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En ese momento el producto favorito de Spencer era el magnesio, que abundaba; dijo que estaban extrayendo veinticinco kilos de cada metro cúbico de regolito, y era tan ligero en la g marciana que una barra grande de magnesio no pesaba más que una pieza de plástico.

—Es demasiado quebradizo cuando es puro —dijo Spencer—, pero si lo aleásemos tendríamos un metal muy ligero y resistente.

—Acero marciano —dijo Nadia.

—Mejor que eso.

Así pues, alquimia; pero con máquinas melindrosas. Nadia descubrió el problema en el Sabatier y se puso a trabajar en la reparación de una bomba neumática estropeada. Asombraba ver la cantidad de bombas que había, a veces no parecía otra cosa que una colección de bombas combinadas sin orden ni concierto, y por naturaleza tendían a atascarse con la arena y a estropearse.

Dos horas después el Sabatier estaba arreglado. Mientras regresaba al parque de remolques, Nadia echó una ojeada al interior del primer invernadero. Las plantas ya estaban floreciendo, las nuevas cosechas asomaban en los bancales de tierra negra. El verde brillaba con intensidad entre los rojos; era un placer mirarlo. Le habían dicho que el bambú crecía varios centímetros al día, y la cosecha ya tenía casi cinco metros de altura. Era fácil ver que iban a necesitar más tierra. Los alquimistas estaban utilizando el nitrógeno de los Boeing para sintetizar fertilizantes de amoníaco; Hiroko los necesitaba porque el regolito era una pesadilla agrícola, increíblemente salado, fulminante por su contenido de Peróxidos, extremadamente árido y totalmente desprovisto de biomasa. Iban a tener que fabricar tierra tal como habían fabricado las barras de magnesio.

Nadia entró en el habitat del parque de remolques y almorzó de pie. Luego volvió al emplazamiento del habitat permanente. Ya casi habían nivelado el suelo de la zanja durante su ausencia. Se plantó en el borde del agujero y lo miró. Iban a construir sobre un diseño que le gustaba mucho, con el que ella había trabajado en la Antártida y en el Ares: una hilera sencilla de cámaras abovedadas que compartían paredes adyacentes. Al meterlas en el surco, al principio las cámaras estarían medio enterradas; luego, una vez que se terminasen, quedarían cubiertas por una capa de diez metros de sacos de regolito que detendrían la radiación; planeaban presurizar a 450 milibares y evitar así que los edificios explotaran. Lo único que necesitaban para los exteriores eran materiales disponibles, básicamente cemento Portland y ladrillos, con un revestimiento de plástico en algunos sitios para garantizar el sellado.

Desgraciadamente, los hombres de los ladrillos tenían algunos problemas, por lo que llamaron a Nadia. La paciencia de ésta se estaba agotando, y gruñó:

—¿Hicimos todo el viaje a Marte y no pueden fabricar ladrillos?

—No es que no podamos fabricarlos —dijo Gene—. Lo que pasa es que no me gustan. —La factoría de ladrillos mezclaba arcillas y sulfuro extraídos del regolito. y ese preparado se vertía en moldes de ladrillos y se cocían hasta que el sulfuro comenzaba a polimerizarse, y luego, mientras los ladrillos se enfriaban, se los comprimía ligeramente en otra sección de la maquina. Los ladrillos rojo negruzcos resultantes tenían una fuerza tensora que técnicamente era adecuada para las bóvedas de los cañones, pero Gene no estaba satisfecho.— No podemos correr el riesgo de tener techos demasiado pesados sobre nuestras cabezas. No podemos conformarnos con valores mínimos. ¿Qué pasa si apilamos demasiados sacos de arena, o si se produce un pequeño aremoto? No me gusta.

Después de pensarlo un rato, Nadia dijo:

—Añadan nailon.

—¿Qué?

—Busquen los paracaídas con que soltaron los cargamentos, y córtenlos en tiras muy finas, luego añadan la arcilla. Eso reforzará la fuerza tensora.

—Muy cierto —dijo Gene después de una pausa—. ¡Buena idea!

¿Crees que podremos localizarlos?

—Tienen que estar en alguna parte al este de aquí.

Así que por fin habían encontrado un trabajo para los geólogos que ayudaba a los constructores. Ann y Simón, Phyllis, Sasha e Igor fueron en unos rovers de larga distancia hasta el otro lado del horizonte al este de la base, buscando y reconociendo el terreno mucho más allá de Chernobil; durante la siguiente semana dieron casi con cuarenta paracaídas. En cada uno había cientos de kilos de nailon útil.

Un día regresaron entusiasmados después de haber llegado hasta Ganges Caleña, un grupo de pozos en la planicie a cien kilómetros al sudeste.

—Fue algo extraño —dijo Igor—, porque no puedes verlos hasta último momento, y entonces son como embudos enormes, de unos diez kilómetros de ancho y unos dos de profundidad, ocho o nueve en fila, cada uno más pequeño y menos profundo. Fantástico. Probablemente sean termokarsts, aunque tan grandes que cuesta creerlo.

—Es agradable ver a semejante distancia —dijo Sasha—, después de vivir con un horizonte tan próximo.

—Son termokarsts —afirmó Ann.

Pero habían perforado sin encontrar agua. Ya empezaba a ser una preocupación; no habían localizado ni una gota de agua, por mucho que hubieran buscado. Eso los obligaba a depender de los extractores de aire. Nadia se encogió de hombros. Los extractores de aire eran bastante fuertes. Ella tenía que pensar ante todo en las cámaras subterráneas. Los nuevos ladrillos mejorados empezaban a salir, y habían puesto en marcha a los robots para que construyeran las paredes y los techos. La factoría de ladrillos llenaba pequeños vagones robot, que avanzaban como rovers de juguete a través de la planicie hasta las grúas en el emplazamiento; éstas sacaban los ladrillos uno a uno y los ponían sobre el mortero frío extendido por otro equipo de robots. El sistema funcionaba tan bien que pronto se convirtió en producción de ladrillos. Nadia se habría sentido complacida si hubiera tenido más fe en los robots. Parecían ir bien, pero sus experiencias en los años en la Novy Mir la habían vuelto precavida. Eran fantásticos si todo marchaba a la perfección, pero nunca nada salía a la perfección, y resultaba difícil programarlos; los algoritmos de decisión los hacían titubear, hasta el punto de que se detenían a cada momento, y a veces eran tan independientes que llegaban a actuar con una increíble estupidez, repitiendo un error mil veces y aumentando una pequeña equivocación hasta convertirla en una pifia gigantesca, como sucedía en la vida emocional de Maya. Obtenías lo que introducías en los robots, pero hasta los mejores eran idiotas absolutos.

Una noche Maya la importunó en el almacén de herramientas y le pidió que pasara a una frecuencia privada.

—Michel es un inútil —se quejó—. Me siento realmente mal y él sólo me mira como si quisiera lamerme la piel. Tú eres la única persona en que confío, Nadia. Ayer le dije a Frank que creía que John intentaba quitarle autoridad en Houston, pero que no le contara a nadie que yo así lo creía, y justo al día siguiente John me pregunta por qué creía que él estaba amenazando a Frank. ¡No hay nadie que escuche y tenga la boca cerrada!

Nadia asintió, poniendo los ojos en blanco. Por último dijo:

—Lo siento, Maya, tengo que ir a hablar con Hiroko sobre una filtración que no pueden localizar.

Golpeó ligeramente el visor del casco contra el de Maya —a modo de beso en la mejilla—, pasó a la frecuencia común y se retiró. Ya estaba harta. Era mucho más interesante hablar con Hiroko: conversaciones reales sobre problemas reales en el mundo real. Hiroko solicitaba ayuda casi todos los días, y a Nadia eso le gustaba, porque Hiroko era brillante, y desde el descenso parecía evidente que estimaba cada día más las habilidades de Nadia. Un respeto profesional mutuo, gran hacedor de amigos. Y era muy agradable hablar sólo de trabajo. Sellos herméticos, mecanismos de cierre, ingeniería térmica, polarización del vidrio, interfases granja-humanos (la charla de Hiroko siempre estaba unos pasos por delante del juego). Esos temas eran un gran alivio después de todas las conferencias emocionales de Maya, sesiones interminables acerca de quién le gustaba a Maya y quién no le gustaba a Maya, acerca de lo que Maya sentía por esto o aquello, y quién había herido sus sentimientos ese día… ¡Bah! Hiroko nunca parecía una extraña, excepto cuando decía algo que Nadia no sabía cómo interpretar: «Marte nos dirá qué quiere y luego nosotros tendremos que hacerlo». ¿Qué podías responder a algo así? Pero entonces Hiroko esbozaba una amplia sonrisa y se reía ante el encogimiento de hombros de Nadia.