Pero todo eso pasó. El planeta era demasiado pequeño, estaba demasiado lejos del Sol. La atmósfera se congeló y cayó. El dióxido de carbono se sublimó y formó una atmósfera nueva y tenue, mientras que el oxigeno se unió a la roca y la enrojeció. El agua se congeló, y a lo largo de las edades se filtró a través de los kilómetros de roca quebrada por los meteoritos. Con el tiempo, ese estrato de regolito se impregnó de hielo, y las capas calientes mas profundas alcanzaron a derretirlo; de modo que hubo mares subterráneos en Marte. El agua siempre fluye cuesta abajo, así que esos acuíferos migraron descendiendo, filtrándose despacio, hasta que se estancaron en algún obstáculo: una nervadura de roca o una barrera de tierra congelada. Algunas veces había fuertes presiones artesianas en esos diques; y algunas veces impactaba un meteorito, o aparecía un volcán, y el dique estallaba con violencia y vomitaba sobre el paisaje todo un mar subterráneo en torrentes enormes, torrentes diez mil veces superiores al caudal del Mississippi. Sin embargo, con el tiempo el agua en la superficie se congelaba y se sublimaba, alejándose en los vientos incesantes y secos, y caía sobre los polos en un manto de niebla invernal. Los casquetes polares se engrosaron, y el peso empujó el hielo bajo tierra, hasta que el hielo visible sólo fue la punta de dos lentes de permafrost subterráneo que cubrían el mundo, lentes primero diez y luego cien veces el volumen visible de los etes. Mientras en el ecuador se llenaban nuevos acuíferos debido a la condensación de los gases del núcleo. Y algunos de los viejos acuíferos se estaban llenando otra vez.
Y así, el más lento de los ciclos se aproximó a su segunda vuelta, pero a medida que el planeta se iba enfriando, todo fue sucediendo más y mas lentamente, en un prolongado ritardando, como un reloj que se va quedando sin cuerda. Pero el cambio nunca se detiene: los vientos incesantes tallaron el suelo, con un polvo cada vez más fino; y las excentricidades de la órbita de Marte hicieron que el hemisferio norte y el hemisferio sur intercambiaran los inviernos fríos y cálidos en un ciclo de 51.000 años, de modo que el casquete de hielo seco y el de hielo de agua, cambiaban de polo. Cada oscilación de ese péndulo echaba los cimientos de otro estrato de arena, y las depresiones de las nuevas dunas atravesaron los viejos estratos hasta que la arena que rodeaba los polos quedó dispuesta en líneas punteadas que se entrecruzaban, en diseños geométricos, como las pinturas de arena de los navajos, que envolvían toda la superficie del mundo.
Las arenas de colores formando dibujos, los muros estriados y festoneados de los cañones, los volcanes elevándose hasta el cielo, los cascotes de roca del terreno caótico, la infinidad de cráteres, emblemas anulares de los orígenes del planeta… Hermosos, o más que eso: parcos, austeros, desnudos, silenciosos, estoicos, rocosos, inmutables. Sublimes. El lenguaje visible de la existencia mineral de la naturaleza.
Mineral; no animal, ni vegetal, ni viral. Podría haber ocurrido, pero no. Nunca apareció una generación espontánea en el baño o en los calientes manantiales sulfúricos; ninguna espora cayó del espacio, no hubo ningún toque divino; sea lo que sea lo que inicia la vida (pues no sabemos qué es), no tuvo lugar en Marte. Marte giró, prueba de la variedad del mundo, de su vitalidad rocosa.
Y entonces, un dia…
Pisó el suelo con pie firme, sin dificultad, bajo una g casi familiar después de nueve meses en el Ares; y el peso del traje hacía que no fuera muy diferente a caminar en la Tierra, por lo que podía recordar. El cielo era de color rosa, surcado de tonalidades de tostado arenoso, un color más rico y más sutil que cualquiera de los que había visto en las fotografías.
—Miren el cielo —decía Ann—, miren el cielo.
Maya charlaba a cierta distancia, mientras Sax y Vlad giraban como estatuas rotatorias. Nadejda Francine Cherneshevski dio unos pasos más y sintió como la superficie crujía bajo sus pies. Era una capa de arena endurecida por la sal, de un par de centímetros de espesor, que se resquebrajaba cuando se caminaba sobre ella; los geólogos la llamaban costradura o caliche. Unos pequeños sistemas de hendiduras radiales rodearon las huellas de las botas.
Se había apartado del vehículo de descenso. El suelo era de un naranja herrumbroso oscuro y estaba cubierto por un mantillo regular de rocas del mismo color, aunque en algunas había matices de rojo, negro o amarillo. Hacia el este advirtió numerosos vehículos de desembarque, todos de diferentes formas y tamaños, los más lejanos recortándose en el horizonte oriental. Todos estaban recubiertos de una costra del mismo rojo anaranjado del suelo: era una escena extraña, estremecedora, como si hubieran encontrado por casualidad un puerto espacial alienígena largo tiempo abandonado. Dentro de un millón de años, algunas zonas de Baikonur tendrían este aspecto.
Se encaminó hacia uno de los vehículos de desembarco más cercanos, un contenedor de carga del tamaño de una casa pequeña posado sobre la estructura esquelética de los cohetes de cuatro patas. Daba la impresión de que llevaba allí décadas. El sol estaba alto, demasiado brillante para mirarlo incluso a través del visor del casco. Era difícil saberlo a causa de la polarización y de los otros filtros, pero le pareció que la luz del día se parecía a la de la Tierra, hasta donde era capaz de recordar. Un luminoso día de invierno.
Miró de nuevo alrededor. Se encontraban en una planicie ligeramente irregular, cubierta de pequeñas piedras de bordes afilados, todas medio enterradas en el polvo. Detrás, hacia el oeste, una pequeña colina de cumbre plana se recortaba en el horizonte. Quizá fuera el borde de un cráter, era difícil decirlo. Ann ya había recorrido la mitad del camino y sin embargo la figura aún parecía bastante grande; el horizonte estaba demasiado cerca, y Nadia se detuvo a anotarlo, sospechando quizá que pronto se acostumbraría y nunca más le llamaría la atención. Pero en ese momento vio con claridad que ese horizonte extrañamente próximo no era terrestre. Se encontraban en un planeta más pequeño.
Trató de recordar la gravedad de la Tierra. Había caminado por el bosque, por la tundra, sobre el hielo del río en invierno… y ahora: un paso, otro paso. El terreno era llano, pero había que abrirse camino entre los montones de rocas; no había ningún sitio en la Tierra que ella conociera donde las piedras estuvieran distribuidas con tanta abundancia y regularidad. ¡Da un salto!, se dijo. Lo hizo, y rió; aun con el traje puesto se notaba más ligera. ¡Era tan fuerte como siempre, pero sólo pesaba treinta kilos! Y los cuarenta kilos del traje… bueno, la desequilibraban un poco, eso era cierto. Hacía que se sintiese como si se hubiese quedado hueca. Eso era, su centro de gravedad había desaparecido, el peso se le había desplazado a la piel, hacia el exterior de los músculos más que al interior. Ése era el efecto del traje, por supuesto. Dentro de los habitats sería lo mismo que en el Ares. Pero ahí en el exterior, con un traje, era la mujer hueca. Con la ayuda de esa imagen de pronto pudo moverse con más facilidad, brincar por encima de una roca, bajar y dar una voltereta, ¡bailar! Simplemente, salta en el aire, baila, apóyate en esa roca plana… cuidado…
Trastabilló y cayó sobre una rodilla y las dos manos. Los guantes se le hundieron en la costradura. Parecía una capa de arena de playa aterronada, sólo que más dura y quebradiza. Como barro endurecido. ¡Y frío! Los guantes no recibían tanto calor como las suelas de las botas, y el aislamiento no era suficiente cuando tocaba el suelo. ¡Uau, era como tocar hielo con los dedos desnudos! Recordó que estaban a unos 215 grados Kelvin, o 90 grados centígrados bajo cero; más frío que en la Antártida o que en los peores inviernos de Siberia. Tenía las puntas de los dedos entumecidas. Necesitarían guantes mejores para poder trabajar, guantes equipados con calefacción, como las suelas de las botas. Eso los haría más gruesos y menos flexibles. Tendría que volver a ejercitar los músculos de los dedos.