Irritada, Phyllis sugirió que intentaran recoger agua del suelo, e irritada Ann aceptó. Encontraron una pendiente suave entre unas depresiones y se detuvieron para instalar un colector de agua. Nadia se encargó de la operación con una sensación de alivio; la falta de trabajo en el viaje había empezado a afectarla. Trabajó un día entero: excavó una zanja de diez metros de largo con la pequeña retroexcavadora del rover de cabeza; tendió la galería recolectora lateral, una tubería de acero inoxidable perforada y rellenada con grava; comprobó los elementos eléctricos de calor que corrían en franjas a lo largo de la tubería y los filtros; luego rellenó la zanja con la arcilla y las rocas que habían extraído antes.
En el extremo inferior de la galería había un colector y una bomba de agua; una cañería de transporte conducía a un tanque pequeño. Las baterías darían energía a los elementos térmicos, y los paneles solares cargarían las baterías. Cuando el tanque estuviera lleno, si había suficiente agua para llenarlo, la bomba se cerraría, y se abriría una válvula solenoide, permitiendo que el agua de la cañería de transporte volviera a la galería; después se desconectarían los termoelementos.
—Casi listo —declaró Nadia a última hora del día, mientras fijaba la cañería en el último poste de magnesio. Tenía las manos peligrosamente frías, y la mano mutilada le palpitaba—. Quizá alguien podría preparar la cena —concluyó.
La cañería de transporte tenía que ser metida en un cilindro grueso de espuma de poliuretano y luego empotrada en una tubería protectora mayor. Era asombroso cómo el aislamiento complicaba la simple operación de instalar unos tubos.
Tuerca hexagonal, arandela, pasador de chaveta, un firme tirón de la llave. Nadia recorrió la tubería, comprobando las abrazaderas de unión de los empalmes. Todo seguro. Llevó sus herramientas al Rover Uno, miró atrás el resultado del trabajo del día: un tanque, una cañería corta apoyada sobre postes, una caja en el suelo, un montículo largo y bajo de tierra removida que subía colina arriba, un suelo accidentado, aunque por lo demás nada inusual en este mundo de montones de rocas.
—Beberemos un poco de agua fresca cuando volvamos —dijo.
Habían conducido hacia el norte más de dos mil kilómetros, y por fin llegaron a Vastitas Borealis, una antigua planicie de lava cubierta de cráteres que rodeaba el hemisferio septentrional entre los 60o y 70o de latitud. Por la mañana, Ann y los otros se pasaban fuera un par de horas, en la roca desnuda y oscura de la planicie, recogiendo muestras, y después viajaban con rumbo norte el resto del día, discutiendo sobre la que habían encontrado. Ann parecía más absorta en el trabajo, más feliz. Una noche Simón indicó que Fobos estaba pasando justo por encima de las colinas del sur; la marcha del día siguiente lo colocaría bajo el horizonte. Era una notable demostración de lo baja que era la órbita de la pequeña luna: ¡sólo se encontraban en la latitud 69o! Pero Fobos estaba a sólo unos cinco mil kilómetros sobre el ecuador del planeta. Nadia lo despidió con un movimiento de la mano y una sonrisa, sabiendo que todavía podría hablar con Arkadi utilizando los recién llegados radiosatélites areosincrónicos.
Tres días más tarde la roca desnuda desapareció, cubierta ahora por olas de arena negra. Fue como llegar a una playa de mar. Habían alcanzado las grandes dunas septentrionales, que envolvían el mundo en una franja entre el casquete polar y Vastitas. En el sitio en que ellos la cruzarían, la franja tenía unos ochocientos kilómetros de ancho. La arena de color carbón, teñida de púrpura y rosa, era un gran alivio para la vista después de todos los escombros rojos del sur. Las dunas se alargaban hacia el sur y el norte, en crestas paralelas que en ocasiones se quebraban o se fundían. Conducir sobre ellas era fácil; la arena era muy prieta, y sólo tenían que elegir una duna grande y avanzar por la joroba del lado occidental.
Sin embargo, después de unos días así, las dunas se hicieron más grandes y se convirtieron en lo que Ann llamó barjanes. Parecían olas enormes y congeladas, con paredes de cien metros de altura y lomos de un kilómetro de ancho, separadas por largos semicírculos. Como muchos otros accidentes del paisaje de Marte, eran cien veces más grandes que sus análogos terranos en el Sahara y el Gobi. La expedición mantuvo un curso recto sobre los lomos de aquellas grandes olas, pasando del lomo de una ola al siguiente; los rovers eran como barcos diminutos que avanzaban con ruedas de paletas por un mar ondulado y negro, congelado en el punto culminante de una tormenta titánica.
Un día el Rover Dos se paró en ese mar petrificado. Una luz en el panel indicó que había un problema en la estructura flexible entre los módulos; y en verdad el módulo posterior se había torcido hacia la izquierda y hundía en la arena las ruedas de ese lado. Nadia se metió en un traje y fue a la parte de atrás. Quitó la cubierta contra el polvo de la juntura del módulo con el chasis, y descubrió que los pernos que los mantenían juntos estaban todos rotos.
—Esto va a llevar un rato —dijo—. Si quieren, echen una mirada por los alrededores.
Al rato emergieron las figuras de Phyllis y George enfundadas en trajes, seguidas de Simón, Ann y Edvard. Phyllis y George tomaron un radiofaro del Rover Tres y lo instalaron tres metros a la derecha de la «carretera». Nadia se puso a trabajar en la estructura rota, tocando las cosas lo menos posible; era una tarde fría, quizá de setenta bajo cero; podía sentir en los huesos el frío de diamante.
Los extremos de los pernos no saldrían del costado del módulo, así que sacó un taladro y abrió otros agujeros. Empezó a cantar The Sheik of Araby. Ann, Edvard y Simón estaban discutiendo acerca de la arena. Era tan agradable, pensó Nadia, ver un terreno que no era rojo… Oír a Ann absorta en su trabajo. Tener algo de trabajo que hacer.
Casi habían llegado al círculo ártico, y era Ls=84, con el solsticio del verano septentrional a sólo dos semanas; los días se hacían más largos. Nadia y George trabajaron durante el atardecer mientras Phyllis calentaba la cena, y después de comer Nadia salió para acabar la reparación. El sol estaba rojo en medio de una neblina marrón, pequeño y redondo aun a punto de ponerse; no había suficiente atmósfera para que pareciera más achatado y grande. Terminó, guardó las herramientas y había abierto la antecámara exterior del Rover Uno cuando la voz de Ann le sonó en el oído.
—Oh, Nadia, ¿ya vas a entrar?
Alzó los ojos. Ann estaba de pie sobre la cresta de la duna al oeste, haciéndole señas con las manos, una silueta negra contra un cielo color sangre.
—Ésa era la idea —dijo.
—Ven aquí arriba un segundo. Quiero que veas esta puesta de sol, va a ser buena. Ven, sólo llevará un minuto, y te alegrará. Hay nubes en el oeste.
Nadia suspiró y cerró la puerta de la antecámara.
La cara este de la duna era escarpada. Caminó con cautela sobre las huellas que había dejado Ann. La arena allí era muy compacta y firme casi todo el tiempo. Cerca de la cima, la cresta se hizo más empinada, y ella tuvo que inclinarse hacia adelante y ayudarse con los dedos. Luego trepó a la cima ancha y redonda y pudo erguirse y mirar alrededor.
La luz del sol sólo alumbraba las crestas de las dunas más altas; el mundo era una superficie negra, herida por pequeñas curvas, como cimitarras de un gris acerado. El horizonte se alzaba a unos cinco kilómetros. Ann estaba acuclillada, con un puñado de arena en la palma de la mano.
—¿De qué está hecha? —preguntó Nadia.
—Partículas oscuras de minerales sólidos. Nadia bufó.
—Eso podría habértelo dicho yo.
—No, antes de que llegáramos aquí no habrías podido. Podía haber sido arena agregada a sales. Pero, en cambio, son ápices de roca.