—Pero no hay ningún motivo geológico para ir al polo —dijo entonces Phyllis con una sonrisa—. Será el mismo hielo. Tú sólo quieres ir.
—¿Y qué? —preguntó Ann—. Todavía hay preguntas científicas que están por contestar allá arriba. ¿Tiene el hielo la misma composición, cuánto polvo…? En cualquier sitio al que vamos por aquí recogemos datos importantes.
—Pero estamos aquí para conseguir agua. No para perder tiempo en tonterías.
—¡No es perder tiempo en tonterías! —dijo Ann—. ¡Obtenemos agua para poder explorar, no exploramos sólo para obtener agua! ¡Lo has entendido al revés! ¡No me cabe en la cabeza a cuántos en esta colonia les pasa lo mismo!
—Veamos qué dice la base —dijo Nadia—. Quizá necesiten nuestra ayuda allí, o tal vez no puedan enviarnos un cargamento, nunca se sabe.
—Apuesto a que terminaremos pidiendo permiso a la UN. —gruñó Ann.
Tenía razón. Frank y Maya no aprobaban la idea, John se mostró interesado pero sin comprometerse. Cuando Arkadi se enteró, la apoyó y declaró que si era necesario enviaría un cargamento de suministros desde Fobos, lo cual, dada la órbita del satélite, era por lo menos poco práctico. Pero entonces Maya se comunicó con Control de Misión en Houston y Baikonur, y la discusión se extendió. Hastings se opuso al plan, pero en cambio les gustó a Baikonur y a muchos de la comunidad científica.
Por último Ann se puso al teléfono, y habló con una voz seca y arrogante, aunque parecía asustada.
—Soy la directora geológica, y digo que es necesario. No habrá oportunidad mejor para conseguir datos in situ sobre el estado original del casquete. Es un sistema delicado, sensible a cualquier cambio en la atmósfera. Y hay planes para llevarlo a cabo, ¿no es verdad? Sax, ¿sigues trabajando en esos molinos de viento?
Sax no había tomado parte en la discusión y tuvieron que llamarlo para que se pusiera al teléfono.
—Sí —dijo cuando se le repitió la pregunta. A Hiroko y a él se les había ocurrido la idea de manufacturar pequeños molinos de viento, que se soltarían desde dirigibles por todo el planeta. Los constantes vientos del oeste los harían girar, y la rotación se convertiría en calor en unas bobinas de la base de los molinos, y ese calor sencillamente se liberaría a la atmósfera. Sax ya había diseñado una factoría automatizada para que los fabricase; confiaba en hacerlos a miles. Vlad señaló que el calor obtenido sería al precio de la disminución de los vientos… no se podía conseguir algo a cambio de nada. En el acto Sax afirmó que ése sería un beneficio secundario, dada la severidad de las tormentas de polvo que a veces provocaba el viento. Un poco de calor por un poco de viento era un gran negocio.
—Por lo tanto, un millón de molinos de viento —dijo en ese momento Ann—. Y es sólo el comienzo. Hablaste de diseminar polvo negro sobre los casquetes polares, ¿no es así, Sax?
—Espesaría la atmósfera más rápidamente que cualquier otra cosa.
—De modo que si te sales con la tuya —dijo Ann—, los casquetes están condenados. Se evaporarán y luego diremos: «Me pregunto cómo eran». Y nunca lo sabremos.
—¿Disponen de suficientes provisiones, de suficiente tiempo? —preguntó John.
—Nosotros les lanzaremos suministros —repitió Arkadi.
—Quedan cuatro meses de verano —dijo Ann.
—¡Tú lo único que quieres es ir al polo! —exclamó Frank, como un eco de Phyllis.
—¿Y qué? —repuso Ann—. Puede que tú hayas venido aquí a jugar a política de despachos, pero yo pretendo ver un poco el lugar.
Nadia hizo una mueca. Eso acabó con aquella línea de conversación, y Frank estaría furioso. Lo que nunca era una buena idea. Ann, Ann…
Al día siguiente las oficinas terranas nivelaron la balanza con la opinión de que deberían sacarse muestras del casquete polar en su estado primigenio. No hubo ninguna objeción desde la base, aunque Frank no volvió a intervenir. Simón y Nadia vitorearon:
—¡Al norte hacia el polo! Phyllis sólo sacudió la cabeza.
—No veo la necesidad. George, Edvard y yo nos quedaremos aquí como equipo de apoyo, y nos aseguraremos de que el extractor de hielo funcione bien.
De modo que Ann, Nadia y Simón tomaron el Rover Tres y retrocedieron por Chasma Borealis, dando un rodeo para poner rumbo al oeste, donde uno de los glaciares que se alejaba serpenteando del casquete era una rampa perfecta. La malla de las grandes ruedas mordía el suelo, y el rover rodaba sobre las diversas superficies del casquete, sobre manchas de polvo granulado al descubierto, colinas bajas de hielo duro, campos de cegadora escarcha blanca de CO2, y el habitual cordón de hielo de agua sublimada. Desde el polo, partían hacia el exterior unos valles poco profundos que parecían remolinos y seguían el sentido de las agujas del reloj; algunos de ellos eran muy anchos. Al atravesarlos bajaron por una cuesta irregular que se perdía en una curva a derecha e izquierda en ambos horizontes, toda ella cubierta por un hielo seco brillante; eso podía durar veinte kilómetros, hasta que todo el mundo visible era blanco. Luego, aparecía ante ellos una cuesta ascendente del hielo más familiar, sucio, de agua roja, estriado por líneas de nivel. Mientras cruzaban el fondo de la hondonada el mundo parecía dividido en dos, blanco detrás, rosa sucio delante. Subiendo por las pendientes que daban al sur encontraron el hielo de agua más carcomido que en ningún otro sitio, pero, tal como señaló Ann, un metro de hielo seco se aposentaba en los inviernos sobre el casquete permanente, destruyendo la frágil filigrana del verano anterior, por lo que los pozos se llenaban todos los años; las grandes ruedas del rover aplastaron limpiamente el hielo.
Más allá de los valles remolino se encontraron en una planicie que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Detrás del vidrio polarizado y entintado de las ventanillas del rover, el llano era de una blancura inmaculada. En una ocasión pasaron jumo a una colina baja y circular, la marca de algún impacto bastante reciente y cubierta de hielo. Se detuvieron a perforar y tomar muestras. Nadia tuvo que limitar a Ann y a Simón a cuatro perforaciones al día, con el fin de ahorrar tiempo y evitar que los tanques del rover se sobrecargaran. Y no sólo se trataba de las perforaciones: a menudo pasaban junto a rocas negras aisladas, que descansaban en el hielo como esculturas de Magritte… meteoritos. Recogieron los más pequeños y tomaron muestras de los grandes, y una vez encontraron uno tan grande como el rover. Estaban compuestos de níquel y hierro, o eran condritos rocosos. Mientras sacaba astillas de uno de los condritos con un cincel, Ann le dijo a Nadia:
—¿Sabes que en la Tierra han encontrado meteoritos procedentes de Marte? También sucede al revés, aunque es menos frecuente. Haría falta un impacto realmente grande para arrancar rocas del campo gravitatorio de la Tierra con la velocidad suficiente para que lleguen aquí. Una delta y de quince kilómetros por segundo, como mínimo. He oído decir que alrededor del dos por ciento del material proyectado fuera del campo de la Tierra terminaría en Marte. Pero sólo los más grandes, como el impacto límite C/T. Resultaría extraño encontrar aquí un pedazo del Yucatán, ¿no?
—Pero eso ocurrió hace sesenta millones de años —dijo Nadia—. Estaría enterrado bajo el hielo.
Más tarde, caminando de regreso al rover, Ann dijo:
—Bueno, si derriten el hielo encontraremos algunos. Tendremos un museo entero de meteoritos, posados alrededor en la arena.
Cruzaron más valles remolino, volviendo de nuevo a la rutina del arriba-y-abajo, como barcos sobre las olas, aunque esta vez eran las olas más grandes con que habían topado, cuarenta kilómetros de cresta a cresta. Desde las veintidós horas hasta las cinco de la madrugada se detenían en montes o en bordes de cráteres sepultados y disfrutaban de un buen panorama; y oscurecieron las ventanas con una doble polarización para dormir algo por la noche.