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—Vamos a llamar a esta plaza Hajr el-kra Meshab, la plaza de granito rojo de la ciudad —dijo Zeyk. Señaló las baldosas de color de orín.

Frank asintió y preguntó qué clase de piedra era. Habló en árabe hasta donde pudo, y algo más, provocando algunas carcajadas. Luego se sentó a la mesa central y se relajó, con la sensación de que hubiera podido encontrarse en una calle de Damasco o El Cairo, envuelto en la fragancia de un refinado perfume árabe.

Estudió las caras de los hombres mientras hablaban. Una cultura extranjera, no cabía la menor duda. No iban a cambiar sólo porque estuvieran en Marte; ellos demostraban la falsedad de la visión de John. No aceptaban, por ejemplo, la separación de Iglesia y Estado, y no estaban de acuerdo con los occidentales sobre la estructura y límites de los gobiernos. Y parecían tan patriarcales que se decía que algunas de sus mujeres eran analfabetas… ¡analfabetos en Marte! Esa era una señal. Y en verdad estos hombres tenían la expresión dura que Frank asociaba con el machismo, el aire de hombres que oprimían a las mujeres con tanta crueldad que naturalmente las mujeres devolvían el golpe cómo y dónde podían, aterrorizando a los hijos que a su vez aterrorizaban a las esposas que aterrorizaban a los hijos, y así sucesivamente, en una interminable espiral de muerte y amor y odio sexual entrelazados. De modo que, en ese sentido, todos ellos estaban locos.

Por eso le gustaban a Frank. Y ciertamente le serían útiles, pues actuarían como un nuevo centro de poder. Defiende a un vecino nuevo y débil para debilitar a los viejos vecinos poderosos, como había dicho Maquiavelo. Así que bebió café, y poco a poco, cortésmente, ellos pasaron a hablar en inglés.

—¿Qué les parecieron los discursos? —preguntó, mirando la borra en el fondo de la taza.

—John Boone es el mismo de siempre —contestó el viejo Zeyk. Los otros rieron de mala gana—. Cuando habla de una cultura indígena, lo que quiere decir es que algunas de las culturas terranas serán promovidas aquí y que otras serán rechazadas. Aquellas que parezcan regresivas serán aisladas y destruidas más tarde. Es una forma de ataturkismo.

—Él cree que todo el mundo en Marte debería convenirse en norteamericano —dijo un hombre llamado Nejm.

—¿Por qué no? —preguntó Zeyk, sonriendo—. Ya ha sucedido en la Tierra.

—No —dijo Frank—. No tienen que malinterpretar a Boone. La gente dice que sólo piensa en sí mismo, pero…

—¡Tienen razón! —exclamó Nejm—. ¡Vive en una galería de espejos!

¡Cree que no hemos venido a Marte más que para establecer aquí una buena y vieja supercultura norteamericana, y que todo el mundo estará de acuerdo porque ése es el plan de John Boone!

—No entiende que otros pueblos puedan tener otras opiniones —dijo Zeyk.

—No es eso —repuso Frank—. Lo que pasa es que sabe que no son tan sensatas como la suya.

El comentario provocó algunas risas, pero entre los más jóvenes tuvieron un cierto tono de amargura. Todos creían que antes de que llegaran, Boone había abogado en secreto contra la aprobación de la UN a los asentamientos árabes. Frank fomentaba dicha creencia, que casi era verdad: a John le desagradaba cualquier ideología que pudiera cerrarle el paso. Quería que la pizarra de todos aquellos que vinieran estuviera tan en blanco como fuera posible.

Sin embargo, los árabes creían que John los detestaba. El joven Selim el-Hayil abrió la boca y Frank le echó una rápida mirada de advertencia. Selim no se movió y apretó los labios.

—Bueno, no es tan malo como parece —dijo Frank—. Aunque, a decir verdad, le oí decir que habría sido mejor que los norteamericanos y los rusos hubiesen reclamado el planeta cuando llegaron, igual que los exploradores de otro tiempo.

La risa fue breve y torva. Los hombros de Selim se encorvaron como si hubiera recibido un golpe. Frank se encogió de hombros, sonrió y extendió las manos, abriéndolas.

—¡Pero es inútil! Quiero decir, ¿qué puede hacer? El viejo Zeyk enarcó las cejas.

—Las opiniones cambian.

Chalmers se puso de pie y sostuvo durante un rato la mirada insistente de Selim. Luego se metió por una calle lateral, una de las estrechas callejuelas que conectaban los siete bulevares principales. Casi todas estaban pavimentadas con adoquines o astrocésped, pero en esa calle el suelo era de un basto hormigón claro. Se detuvo ante un portal y miró el escaparate de un taller de botas. Vio su propio y débil reflejo entre un par de pesadas botas de marcha.

Las opiniones cambian. Sí, un montón de gente había subestimado a John Boone… el mismo Chalmers, muchas veces. Recordó la imagen de John en la Casa Blanca, rebosante de convicción, los rebeldes cabellos rubios en desorden, el sol entrando a raudales por las ventanas del Despacho Oval e iluminándolo mientras él agitaba las manos y recorría la estancia y hablaba sin parar y el presidente asentía y sus ayudantes observaban, meditando sobre la mejor manera de ganarse a ese hombre de carisma electrizante. Oh, habían sido noticia en aquellos días, Chalmers y Boone; Frank con las ideas y John con la fachada y un impulso que era prácticamente irresistible. Intentar detenerlo hubiera provocado un auténtico descarrilamiento.

El reflejo de Selim el-Hayil apareció entre las botas.

—¿Es verdad? —inquirió.

—¿Es verdad qué? —preguntó Frank, malhumorado.

—¿Es Boone antiárabe?

—¿Tú qué crees?

—¿No fue uno de los que se opusieron a construir la mezquita en Pobos?

—Es un hombre poderoso.

La cara del joven saudí se descompuso.

—¡El hombre más poderoso de Marte y todavía quiere más! ¡Quiere ser rey! —Selim cerró la mano en un puño y la golpeó contra la otra. Era más delgado que los otros árabes, de barbilla débil, y el bigote le cubría una boca pequeña.

—Pronto se propondrá la renovación del tratado —dijo Frank—. Y la coalición de Boone me mantiene al margen. —Apretó los dientes—. No sé qué planes tienen, pero esta noche voy a averiguarlo. En cualquier caso, ya puedes imaginarte lo que serán. Prejuicios occidentales, sin duda. Tal vez rehusé aprobar el nuevo tratado a menos que garantice que sólo los firmantes del tratado original podrán fundar los asentamientos. —Selim se estremeció y Frank siguió presionando:— Es lo que él quiere, y es muy posible que lo consiga, porque la nueva coalición lo hace aún más poderoso. Podría significar el fin de los asentamientos para los no firmantes. Ustedes pasarían a ser científicos invitados. O los enviarían de vuelta a casa.

En la ventana, el reflejo de la cara de Selim se convirtió en una máscara de furia. —Batial, batial—, musitaba. Muy malo, muy malo. Las manos se le retorcieron y murmuró algo del Corán o de Camus, Persépolis o el Trono del Pavo Real, referencias diseminadas nerviosamente entre conclusiones erróneas. Balbuceos.

—Las palabras no significan nada —dijo con aspereza Chalmers—. Cuando se llega a cierto punto, lo único que cuenta son los hechos.

El joven árabe vaciló.

—No puedo estar seguro —dijo al fin.

Frank le dio un golpe en el brazo, que se sacudió de abajo arriba.

—Estamos hablando de tu gente. Estamos hablando de este planeta. La boca de Selim desapareció bajo su bigote. Después de un rato dijo:

—Es verdad.

Frank no replicó. Permanecieron en silencio, mirando el escaparate, como si estuvieran evaluando las botas. Finalmente Frank alzó una mano.

—Hablaré con Boone otra vez —dijo con calma—. Esta noche. Se va mañana. Intentaré hablar con él, razonar con él. Dudo que sirva de nada. Nunca ha servido de nada. Pero lo intentaré. Más tarde… deberíamos encontrarnos.