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Así que, cuando Hiroko vino y dijo: —Nadia, esta llave inglesa está absolutamente congelada en esta posición—. Nadia le cantó: That’s the only thing I’m thinking of… baby!, y agarró la llave inglesa, la golpeó contra la mesa como si fuera un martillo, hizo girar el tambor de regulación para mostrar que estaba desbloqueado, y se rió de la expresión de Hiroko.

—Es la solución del ingeniero —explicó, y se fue tarareando hasta la antecámara, pensando en lo graciosa que era Hiroko, una mujer que mantenía en la cabeza todo el ecosistema del grupo pero era incapaz de clavar un clavo.

Y aquella noche habló con Sax del trabajo del día, y habló con Spencer del vidrio, y en medio de esa conversación se desplomó en la litera y acomodó la cabeza sobre la almohada, sintiéndose totalmente voluptuosa, con el glorioso coro final de Ain’t Misbehavin, persiguiéndola hasta que se quedó dormida.

Pero las cosas cambian a medida que pasa el tiempo; nada dura, ni siquiera la piedra, ni siquiera la felicidad.

—¿Te das cuenta de que ya es ele ese uno setenta? —dijo Phyllis una noche—. ¿No aterrizamos en ele ese siete?

Así que ya llevaban en Marte medio año marciano. Phyllis estaba usando el calendario creado por los científicos; entre los colonos se estaba haciendo más popular que el sistema terrano. El año de Marte era de 668,6 días locales, y para saber en qué momento estaban en ese año largo hacía falta el calendario Ls. Según este sistema, la línea entre el Sol y Marte en su equinoccio septentrional de primavera era de 0°, y luego el año se dividía en 360°, de modo que Ls = 0°–90° era la primavera septentrional, 90°–180° el verano septentrional, 180°–270° el otoño, y 270°–360° (o 0° de nuevo) el invierno.

Esta situación tan sencilla se complicaba por la excentricidad de la órbita marciana, que es extrema según los estándares terranos, pues en el perihelio Marte se encuentra unos cuarenta y tres millones de kilómetros más cerca del Sol que en el afelio, y recibe entonces alrededor de cuarenta y cinco por ciento más de luz solar. Esta fluctuación hace que las estaciones meridionales y septentrionales sean bastante diferentes. El perihelio llega cada año en Ls=250°, a finales de la primavera meridional; de modo que las primaveras y veranos meridionales son mucho más calurosos que los septentrionales, con unas temperaturas máximas treinta grados más altas. Sin embargo, los otoños e inviernos meridionales son más fríos, ya que tienen lugar cerca del afelio… tanto más fríos porque el casquete polar meridional está compuesto en su mayor parte de dióxido de carbono, mientras que el septentrional es principalmente hielo de agua.

De modo que el sur era el hemisferio de los extremos, el norte el de la moderación. Y la excentricidad orbital provocaba otra particularidad notable: los planetas se mueven más rápido cuanto más cerca están del Sol, por lo que las estaciones en la proximidad del perihelio son más cortas que las próximas al afelio. Por ejemplo, el otoño septentrional de Marte dura 143 días, mientras que la primavera septentrional dura 194. ¡La primavera 51 días más larga que el otoño! Algunos afirmaron que sólo por eso valía la pena asentarse en el norte.

De cualquier manera, estaban en el norte, y había llegado el verano. Los días estaban alargándose y el trabajo progresaba. Alrededor de la base, las rodadas de los vehículos eran una red enmarañada. Habían pavimentado una carretera de cemento que iba a Chernobil, y la base misma era ya tan grande que se extendía desde el parque de remolques hacia el horizonte en todas direcciones: el cuartel de los alquimistas y la carretera a Chernobil hacia el este, el habitat permanente hacía el norte, la zona de almacenamiento y la granja al oeste y el centro biomédico hacia el sur.

Con el tiempo todo el mundo se mudó a las cámaras acabadas del habitat permanente. Las conferencias nocturnas allí se hicieron más breves y más rutinarias que en el parque de remolques, y hubo días en los que Nadia no recibió ningún pedido de ayuda. Había algunas personas a las que sólo veía de vez en cuando: el equipo de biomedicina en sus laboratorios, la unidad de prospección de Phyllis, incluso Ann. Una noche Ann se dejó caer en su cama, junto a la de Nadia, y la invitó a acompañarla en una expedición a Helles Chasma, a unos ciento treinta kilómetros al sudoeste. Era obvio que Ann quería mostrarle algo fuera del área de la base, pero Nadia declinó la invitación.

—Tengo mucho trabajo, ya sabes. —Al ver la decepción de Ann, añadió:— Quizá en el siguiente viaje.

Y entonces hubo que volver al trabajo en el interior de las cámaras, y en los exteriores de un ala nueva. Arkadi había sugerido que la línea de cámaras fuera la primera de cuatro más, distribuidas en un cuadrado, y Nadia iba a hacerlo; tal como señaló Arkadi, luego sería posible techar el espacio delimitado por el cuadrado.

—Ahí es donde serán realmente útiles las vigas de magnesio —dijo Nadia—. Si pudiéramos fabricar láminas de vidrio todavía más fuertes…

Habían acabado dos lados del cuadrado, doce cámaras totalmente terminadas, cuando Ann y su equipo regresaron de Helles. Todos pasaron aquella noche viendo las cintas de vídeo que mostraban a los rovers de la expedición avanzando por planicies rocosas; después, delante, apareció una abertura que ocupaba toda la pantalla, como si se estuvieran acercando al borde del mundo. Por último, unos pequeños riscos extraños de un metro de altura cerraron el paso a los rovers, y las imágenes empezaron a saltar cuando un explorador bajó del vehículo y caminó con la cámara del casco encendida.

Entonces, bruscamente, pasaron a una imagen tomada desde el borde, una toma panorámica de ciento ochenta grados de un cañón; parecía mucho más grande que los hoyos de Ganges Catena, lo que era difícil de creer. Los muros del extremo más alejado del abismo apenas se divisaban en el lejano horizonte. De hecho, podían ver muros todo alrededor, pues Helles era un abismo casi cerrado, una elipse hundida de unos doscientos kilómetros de largo y cien de ancho. El grupo de Ann había llegado al borde norte a última hora de la tarde, y la curva oriental de la pared era claramente visible, inundada por la luz crepuscular; lejos, hacia el oeste, el muro se extendía como una marca oscura y baja. El fondo del abismo era casi todo llano, con una depresión en el centro.

—Si pudiéramos hacer flotar una cúpula sobre la sima —dijo Ann—, tendríamos un hermoso y gran recinto cerrado.

—Estás hablando de cúpulas milagrosas, Ann —comentó Sax—. Eso tiene unos diez mil kilómetros cuadrados.

—Bueno, sería un recinto cerrado bien grande. Y entonces podrías dejar en paz el resto del planeta.

—El peso de una cúpula haría que los muros del cañón se desplomaran.

—Por eso dije que tendríamos que hacerla flotar. Sax sacudió la cabeza.

—No es más exótico que ese ascensor espacial del que hablas.

—Quiero vivir en una casa justo donde grabaron este vídeo —interrumpió Nadia—. ¡Qué vista!

—Espera a que subas a uno de los volcanes de Tharsis —dijo Ann, irritada—. Entonces sí que tendrás una buena vista.

Últimamente menudeaban las pequeñas disputas de este género. A Nadia le recordaban los últimos meses en el Ares. Otro ejemplo: Arkadi y su equipo enviaron vídeos de Fobos, con el comentario de Arkadi. «El impacto Stickney casi desintegró esta roca, y es condrítica, casi veinte por ciento agua, así que un montón de agua se sublimó en el momento del impacto y llenó el sistema de grietas y se congeló en todo un sistema de venas de hielo.» Un material fascinante, pero lo único que consiguió fue que Ann y Phyllis, sus dos brillantes geólogas, discutieran sobre si eso explicaba realmente la presencia de hielo en Fobos. Phyllis incluso sugirió que bajaran agua desde Fobos, lo que era una tontería, aun cuando los suministros escasearan y la demanda aumentase. Chernobil consumía un montón de agua, y los granjeros querían instalar un pequeño pantano bioesférico, y Nadia quería construir un complejo de natación en una de las bóvedas, incluyendo una piscina con olas artificiales, tres baños de hidromasaje y una sauna. Cada noche la gente le preguntaba cómo marchaba el proyecto, ya que todo el mundo estaba harto de lavarse con esponjas y de no poder librarse del polvo, y de no llegar nunca a entrar en calor. Querían un baño… en sus viejos y acuáticos intelectos de delfines, por debajo de sus cerebros, allí donde los deseos eran primarios y feroces, querían volver al agua.