diciendo: «¡No quiero pensar en sistemas complejos!». Lo cual no es muy digno de los verdaderos científicos, ¿no es así?
—La Antártida está gobernada por un tratado porque nadie vive allá salvo en las estaciones científicas —dijo Maya con irritación. ¡Que su última cena, su último momento de libertad, se viera estropeado de aquella manera!
—Cierto —concedió Arkadi—. Pero piensa en el resultado. En la Antártida nadie puede ser propietario de tierras. Ningún país u organización puede explotar los recursos naturales del continente sin el consentimiento del resto de los países. Nadie puede proclamarse dueño de esos recursos, o llevárselos y vendérselos a terceros para obtener algún beneficio mientras otros pagan por usarlos. ¿No ves lo radicalmente distinto que es eso de lo que pasa en el resto del mundo? Y ésa es la última zona de la Tierra que ha sido organizada, que ha recibido una jurisprudencia. Representa lo que todos los gobiernos que trabajan juntos sienten de forma instintiva que es justo, manifestado en una tierra libre de reivindicaciones de soberanía o, en realidad, del peso de la historia. ¡Es, para decirlo llanamente, el mejor intento de la Tierra por crear leyes de propiedad justas! ¿Lo ves? ¡Así es como debería organizarse todo el planeta si fuéramos capaces de liberarlo de la camisa de fuerza de la historia!
Sax Russell parpadeó con suavidad y dijo:
—Pero Arkadi, ya que Marte va a ser gobernado por un tratado basado en el viejo de la Antártida, ¿qué es lo que desapruebas? El Tratado del Espacio Exterior declara que ningún país puede reclamar tierra en Marte, que no se permitirán actividades militares, y que todas las bases están abiertas a la inspección de cualquier país. Ningún recurso marciano puede convertirse en propiedad de una única nación. Se supone que la UN va a establecer un régimen internacional para supervisar cualquier explotación minera o de otra clase. Si se llegara a hacer algo así, lo que me parece dudoso, entonces será compartido entre todas las naciones del mundo. —Volvió la palma de la mano hacia arriba.— ¿No es eso lo que pretendes y que ya se ha conseguido?
—Es un comienzo —dijo Arkadi—. Pero hay ciertos aspectos que no has mencionado. Por ejemplo, las bases construidas en Marte pertenecerán a los países que las construyan. Nosotros estaremos levantando bases norteamericanas y rusas, de acuerdo con lo que dispone la ley. Y eso nos devuelve a las pesadillas de la legislación y la historia terranas. Las empresas norteamericanas y rusas tendrán el derecho de explotar Marte, mientras los beneficios se compartan con todas las naciones que son del tratado. Puede que esto sólo implique una especie de porcentaje pagado a la UN, aunque en realidad no será otra cosa que un soborno. ¡No creo que debamos aceptarlo ni siquiera por un momento!
Siguió un paréntesis de silencio y Ann Clayborne dijo:
—El tratado nos obliga también a que evitemos la destrucción del medio ambiente. Así decía, creo. Está en el Artículo Siete. Me parece que eso prohíbe de manera expresa la terraformación de la que tanto se habla.
—Yo diría que deberíamos desatender también esa disposición —se apresuró a intervenir Arkadi—. Nuestro propio bienestar depende de eso. Ese punto de vista era más popular que otros del mismo Arkadi, y así se lo dijeron.
—Pero si están dispuestos a pasar por alto un artículo —señaló Arkadi—, deberían estar dispuestos a hacerlo con el resto. ¿Correcto?
Hubo una pausa incómoda.
—La evolución será inevitable —dijo Sax Russell, encogiéndose de hombros—. Estar en Marte nos cambiará.
Arkadi sacudió la cabeza de costado, lo que hizo que girara un poco en el aire por encima de la mesa.
—¡No, no, no, no! ¡La historia no es evolución! ¡La analogía es falsa! La evolución es una cuestión de entorno y suerte, que actúa a lo largo de millones de años. ¡Pero la historia es una cuestión de entorno y elección, que actúa en el tiempo de una vida, y a veces durante años, meses, horas! ¡La historia es moldeable! ¡De modo que si elegimos establecer ciertas instituciones en Marte, estarán ahí! ¡Y si elegimos otras, entonces ésas estarán ahí! —con un movimiento de la mano los abarcó a todos, a la gente sentada a las mesas y a la gente que flotaba entre las parras.— Decidamos nosotros mismos en vez de dejar que decida por nosotros esa gente de la Tierra. En realidad, gentes muertas desde hace tiempo.
—Tú quieres una especie de utopía comunal, y eso no es posible — dijo con acritud Phyllis—. Pensé que la historia rusa te había enseñado algo.
—Y así ha sido —dijo Arkadi—. Y ahora llevo a la práctica lo que me ha enseñado.
—¿Defendiendo una revolución mal definida? ¿Fomentando una situación de crisis? ¿Irritando y enemistando a todos?
Muchos asintieron, pero Arkadi los desechó con un ademán.
—Me niego a aceptar la responsabilidad de los problemas de todo el mundo en este punto del viaje. Sólo he dicho lo que pensaba, a lo cual tengo derecho. Si alguno de vosotros se siente incómodo, no es mi problema. Las implicaciones de lo que digo no gustan a nadie, pero no son capaces de rebatirlas.
—Algunos de nosotros no somos capaces de entenderte —exclamó Mary.
—¡Lo único que digo es que hemos venido a Marte para siempre! — exclamó Arkadi, mirándola con ojos desorbitados—. Vamos a hacer no sólo nuestros hogares y nuestra comida, sino también nuestra agua y el aire mismo que respiramos… todo en un planeta donde fallan esas cosas. Podemos hacerlo; tenemos una tecnología que manipula la materia hasta el nivel molecular. ¡Una capacidad en verdad extraordinaria! Y, sin embargo, algunos de los que están aquí pueden aceptar transformar la total realidad física de este planeta sin intentar cambiarnos a nosotros mismos o nuestra manera de vivir. Somos científicos del siglo veintiuno en Marte pero, al mismo tiempo, vivimos dentro de un sistema social del siglo diecinueve, basado en las ideologías del siglo diecisiete. Es absurdo, es disparatado, es… es… —Se agarró la cabeza con las manos, rugió:— ¡No es científico! Y digo que entre todas las cosas que transformaremos en Marte, tendríamos que estar nosotros y nuestra realidad social. No sólo hemos de terraformar Marte: tenemos que terraformarnos nosotros mismos.