—Lo sé. —Habló con una voz tensa, tan tensa que de pronto el cuidado tono neutro se perdió y se olvidó.— ¿Es que crees que no lo sé?
—Se levantó y sacudió el martillo.— ¡Pero no es justo! Quiero decir, miro esta tierra y… y la amo. Quiero estar fuera y recorrerla siempre, estudiarla, vivir en ella, conocerla. Pero cuando lo hago, la altero… destruyo lo que es, lo que amo. Esta carretera que hemos hecho, ¡me duele verla! Y el campamento base es como el pozo abierto de una mina, en medio de un desierto que no ha sido tocado nunca desde el comienzo del tiempo. Es tan feo, tan… No quiero hacerle eso a todo Marte, Nadia, no quiero. Preferiría morir. Dejemos el planeta en paz, dejemos su soledad y que la radiación haga lo que quiera. Es sólo una cuestión de estadística, de todas maneras, quiero decir que si eleva mi probabilidad de desarrollar cáncer a una de diez, ¡entonces nueve veces de cada diez estoy bien!
—Perfecto para ti —dijo Nadia—. O para cualquier individuo. Pero para el grupo, para todas las cosas vivas que hay aquí… ya sabes, el daño genético. Con el tiempo nos dañará. No puedes pensar sólo en ti.
—Parte de un equipo —dijo Ann con voz apagada.
—Bueno, lo eres.
—Lo sé. —Suspiró.— Todos lo diremos. Todos seguiremos adelante y haremos que el lugar sea seguro. Carreteras, ciudades. Cielo nuevo, tierra nueva. Hasta que sea una especie de Siberia o de Territorios del Noroeste, y Marte ya no exista, y nosotros estaremos aquí, y nos preguntaremos por qué nos sentimos tan vacíos. Por qué cuando miramos este mundo no somos capaces de ver nada más que nuestras propias caras.
En el sexagésimo segundo día de la expedición vieron penachos de humo sobre el horizonte meridional, hebras marrones, grises, blancas y negras que se elevaban y se mezclaban y se hinchaban hasta convertirse en una nube, un hongo chato, cuyas volutas se alejaron hacia el este.
—De nuevo en casa, de nuevo en casa —dijo Phyllis con alegría.
Las rodadas dejadas en el viaje de ida, cubiertas a medias por el polvo, los guiaron de vuelta al humo: a través de la zona de carga, a través de un terreno surcado por marcas de ruedas, a través de tierra pisoteada hasta convertirse en arena rojiza, más allá de zanjas y montículos, pozos y cosas apiladas, y finalmente hasta la gran loma desnuda del habitat permanente, un reducto cuadrado de tierra, ahora coronado por una red plateada de vigas de magnesio. Ese cuadro despertó el interés de Nadia pero, a medida que avanzaban hacia el interior, no pudo evitar ver el desorden de estructuras, embalajes, tractores, grúas, depósitos de repuestos, depósitos de basura, molinos de viento, paneles solares, depósitos elevados de agua, carreteras de hormigón que iban hacia el este, el oeste y el sur, extractores de aire, los edificios bajos del cuartel de los alquimistas, sus chimeneas emitiendo los penachos de humo que habían visto; las pilas de vidrio, los conos redondeados de grava gris, los grandes montículos de regolito en bruto junto a la factoría de cemento, los pequeños montículos de regolito diseminados por todas partes. Tenía el aspecto desordenado, funcional, feo, de Vanino, o Usman o de cualquiera de las ciudades estalinistas de industria pesada en los Urales, o de los campos petrolíferos de Yakut. Atravesaron cinco kilómetros de esa devastación, y Nadia no se atrevió a mirar a Ann, sentada en silencio junto a ella, irradiando disgusto y repugnancia. También Nadia estaba aturdida, y sorprendida por el cambio en su propia actitud; todo esto le había parecido muy normal antes del viaje, de hecho la había complacido enormemente. Ahora se sentía un poco asqueada, y temerosa de que Ann pudiera hacer algo violento, en especial si Phyllis decía algo más. Pero Phyllis mantuvo la boca cerrada y entraron en el solar de los tractores fuera del garaje norte y se detuvieron. La expedición había terminado.
Uno a uno acoplaron los rovers a la pared del garaje y salieron a gatas por las puertas. Rostros familiares se apiñaron alrededor, Maya, Frank, Michel, Sax, John, Úrsula, Spencer, Hiroko y el resto, como hermanos y hermanas de verdad, pero tantos que Nadia se sintió abrumada, se encogió como una anémona, y le fue difícil hablar. Quiso retener algo que sintió que se le escapaba, y miró alrededor en busca de Ann y de Simón, pero estaban atrapados por otro grupo y parecían aturdidos, Ann estoica, una máscara de sí misma.
Phyllis contó la historia por ellos.
—Fue hermoso, realmente espectacular, el sol brillaba todo el tiempo, y el hielo está allí de verdad, tenemos acceso a un montón de agua, cuando estás en ese casquete polar es como si estuvieras en el Ártico…
—¿Encontraron algo de fósforo? —preguntó Hiroko.
Era increíble ver la cara de Hiroko, preocupada por sus plantas y la escasez de fósforo. Ann le contó que había encontrado montones de sulfatos en los cráteres de Acidalia, así que se fueron juntas a examinar las muestras. Nadia siguió a los otros por el corredor subterráneo de paredes de hormigón hacia el habitat permanente, pensando en una ducha de verdad y en verduras frescas, escuchando a medias a Maya que le daba las últimas noticias. Estaba en casa.
De vuelta al trabajo; y, como antes, era implacable y de múltiples facetas, una lista interminable de cosas por hacer, y siempre sin disponer de suficiente tiempo, porque aunque algunas tareas ocupaban poco tiempo humano, no como Nadia había temido, siendo adecuadas para los robots, todo lo demás requería en verdad una larga dedicación. Y ninguna de esas tareas le dio la alegría que había tenido construyendo las cámaras abovedadas, aunque fueran interesantes como problema técnico.
Si querían que la plaza central bajo la cúpula tuviese alguna utilidad, había que poner unos cimientos que desde el fondo hasta la superficie estuvieran compuestos de grava, hormigón, grava, fibra de vidrio, regolito y, por último, tierra tratada. La misma cúpula se haría de láminas dobles de vidrio grueso tratado, para mantener la presión, reducir los rayos ultravioletas y un cierto porcentaje de radiación cósmica. Cuando todo esto estuviera hecho, tendrían un atrio central ajardinado de 10.000 metros cuadrados, un plan en verdad elegante y satisfactorio. Pero a medida que Nadia trabajaba en los diversos aspectos de la estructura, descubrió que se distraía, que tenía el estómago tenso. Maya y Frank ya no se hablaban en sus papeles oficiales, lo que indicaba que su relación privada marchaba muy mal; y Frank tampoco parecía querer hablar con John, lo que era una pena. La relación rota entre Sasha y Yeli se había convertido en una especie de guerra civil entre sus amigos, y el grupo de Hiroko, Iwao, Paul, Ellen, Rya, Gene y Evgenia y los demás, quizá como reacción a todo eso, pasaba los días en el patio interior o en los invernaderos, viviendo juntos allí, más reservados que nunca. Vlad y Úrsula y los demás del equipo médico estaban absortos en la investigación, casi hasta el punto de excluir el trabajo clínico con los colonos, lo que enfurecía a Frank; y los ingenieros genéticos se pasaban todo el tiempo en el parque de remolques reconvertido, en los laboratorios.
Y, sin embargo, Michel Duval se comportaba como si nada fuera anormal, como si él no fuera el psicólogo de la colonia. Pasaba un montón de tiempo viendo la televisión francesa. Cuando Nadia le preguntó por Frank y John, le respondió con una mirada vacía.
Llevaban en Marte 420 días, y los primeros segundos del nuevo universo habían desaparecido. Ya no se reunían para planificar el trabajo del día siguiente o hablar de lo que hacían. «Estamos demasiado ocupados», contestaban todos a Nadia. «Bueno, es muy complicado explicarlo, ya sabes, te dormirías de aburrimiento. Me sucede a mí.» Y así sucesivamente.
Y entonces, en sus ratos de ocio, veía mentalmente las dunas negras, el hielo blanco, las figuras recortadas contra un cielo crepuscular. Se estremecía y volvía a la realidad con un suspiro. Ann ya había preparado otra expedición y se había marchado, en esta ocasión al sur, a los brazos más septentrionales del gran Valle Marineris, para ver otras maravillas inimaginables. Pero a Nadia la necesitaban en el campamento, sin importar si quería o no estar con Ann en los cañones. Maya se quejó del tiempo que Ann pasaba fuera. «Es evidente que ella y Simón han iniciado algo y disfrutan de una luna de miel mientras nosotros trabajamos aquí como esclavos.» Así era como Maya veía las cosas. Pero Ann estaba en los cañones, y eso era todo lo que hacía falta para que fuera feliz. Si ella y Simón habían comenzado algo personal, sería una extensión natural de todo aquello, y Nadia esperó que fuera verdad, sabía que Simón amaba a Ann, y ella había sentido la presencia de una soledad inmensa en Ann, algo que necesitaba un contacto humano. ¡Ojalá pudiera unirse a ellos otra vez!