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Por la noche abundaban las charlas, vehementes, absorbentes, abiertas. Dmitri y Samantha estaban seguros de que pronto podrían introducir en el regolito microorganismos genéticamente diseñados, que sobrevivirían, pero primero tendrían que obtener la autorización de la UN. A la misma Nadia la idea le parecía alarmante; hacía que la ingeniería química de las factorías pareciera relativamente honesta. Más valía fabricar ladrillos que esos actos de creación peligrosos que proponía Samantha. Aunque los alquimistas también estaban haciendo algunas cosas bastante creativas. Casi a diario regresaban al parque de remolques con muestras de nuevos materiales: ácido sulfúrico, cementos de sorel para el mortero de las cámaras subterráneas, explosivos de nitrato de amonio, combustible de cianamida de calcio para los rovers, caucho de polisulfuro, hiperácidos basados en siliconas, agentes emulsionantes, una selección de probetas que contenían microelementos extraídos de las sales, y lo más nuevo: vidrio transparente. Esto último era un golpe maestro, ya que los intentos anteriores de fabricar vidrio sólo habían producido vidrio negro. Pero el truco había sido quitar el contenido de hierro a los extractos de silicato, y así una noche se sentaron en el remolque pasando de mano en mano pequeñas láminas ondulantes de vidrio, un vidrio de burbujas e irregularidades, como algo salido del siglo XVII.

Cuando la primera cámara estuvo enterrada y presurizada, Nadia la recorrió por dentro sin el casco, oliendo el aire. Se había presurizado a 450 milibares, igual que los cascos y el parque de remolques, con una mezcla de oxígeno-nitrógeno-argón, y con una temperatura de unos 15 grados centígrados. Era estupendo.

La cámara había sido dividida en dos pisos con un suelo de troncos de bambú empotrados en la pared de ladrillos, a dos metros y medio de altura. Los cilindros segmentados formaban un agradable techo verde, iluminado por unos tubos de neón que colgaban debajo. Junto a una de las paredes había una escalera de magnesio y bambú que conducía a través de un agujero a la planta de arriba. Subió para echar una ojeada. El bambú partido sobre los troncos formaba un suelo verde bastante liso. El techo era de ladrillos, abovedado y bajo. Aquí arriba colocarían los dormitorios y el cuarto de baño; en la planta baja estarían el salón y la cocina. Maya y Simón ya habían puesto unas cortinas de pared, fabricadas con el nailon de los paracaídas recuperados. No había ventanas; la iluminación sólo procedía de las luces de neón. A Nadia le disgustaba esto, y en el habitat más grande que ya estaba planificando habría ventanas en casi todos los cuartos. Pero lo primero era lo primero. De momento, esas cámaras sin ventanas eran lo mejor que podían hacer. Y al fin y al cabo un gran adelanto después del parque de remolques.

Al bajar por la escalera pasó los dedos por los ladrillos y el mortero. Eran ásperos, pero tibios al tacto, calentados por elementos instalados detrás. También había elementos de calefacción bajo el suelo. Se quitó los zapatos y los calcetines, deleitándose con el tacto de los ladrillos tibios y ásperos bajo los pies. Un cuarto maravilloso; y era también agradable pensar que habían venido a Marte y que allí habían construido hogares de ladrillos y bambú. Recordó las ruinas abovedadas que había visto años atrás en Creta, en un emplazamiento romano llamado Áptera: cisternas subterráneas de ladrillo, con bóvedas de cañón, enterradas en la ladera de una colina. Tenían casi el mismo tamaño que estas cámaras. Se desconocía su propósito exacto… almacenar aceite de oliva, decían algunos, pero habría sido una cantidad enorme de aceite. Aquellas cámaras subterráneas estaban intactas después de dos mil años, y en un país de terremotos. Mientras se calzaba de nuevo las botas, Nadia sonrió al pensarlo. Dentro de dos mil años, sus descendientes podrían caminar por esa cámara, sin duda un museo entonces, si es que aún existía… ¡la primera morada humana levantada en Marte! Y ella la había concebido. De pronto sintió los ojos de ese futuro sobre ella, y se estremeció. Eran como cromañones en una cueva y llevaban una vida que sin duda sería estudiada por los arqueólogos de generaciones venideras; gente como ella, que se haría preguntas y más preguntas y nunca llegaría a entenderlo del todo.

Transcurrió más tiempo y hubo más trabajo. Para Nadia fue como una ráfaga borrosa, siempre estaba ocupada. La construcción del interior de las bóvedas era difícil, y los robots no podían ayudar mucho con las cañerías, la calefacción, el intercambio gaseoso, las cocinas y las antecámaras. El equipo de Nadia disponía de todos los accesorios y herramientas, y podía trabajar en camiseta y pantalones cortos, pero aún así consumía una asombrosa cantidad de tiempo. ¡Trabajo, trabajo, trabajo, día tras día!

Una noche, justo antes de la puesta de sol, Nadia caminaba pesadamente por la tierra levantada hacia el parque de remolques, hambrienta, exhausta y totalmente relajada y tranquila. Aunque no podía descuidarse. La noche anterior se había hecho un desgarrón de un centímetro en el dorso de un guante; el frío en realidad no había sido demasiado intenso, unos 50 grados centígrados bajo cero, nada comparado con algunos días de invierno en Siberia… pero la baja presión del aire le había provocado un moretón en la piel, que luego había empezado a congelarse, lo que sin duda hizo que el moretón fuera más pequeño, pero también que curase más lentamente. En cualquier caso, había que cuidarse, pero era tan agradable tener los músculos cansados al final de un día de trabajo de construcción, con la luz rojiza del sol baja, cayendo oblicuamente sobre la planicie rocosa… y de pronto se dio cuenta de que era feliz. Justo en ese momento Arkadi llamó desde Fobos, y ella lo saludó con alegría.

—Me siento como un solo de Louis Armstrong de mil novecientos cuarenta y siete.

—¿Por qué mil novecientos cuarenta y siete? —preguntó él.

—Bueno, ése fue el año en que sonó más feliz. La mayor parte de su vida tuvo un tono de bordes ásperos, realmente hermoso, pero en mil novecientos cuarenta y siete fue aún más hermoso porque había en él esa alegría relajada y fluida que nunca antes se le había oído y nunca más se le oyó después.

—¿He de entender que ése fue para él un buen año?

—¡Oh, sí! ¡Un año increíble! Verás, después de veinte años de horribles grandes bandas, regresó a un pequeño grupo como los Hot Five, el grupo que dirigía de joven, y ahí estaban, las viejas canciones, incluso algunas de las viejas caras… y todo mejor que la primera vez, ya sabes, la tecnología de grabación, el dinero, el público, la banda, él mismo… Tuvo que ser como una fuente de la juventud, te lo aseguro.

—Tendrás que enviarme algunas grabaciones —dijo Arkadi. Trató de cantar—: I can’t give you anything but love, baby! —Fobos estaba subiendo en el horizonte, y él sólo había llamado para decir hola.— Así que éste es tu mil novecientos cuarenta y siete —comentó antes de cortar.

Nadia dejó a un lado las herramientas, cantando correctamente la canción. Y comprendió que Arkadi había dicho la verdad; le había pasado algo parecido a lo que le había pasado a Armstrong en 1947… porque a pesar de las condiciones de vida miserables, sus años de juventud en Siberia habían sido los más felices, de verdad. Y luego había soportado veinte años de cosmonáutica, burocracia, simulaciones y vida bajo el techo de unas grandes bandas… todo para llegar aquí. Y ahora, de pronto, de nuevo estaba al aire libre, construyendo cosas con las manos, operando maquinaria pesada, resolviendo problemas cien veces al día, igual que en Siberia pero mejor. ¡Era como el regreso de Satchmo!