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—Ven con nosotros —le dijo a Nadia—. Aún no has visto nada del planeta, sólo la extensión que va de aquí a Ganges, y ahora no haces nada nuevo. De verdad, Nadia, no puedo creerme lo esclavizada que has estado. Quiero decir, después de todo ¿por qué viniste a Marte?

—¿Por qué?

—Sí, ¿por qué? Aquí hay dos clases de actividad: la exploración de Marte y el soporte vital para esa exploración. ¡Y tú has estado completamente inmersa en el soporte vital, sin prestar la menor atención al principal motivo que nos trajo aquí!

—Bueno, es lo que me gusta hacer —repuso Nadia, incómoda.

—Perfecto, ¡pero trata de mantener cierta perspectiva! ¡Qué demonios, podrías haberte quedado en la Tierra! ¡No tenías que recorrer esta distancia para manejar un maldito bulldozer! ¿Cuánto tiempo vas a seguir afanándote aquí, instalando cuartos de baño, programando tractores?

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Nadia, pensando en Maya y en todos los demás. Al fin y al cabo, el cuadrado de cámaras subterráneas estaba casi concluido—. Me vendrían muy bien unas vacaciones.

Partieron en tres grandes rovers de larga distancia: Nadia y cinco de los geólogos, Ann, Simón Frazier, George Berkovic, Phyllis Boyle y Edvard Perrin. George y Edvard habían sido amigos de Phyllis en la época en la NASA, y apoyaban los «estudios geológicos aplicados» que ella defendía, lo que significaba prospección de metales raros. Simón en cambio era un silencioso aliado de Ann, entregado a la investigación pura y a la política de no intervención. Nadia lo sabía a pesar de que no había pasado con ellos mucho tiempo a solas. Pero los chismes eran los chismes: si hubiera tenido que hacerlo, podría haber nombrado todas las alianzas de cada uno en la base.

Los rovers de la expedición estaban compuestos de dos módulos de cuatro ruedas, acoplados por una estructura flexible; se parecían un poco a hormigas gigantes. Los había construido Rolls-Royce y un consorcio aeroespacial multinacional, y tenían un hermoso acabado de color verde. Los módulos delanteros albergaban los alojamientos y tenían ventanillas entintadas en los cuatro lados; los de popa albergaban los depósitos de combustible y varios paneles solares negros rotatorios. Las ocho ruedas de tela metálica tenían dos metros y medio de altura y eran muy anchas.

Mientras avanzaban hacia el norte a través de Lunae Planum marcaron la ruta con pequeños radiofaros verdes, dejando caer uno cada pocos kilómetros. También despejaron el sendero de rocas que pudieran estorbar a un rover robotizado, usando el quitanieves o la pequeña grúa que el primer rover llevaba delante. De modo que, en realidad, estaban construyendo una carretera. Pero en Lunae apenas tuvieron que emplear el equipo; viajaron hacia el nordeste casi a la velocidad máxima, que eran treinta kilómetros por hora, durante varios días seguidos. Se dirigían al nordeste para evitar el sistema de cañones de Tempe y Mareotis, y esa ruta los llevó cuesta abajo por Lunae hasta la larga pendiente de Chryse Planitia. Ambas regiones se parecían mucho al terreno que rodeaba el campamento base, plagadas de baches y salpicadas de rocas pequeñas; pero como iban pendiente abajo a menudo disfrutaban de un panorama mucho más extenso que el de la colonia. Era un placer nuevo para Nadia, marchar y marchar y ver nuevos paisajes apareciendo inesperadamente sobre el horizonte: montes, declives, piedras enormes y aisladas, la ocasional mesa redonda y baja que era el exterior de un cráter.

Cuando hubieron descendido a las tierras bajas del hemisferio septentrional, dieron media vuelta y fueron hacia el norte a través de la inmensa Acidalia Planitia, y de nuevo marcharon durante varios días seguidos. Las marcas de las ruedas se extendían tras ellos como las huellas de una cortadora de césped, y los radiofaros centelleaban brillantes e incongruentes entre las rocas. Phyllis, Edvard y George hablaron de hacer algunos otros viajes para investigar lo que se había visto en unas fotografías de satélite: indicios de inusuales afloramientos minerales cerca del Cráter Perepelkin. Ann les recordó con irritación la misión que se les había encomendado. Entristeció a Nadia ver que Ann estaba casi tan distante y tensa allí fuera como en la base; siempre que los rovers se detenían ella se apeaba y caminaba sola por los alrededores, y se mostraba taciturna cuando se sentaban a cenar juntos en el Rover Uno. En ocasiones Nadia intentaba sacarla de su estado.

—Ann, ¿cómo llegaron a diseminarse de ese modo todas esas rocas?

—Meteoritos.

—Pero ¿dónde están los cráteres?

—La mayoría en el sur.

—Entonces, ¿cómo llegaron las rocas hasta aquí?

—Volaron. Ésa es la razón por la que son tan pequeñas. Sólo las rocas pequeñas podrían ser arrojadas tan lejos.

—Pero me habías dicho que estas planicies septentrionales eran relativamente nuevas, mientras que la formación de cráteres era relativamente antigua.

—Así es. Las rocas que ves aquí proceden de meteoritos tardíos. La acumulación total de rocas sueltas procedentes de impactos de meteoritos es mucho mayor de lo que aquí vemos, y eso es lo que constituye el regolito corriente. Y el regolito alcanza un kilómetro de profundidad.

—Es difícil de creer —dijo Nadia—. Quiero decir, significa muchísimos meteoritos.

Ann asintió.

—Son miles de millones de años. Ésa es la diferencia entre aquí y la Tierra, la edad del suelo va de millones de años a miles de millones. Es una diferencia que es difícil de imaginar. Pero ver cosas como ésta ayuda.

A mitad de camino del cruce de Acidalia empezaron a encontrarse con cañones largos, rectos, de muros verticales y fondos llanos. Parecían, tal como apuntó George en más de una ocasión, los lechos secos de los legendarios canales. El nombre geológico trafossae, y aparecían en grupos. Hasta los más pequeños eran infranqueables para los rovers, y cuando llegaban a uno tenían que desviarse y marchar a lo largo del borde, hasta que el suelo se elevaba o los muros se unían y de nuevo podían continuar hacia el norte por la planicie llana.

El horizonte que se extendía delante se encontraba a veces a veinte kilómetros, a veces a tres. Los cráteres empezaron a ser raros, y aquellos por los que pasaban estaban rodeados de montículos bajos que descendían desde los bordes: cráteres líquidos, donde los meteoritos habían caído sobre el permafrost, convirtiéndolo en barro caliente. Los compañeros de Nadia se quedaron un día vagando afanosamente por los montículos desperdigados alrededor de uno de los cráteres. Las laderas redondeadas, dijo Phyllis, indicaban agua antigua con tanta claridad como las fibras de la madera petrificada indicaban el árbol original. Por el modo en que hablaba, Nadia comprendió que ésta era otra de sus discrepancias con Ann; Phyllis creía en el modelo del pasado remoto húmedo, Ann en el pasado reciente húmedo. O algo semejante. La ciencia era muchas cosas, pensó Nadia, incluyendo un arma con la que golpear a otros científicos.

Más al norte, alrededor de la latitud 54o, entraron en la extraña zona de los termokarsts, un terreno de montes salpicado por abismos ovales y escarpados llamados dolinas. Estos dolinas eran cien veces más grandes que sus análogos terranos, la mayoría de dos o tres kilómetros de ancho y de unos sesenta de profundidad. Un claro vestigio de permafrost, acordaron todos los geólogos; la congelación y descongelación estacional del suelo hizo que se hundiera según este patrón. Unos abismos tan grandes indicaban que el contenido de agua debía de haber sido alto, dijo Phyllis. A menos que fuera otra manifestación de las escalas de tiempo marcianas, repuso Ann. Un suelo ligeramente helado que se iba hundiendo muy poco a poco, durante eones.