De modo que se encontraban en Chasma Borealis, un valle excavado por el viento que penetraba hacia el norte en el casquete de hielo a lo largo de unos quinientos kilómetros, más de la mitad de la distancia hasta el polo mismo. El suelo era una planicie de arena, dura como cemento, y a menudo con una crujiente capa de escarcha de CO2. Las paredes de hielo de la grieta eran altas, pero no verticales; se inclinaban hacia atrás en un ángulo de menos de 45°, y como las laderas del terreno laminado, se escalonaban en terrazas, terrazas gastadas por la erosión del viento y la sublimación, las dos fuerzas que a lo largo de decenas de miles de años habían abierto todo ese abismo.
En vez de subir hasta la cabecera del valle, los exploradores se acercaron a la pared occidental, buscando un radiofaro que habían soltado en paracaídas junto con un equipo de minería de hielo. Las dunas de arena en medio de la grieta eran bajas y regulares, y los rovers marcharon por la tierra ondulada, arriba y abajo, arriba y abajo. Entonces, al alcanzar la cresta de una ola de arena, divisaron el cargamento, a no más de dos kilómetros de la pared de hielo noroeste: voluminosos contenedores verde lima sobre esqueléticos módulos de descenso, una visión extraña en aquel mundo blanco, tostado y rosa.
—¡Qué ofensa para la vista! —exclamó Ann, pero Phyllis y George aplaudieron.
Durante la larga tarde, el umbrío lado occidental del hielo pasó por una variada gama de colores pálidos: el hielo de agua más pura era claro y azul, pero la mayor parte de la ladera tenía color de marfil translúcido, teñido de polvo rosa y amarillo. Algunas manchas irregulares de hielo de CO2, eran de un blanco puro y brillante; había mucho contraste entre el hielo seco y el hielo de agua y delimitar los perfiles reales de la ladera parecía imposible. Y el perfil en escorzo hacía difícil calcular a ciencia cierta la altura real de la colina; parecía subir eternamente, y era probable que se encontrara entre los trescientos y quinientos metros por encima del suelo de Borealis.
—¡Esto es un montón de agua! —exclamó Nadia.
—Y hay más bajo tierra —dijo Phyllis—. Nuestras perforaciones muestran que el casquete en realidad se extiende muchos grados de latitud más hacia el sur de lo que vemos, enterrado bajo el terreno estratificado.
—¡Así que tenemos aquí más agua de la que nunca vamos a necesitar!
Ann frunció los labios con tristeza.
El descenso del equipo de minería había determinado el sitio que ocuparía el campamento para la minería de hielo: la pared oeste de Chasma Borealis, en los 41° de longitud y 83o de latitud norte. Deimos acababa de seguir a Fobos bajo el horizonte; no volverían a verlo hasta que regresaran al sur del grado 82. Las noches de verano eran una hora de crepúsculo púrpura; el resto del tiempo el Sol daba vueltas, nunca más de veinte grados sobre el horizonte. Los seis pasaron largas horas en el exterior, trasladando el extractor de hielo al muro y luego montándolo. El componente principal era una perforadora de túneles robótica, más o menos del tamaño de uno de los rovers. La perforadora entraba en el hielo y enviaba de vuelta tambores cilíndricos de un metro y medio de diámetro. Cuando la pusieron en marcha, emitió un zumbido sonoro y grave, que aún era más alto si apoyaban los cascos contra el hielo o incluso si lo tocaban con las manos. Después de un rato, unos tambores blancos de hielo cayeron pesadamente en un vagón y luego una pequeña carretilla elevadora robot se los llevó a la destilería, que lo derretiría y le quitaría el considerable contenido de polvo, para después volver a congelar el agua en cubos de un metro, más adecuados para las cabinas de carga de los rovers. Más tarde los rovers de transporte serían perfectamente capaces de venir al emplazamiento, cargar y regresar solos a la base, y la base dispondría entonces de un suministro regular de agua. Había alrededor de cuatro o cinco millones de kilómetros cúbicos en el casquete polar visible, estimó Edvard, aunque el cálculo era bastante conjetural.
Pasaron varios días probando el extractor y desplegando una serie de paneles solares. En los largos atardeceres, después de cenar, Ann escalaba la pared de hielo, decía que para tomar más muestras, pero Nadia sabía que sólo quería alejarse de Phyllis, Edvard y George. Y naturalmente quería subir hasta la cima para encontrarse sobre el casquete polar y mirar alrededor, y tomar muestras de los estratos más recientes del hielo. Así que un día, cuando el extractor hubo pasado todas las pruebas de rutina, Nadia, Simón y ella se levantaron al amanecer, justo después de las 2, salieron al aire superfrío de la mañana y treparon, con sombras como de grandes arañas que subían delante. La inclinación del hielo era de unos treinta grados, escarpándose de vez en cuando, a medida que ascendían los toscos escalones del costado estratificado de la colina.
Eran las 7 cuando la pendiente se inclinó hacia atrás y caminaron sobre la superficie del casquete. Al norte había una planicie de hielo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista: un horizonte elevado a unos treinta kilómetros. Mirando hacia el sur pudieron ver muy a lo lejos los remolinos geométricos del terreno estratificado; era el panorama más extenso que Nadia hubiera visto nunca en Marte.
El hielo de la meseta se extendía en capas, como la arena laminada de debajo de ellos, con anchas franjas de sucio polvo rosado. La otra pared de Chasma Borealis se extendía hacia el este, y desde donde ella estaba parecía casi vertical, larga, alta, maciza.
—¡Tanta agua! —repitió Nadia—. Es más de la que jamás necesitaremos.
—Depende —dijo Ann con voz ausente, atornillando en el hielo la estructura de la pequeña perforadora. El visor oscurecido se alzó hacia Nadia—. Si los terraformadores se salen con la suya, todo esto se evaporará como rocío en una mañana calurosa. Subirá al aire para formar bonitas nubes.
—¿Sería eso tan malo? —preguntó Nadia.
Ann le clavó la mirada. A través del visor entintado sus ojos parecían cojinetes de bolas.
Aquella noche durante la cena dijo:
—Realmente tendríamos que hacer una escapada hasta el polo. Phyllis sacudió la cabeza.
—No tenemos ni la comida ni el aire.
—Pide que nos dejen caer un cargamento. Esta vez fue Edvard quien negó con la cabeza.
—¡El casquete polar está atravesado por valles casi tan profundos como Borealis!
—No tanto —dijo Ann—. Podrías ir en línea recta. Los valles de remolinos parecen tremendos desde el espacio, pero sólo por la diferencia de albedo entre el agua y el CO2. Las pendientes reales nunca están a más de seis grados de la horizontal. En realidad sólo es más terreno estratificado.
—Pero, para empezar, ¿qué me dices de la subida al casquete?
—Nos desviaríamos hacia una de las lenguas de hielo que bajan a la arena. Son como rampas que suben hasta el macizo central, y una vez allí, ¡derecho hasta el polo!
—No hay motivo para ir —dijo Phyllis—. Simplemente será un poco más de lo mismo. Y significa más exposición a las radiaciones.
—Y —añadió George—, podríamos usar la comida y el aire que tenemos para examinar los lugares por los que pasamos. Así que eso era lo que pretendían. Ann frunció el ceño.
—Yo soy la directora de estudios geológicos —replicó con brusquedad.
Lo cual bien podía ser cierto, pero como política dejaba mucho que desear, en especial si la comparábamos con Phyllis, que tenía muchos amigos en Houston y Washington.