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Y Frank, alto, oscuro, y de algún modo atractivo, cargado de poder, girando movido por su propia dinamo, el político norteamericano, colgado ahora del dedo de una neurótica beldad rusa. Frank asintió con humildad y le dio las gracias, con expresión de desaliento. Y bien que podía tenerla.

Nadia hizo lo posible para dejar de lado esas cosas. Pero parecía que también todo lo demás se había vuelto problemático. Vlad nunca había aprobado el tiempo que pasaban en la superficie, y un día dijo:

—Tenemos que pasar la mayor parte del tiempo bajo la colina, y también enterrar la mayoría de los laboratorios. Él trabajo en el exterior tendría que restringirse a una hora temprano por la mañana y otra a la caída de la tarde, cuando el sol está bajo.

—Que me cuelguen si voy a quedarme encerrada todo el día —dijo Ann, y muchos estuvieron de acuerdo.

—Tenemos mucho trabajo pendiente —señaló Frank.

—Pero la mayor parte puede hacerse por teleoperación —repuso Vlad—. Y así debería ser. Lo que estamos haciendo equivale a quedarse a diez kilómetros de una explosión atómica…

—¿Y? —preguntó Ann—. Los soldados lo hacían…

—…cada seis meses —Vlad terminó la frase por ella, y la miró fijamente.— ¿Lo harías tú?

Hasta Ann se mostró apaciguada. No había capa de ozono, ningún campo magnético del que valiera la pena hablar; la radiación los freía casi con tanta severidad como si estuvieran en el espacio interplanetario, a un ritmo anual de 10 rem.

Y así Frank y Maya les ordenaron que racionaran el tiempo que pasaban fuera. Había un montón de trabajo interior que hacer bajo la colina para acabar la última hilera de cámaras; y era posible excavar algunos sótanos debajo, lo que les proporcionaría un poco más de espacio protegido de la radiación. Muchos de los tractores estaban equipados para ser teleoperados desde puestos interiores; los algoritmos de decisión se ocupaban de los detalles mientras los operadores humanos observaban abajo las pantallas. Así que podía hacerse; pero nadie quería esa vida. Hasta Sax Russell, a quien le gustaba trabajar en el interior, se mostró un poco perplejo. Por las noches algunos empezaron a argumentar a favor de una terraformación inmediata y plantearon la cuestión con renovada intensidad.

—Ésa no es una decisión que podamos tomar nosotros —dijo Frank con aspereza—. Depende de la UN. Además, se trata de una solución a largo plazo, en el mejor de los casos en un margen de siglos. ¡No perdamos el tiempo!

—Es verdad —dijo Ann—, pero yo tampoco quiero perder mi tiempo aquí abajo en estas cuevas. Tendríamos que llevar nuestras vidas como quisiéramos. Somos demasiado viejos para preocuparnos por la radiación.

Otra vez discusiones, discusiones que hicieron que Nadia se sintiera como si hubiera salido flotando de una buena y sólida roca terrestre y hubiera vuelto a la tensa realidad ingrávida del Ares. Críticas, quejas, disputas… hasta que la gente se aburría, o se cansaba, y se iba a dormir. Siempre que se iniciaba una discusión, Nadia se iba de la sala en busca de Hiroko y la oportunidad de debatir algo concreto. Pero era difícil eludir esas cuestiones, dejar de pensar en ellas.

Una noche Maya fue a verla llorando. Había espacio en el habitat permanente para tener una conversación privada, y Nadia la acompañó a la esquina nordeste, donde aún trabajaban en las cámaras subterráneas, y se sentó junto a ella, temblando de frío y escuchándola, y en ocasiones pasándole un brazo por los hombros.

—Mira —dijo Nadia en cierto momento—, ¿por qué no decides de una vez? ¿Por qué permites que se enfrenten entre ellos?

—¡Pero si lo he decidido! Es a John a quien amo, siempre ha sido John. Pero él me ha visto hablar con Frank y cree que lo he traicionado.

¡Realmente una reacción muy mezquina! Son como hermanos, compiten en todo, ¡y esta vez se trata de un error!

Y entonces John se plantó delante de ellas. Nadia se levantó para irse, pero él no pareció notarlo.

—Mira —le dijo a Maya—, lo siento, pero es inevitable. Hemos terminado.

—No hemos terminado —dijo Maya, recobrando al instante la serenidad—. Te quiero.

La sonrisa de John fue triste.

—Sí. Y yo te quiero a ti. Pero me gustan las cosas sencillas.

—¡Son sencillas!

—No, no lo son. Quiero decir, puedes estar enamorada de más de una persona al mismo tiempo. Cualquiera puede, así es la vida. Pero sólo puedes ser leal a una. Y yo quiero… quiero ser leal. A alguien que me sea leal. Es sencillo, pero…

Sacudió la cabeza; no fue capaz de terminar la frase. Regresó a la fila oriental de cámaras y desapareció por una puerta.

—Norteamericanos —dijo Maya con rabia—. ¡Jodidos niños! Atravesó la puerta detrás de él.

Pero volvió pronto. Él se había refugiado con un grupo en una de las salas, y no salió.

—Estoy cansada —intentó decir Nadia, pero Maya hizo oídos sordos:

se sentía cada vez más perturbada.

Hablaron durante más de una hora, una y otra vez. Por fin Nadia aceptó ir a ver a John y pedirle que viniera a ver a Maya para discutirlo. Atravesó lúgubremente las cámaras, sin prestar atención a los ladrillos ni a las coloridas cortinas de nailon. La mensajera en la que nadie reparaba.

¿No podían conseguir robots para todo esto? Localizó a John, que se disculpó por no haberla atendido antes.

—Estaba muy alterado, lo siento. Imaginé que de todos modos te enterarías de todo más tarde. Nadia se encogió de hombros.

—No importa. Pero, mira, tienes que hablarle. Así es como funcionan las cosas con Maya. Hablamos, hablamos, hablamos; si haces un trato para iniciar una relación, entras en ella hablando y sales de ella hablando. Si no, a la larga será peor para ti, créeme.

Eso lo convenció. Tranquilizado, fue en busca de Maya. Nadia se fue a dormir.

Al día siguiente estaba fuera, trabajando tarde en una zanjadora. Era el tercer trabajo del día, y el segundo había sido problemático; Samantha había intentado cargar la pala de una excavadora mientras giraba, y el aparato había caído hacia adelante, doblando las bielas de los elevadores de la pala, sacándolas de las cajas y derramando fluido hidráulico por el suelo, donde se congeló aun antes de haberse extendido. Se habían visto obligados a meter unos gatos bajo la parte trasera del tractor, y luego a desacoplar todo el accesorio de la pala y bajar el vehículo sobre los gatos, y cada paso de la operación había sido trabajoso.

Luego, tan pronto como terminaron, habían llamado a Nadia para que ayudara con una máquina perforadora Sandvik Tubex, que usaban para abrir agujeros revestidos a través de unas piedras grandes; se habían topado con el problema mientras tendían una tubería de agua desde el habitat de los alquimistas al permanente. Al parecer el martillo neumático de perforación se había congelado, de una punta a otra, y estaba tan atascado como una flecha clavada profundamente en el tronco de un árbol. Nadia se quedó mirando el brazo del martillo.

—¿Tienes alguna sugerencia para liberar el martillo sin romperlo? —preguntó Spencer.

—Romped la piedra —dijo Nadia fatigada, y fue a subirse a un tractor acoplado a una retroexcavadora.

Se acercó, excavó hasta llegar a la parte superior de la piedra y se agachó para fijar a la retroexcavadora un martillo hidráulico Allied. Acababa de ponerlo justo encima de la piedra cuando, de pronto, el martillo de perforación echó hacia atrás el taladro con un movimiento brusco, arrastrando consigo la piedra y atrapándole el costado de la mano izquierda contra la parte baja del Allied Hy-Ram.

Instintivamente ella tiró hacia atrás, y el dolor lacerante le subió por el brazo y le entró en el pecho. El fuego le corrió por el costado y lo vio todo blanco. Oyó unos gritos.