Había estado riéndose. Se levantó y caminó hacia otro de los cargamentos, tarareando Royal Carden Blues. Trepó por la pata del vehículo más próximo y quitó la costra de polvo; el distintivo apareció en el costado del gran embalaje de metal. Un bulldozer John Deere/Volvo Marciano, alimentado con hidrazina, térmicamente aislado, semiautónomo, completamente programable. Accesorios y repuestos incluidos.
Sintió que la cara se le distendía en una amplia sonrisa.
Retroexcavadoras, cargadoras frontales, bulldozers, tractores, niveladoras, camiones basculantes, materiales de construcción y de todo tipo; extractores de aire para filtrar y recoger productos químicos de la atmósfera; pequeñas factorías para convertir esos productos en otros; más factorías para combinarlos; un economato entero, todo lo que iban a necesitar, todo a mano en la multitud de embalajes diseminados por la planicie. Empezó a brincar de un vehículo de transporte al siguiente, haciendo inventario. Era indudable que algunos habían chocado violentamente contra el suelo; otros tenían las patas de araña hundidas, o los cascos agrietados, uno incluso se había aplastado contra una pila de cajas también aplastadas, medio enterradas en el polvo; pero esto implicaba otro tipo de oportunidades, el juego de recuperar y reparar, ¡uno de sus favoritos! Se rió en voz alta, un poco mareada, y advirtió entonces un parpadeo en la luz del comunicador de muñeca; cambió a la frecuencia común y se sobresaltó al oír que Maya, Vlad y Sax hablaban al mismo tiempo: «¿Dónde está Ann? ¡Que las mujeres regresen aquí! ¡Eh, Nadia, ven a ayudarnos con este maldito habitat, ni siquiera podemos abrir la puerta!».
Se rió.
Los habitats estaban diseminados como todo lo demás, pero ellos habían descendido cerca de uno que habían activado desde la órbita unos días antes, después de un chequeo completo. Desgraciadamente, la puerta de la antecámara exterior no se pudo incluir en la comprobación, y estaba atascada. Nadia se puso a trabajar en ella, sonriendo; era curioso ver lo que parecía ser una casa remolque abandonada luciendo la puerta de antecámara de una estación espacial. Sólo le llevó un minuto abrirla; metió el código de apertura al tiempo que tiraba de la puerta. Atascada por el frío, contracción diferencial, quizás. Iban a tener un montón de pequeños problemas de ese tipo.
Luego Vlad y ella entraron en la antecámara, y después en el habitat. Todavía parecía una casa-remolque, pero con accesorios de cocina más modernos. Todas las luces estaban encendidas. La circulación del aire era buena y la temperatura, cálida. El panel de control parecía el de una central nuclear.
Mientras los demás entraban, Nadia recorrió una hilera de pequeñas habitaciones, puerta tras puerta, y de pronto tuvo una sensación extraña: todo parecía fuera de lugar. Las luces estaban encendidas, algunas parpadeaban; y en el otro extremo del pasillo una puerta oscilaba levemente hacia adelante y atrás sobre sus goznes.
La causa era sin duda la ventilación. Y el impacto del habitat contra el suelo probablemente había desordenado las cosas. Se libró de esa sensación y regresó para recibir a los otros.
En el tiempo en que todos descendieron y atravesaron la planicie pedregosa (deteniéndose, trastabillando, corriendo, mirando el horizonte, girando despacio, volviendo a caminar), y cuando entraron en los tres habitats operativos y se quitaron los trajes de emergencia y los guardaron e inspeccionaron las cámaras y comieron un poco, hablando de la experiencia todo el tiempo, ya había caído la noche. Siguieron trabajando y hablando, demasiado excitados para dormir; luego durmieron a ratos hasta el amanecer, momento en que se despabilaron, se pusieron los trajes y salieron de nuevo, mirando alrededor, verificando las placas de identificación, probando las máquinas. Por fin se dieron cuenta de que estaban hambrientos y regresaron para tomar una rápida comida… ¡y ya era de noche otra vez!
Y así fue como transcurrió todo durante varios días: un remolino frenético de tiempo que pasaba. Nadia se despertaba con el bip de la consola de muñeca y tomaba un desayuno rápido girando por el ventanuco este del habitat. El amanecer teñía el cielo de ricos colores cereza durante unos pocos minutos, antes de cambiar rápidamente, a través de una serie de tonalidades rosadas, al intenso rosa anaranjado del día. Todos dormían en el suelo del habitat, en colchones que durante el día se plegaban contra la pared. Las paredes eran de color beige, teñidas de naranja en el alba. La cocina y el salón eran diminutos, los cuatro lavabos no más grandes que armarios. Ann despertaba a medida que el cuarto se iluminaba e iba a uno de los lavabos. John ya estaba en la cocina, moviéndose en silencio. La vida cotidiana era ahora mucho más pública que en el Ares, tanto que algunos no conseguían adaptarse; cada noche Maya se quejaba de que no podía dormir con semejante multitud, pero ahí estaba, con la boca abierta como una niña. En realidad era la última en levantarse, dormitando en medio del ruido y las idas y venidas de las rutinas matinales de los otros.
Entonces el sol rompía en el horizonte y Nadia ya había acabado los cereales con leche (leche en polvo mezclada con agua extraída de la atmósfera, y que sabía realmente a leche), y era hora de meterse en el traje y salir a trabajar.
Los trajes habían sido diseñados para la superficie de Marte y no estaban presurizados como los trajes espaciales; un tejido elástico mantenía el cuerpo más o menos a la presión de la atmósfera terrestre. Esto evitaba la extensión peligrosa de los moretones que aparecerían en la piel si estuviese expuesta a la tenue atmósfera de Marte, pero daba al portador una libertad de movimiento que no hubiera sido posible con un traje espacial presurizado. Esos trajes también tenían la muy importante ventaja de ser operativos durante los fallos; sólo el casco duro era hermético, de modo que sí uno se hacía un agujero en la rodilla o en un codo tendría un trozo de piel severamente amoratado y congelado, pero no se asfixiaría y moriría en cuestión de minutos.
Sin embargo, meterse en uno de esos trajes era todo un ejercicio. Nadia se contoneó para subirse los pantalones por encima de la ropa interior, se enfundó la chaqueta, y cerró la cremallera de las dos secciones del traje. Después se calzó unas grandes botas térmicas y unió las anillas superiores a las de los tobillos; se puso los guantes y unió las anillas a las de las muñecas; se puso un casco duro corriente y lo sujetó a la anilla del cuello del traje; luego se acomodó un tanque de aire a la espalda y conectó los tubos de respiración al casco. Respiró hondo varias veces, sintiendo el frío oxígeno-nitrógeno en el rostro. La consola de la muñeca le indicó que todos los sellos eran correctos, y siguió a John y a Samantha a la antecámara. Cerraron la puerta interior; el aire fue succionado de vuelta a los contenedores, y John abrió la puerta de fuera. Salieron.
Cada mañana era emocionante salir a la planicie rocosa; el primer sol proyectaba largas sombras negras hacia el oeste, revelando con nitidez las lomas y hondonadas. Por lo habitual soplaba viento del sur, y el polvo suelto se deslizaba por el suelo en una corriente sinuosa, de modo que a veces las rocas parecían reptar lentamente. Incluso los más fuertes de esos vientos eran apenas perceptibles contra la mano extendida, aunque aún no habían conocido ninguna tormenta de viento; a quinientos kilómetros por hora tenían la certeza de que sentirían algo. A veinte, casi nada.