—¿Por qué tan oscuras?
—Volcánicas. Verás, en la Tierra, la arena es casi toda cuarzo, porque allá hay mucho granito. Pero no en Marte. Probablemente estos granos son silicatos volcánicos. Obsidiana, pedernal, un poco de granate. Hermosa, ¿verdad?
Extendió la mano para que Nadia la inspeccionara. Muy seria, por supuesto. Nadia escudriñó las partículas negras a través del visor del casco.
—Hermosa —dijo.
Se incorporaron y contemplaron la puesta de sol. Sus sombras se extendían hasta el mismo horizonte oriental. El cielo era de un rojo oscuro, lóbrego y opaco, sólo un poco más claro en el oeste. Las nubes que había mencionado Ann eran vetas de un amarillo brillante, muy altas en el cielo. Algo en la arena capturaba la luz, y las dunas tenían un nítido color púrpura. El sol era un pequeño botón dorado, y encima de él brillaban dos astros vespertinos: Venus y la Tierra.
—Últimamente se han estado acercando más cada noche —dijo Ann en voz baja—. La conjunción será de verdad brillante.
El sol tocó el horizonte, y las crestas de las dunas se desvanecieron en la sombra. El pequeño botón del sol se hundió bajo la línea negra en el oeste. Ahora el cielo era una cúpula de color castaño, las nubes altas parecían un musgo amarillento. Las estrellas empezaron a salir de repente por doquier, y el cielo castaño cambió a un intenso violeta oscuro, un color eléctrico que se contagió a las crestas de las dunas, de modo que parecía que por la planicie se extendían medialunas de luz crepuscular líquida. Nadia sintió que una brisa le remolineaba en el sistema nervioso, le subía por la columna y le salía por la piel; las mejillas le hormigueaban y podía sentir un temblor en la médula espinal. ¡La belleza podía hacerte temblar! Era una conmoción sentir semejante respuesta física a la belleza, una excitación parecida en cierta manera al sexo. Y esa belleza era tan extraña, tan alienígena… En ese momento se dio cuenta de que nunca la había visto antes de la forma adecuada, o que nunca la había sentido de verdad; había estado disfrutando de la vida como si fuera una Siberia bien hecha, de modo que en realidad había estado viviendo en una vasta analogía, comprendiéndolo todo en términos de pasado. Pero ahora estaba bajo un cielo alto y violeta en la superficie de un océano negro petrificado, todo nuevo, todo extraño; era imposible compararlo con nada que hubiera visto antes; y de repente el pasado se le fue de la cabeza y ella dio vueltas en círculo como una niña pequeña que intentara marearse, sin un solo pensamiento. Un peso le penetró en la carne desde la piel y ya no se sintió hueca; por el contrario, se sintió extremadamente sólida, compacta, equilibrada. Una pequeña roca pensante, girando como una peonza.
Bajaron deslizándose por la escarpada cara de la duna sobre los talones de las botas. Al llegar abajo Nadia le dio un impulsivo abrazo a Ann.
—Oh, Ann, no sé cómo agradecértelo.
Aun a través de los visores entintados del casco pudo ver que Ann sonreía. Una visión rara.
Desde entonces las cosas le parecieron diferentes a Nadia. Oh, sabía que dependía de ella, que se trataba de prestar atención de un modo nuevo, de mirar. Pero el paisaje la ayudaba a alimentar esa nueva atención. Al día siguiente dejaron las dunas negras y prosiguieron la marcha hacia lo que llamaban terreno estratificado o laminado. Ésa era la región de arena llana que en el invierno quedaría bajo la falda de CO2 del casquete polar. Ahora, en pleno verano, era un paisaje conformado en su totalidad por arenosos diseños curvilíneos. Subieron por anchas estelas llanas de arena amarilla, confinadas entre extensas y sinuosas mesas. Las vertientes de las mesas se escalonaban, laminadas exquisita y burdamente a la vez, como madera que hubiera sido cortada y pulida para que mostrara una hermosa fibra. Ninguno de ellos había visto jamás una tierra como aquélla; se pasaban las mañanas recogiendo muestras y perforando, y paseando por los alrededores en un ballet a la zancada marciana, hablando hasta por los codos, Nadia tan excitada como cualquiera de ellos. Ann le explicó que la helada de cada invierno atrapaba una lámina en la superficie. Luego, el viento había cortado los cauces secos y había erosionado los bordes, y cada estrato era más desnudo que el de abajo, de modo que las paredes de los cauces secos se alzaban en cientos de terrazas estrechas.
—Es como si el suelo fuera un plano topográfico de sí mismo —dijo Simón.
Conducían durante el día y salían al anochecer, en crepúsculos purpúreos que duraban hasta justo antes de la medianoche. Perforaban y alcanzaron núcleos arenosos que tenían hielo, laminados hasta donde fueron capaces de bajar. Una noche Nadia estaba subiendo con Ann por una serie de terrazas paralelas, escuchando a medias la explicación de la precesión del afelio y el perihelio, cuando miró hacia atrás al cauce seco y vio que brillaba como limones y albaricoques bajo la luz vespertina y que encima había nubes lenticulares de color verde pálido, imitando a la perfección las curvas del terreno.
—¡Mira! —exclamó.
Ann se volvió y lo vio y se quedó quieta. Observaron las franjas de nubes bajas que flotaban en el cielo.
Al fin la llamada para cenar desde uno de los rovers las trajo de vuelta. Y bajando por las terrazas de arena escalonadas Nadia supo que había cambiado… eso, o el planeta se volvía cada vez más extraño y hermoso a medida que viajaban hacia el norte. O las dos cosas.
Avanzaban sobre terrazas llanas de arena amarilla, arena tan fina y dura y limpia de rocas que podían marchar a velocidad máxima, aminorando sólo para subir o bajar de un escalón a otro. De vez en cuando las pendientes curvas entre las terrazas les creaban algunos problemas, y en una o dos ocasiones tuvieron que volverse atrás y buscar otro camino. Pero, por lo general, encontraban una ruta hacia el norte sin dificultad.
En el cuarto día de terreno laminado, las paredes de la meseta que flanqueaban el lecho plano por el que iban se curvaron y se unieron. Los rovers subieron por la hendidura hacia un llano más alto; y allí, ante ellos, en el nuevo horizonte, había una colina blanca, una gran elevación redondeada, como un Ayers Rock blanco. Una colina blanca… ¡era hielo! Una colina de hielo, de cien metros de altura y un kilómetro de ancho… y cuando la rodearon vieron que se prolongaba hacia el norte. Era la punta de un glaciar, quizá una lengua del casquete del polo. En los otros vehículos todos gritaban, y en medio del ruido y la confusión Nadia sólo pudo oír a Phyllis gritando:
—¡Agua! ¡Agua!
Agua, desde luego. Aunque siempre supieron que la encontrarían, todavía era muy sorprendente toparse con toda una colina grande y blanca de agua, la más alta que habían visto en los 5.000 kilómetros de viaje. Les llevó todo aquel primer día acostumbrarse a ella: detuvieron los rovers, la señalaron, charlaron, salieron a mirarla, tomaron muestras de la superficie y perforaron; la tocaron, treparon unos metros. Igual que la arena de alrededor, la colina de hielo estaba horizontalmente laminada, con líneas de polvo separadas por líneas de hielo. El hielo entre las líneas parecía picado y granulado; en aquella presión atmosférica se sublimaba casi a cualquier temperatura, dejando las paredes laterales picadas y carcomidas hasta una profundidad de unos pocos centímetros; debajo era sólido y duro.
—Esto es un montón de agua —dijeron todos en algún momento. Agua, en la superficie de Marte…
A la mañana siguiente, la colina glaciar ocultó el horizonte: un muro que los acompañó todo el día. Entonces sí que empezó a parecer un montón de agua, en especial cuando se elevó hasta una altura de unos trescientos metros. En realidad, era una especie de cordillera montañosa que dividía el valle de la cara este. Y luego, en el horizonte del noroeste, apareció otra colina blanca, la cima de otra cordillera que asomaba encima del horizonte, con una base oculta por debajo de el. Otra colina glaciar, una muralla que los obligaba a ir hacia el oeste, se alzaba a unos treinta kilómetros de distancia.