Pero tenía que trabajar. Y trabajó, supervisó a la gente en los emplazamientos de construcción, se paseó por las obras y se irritó por el trabajo chapucero de sus amigos. La mano dañada había recuperado parte de su fuerza durante el viaje, de modo que otra vez podía conducir tractores y bulldozers; pasó largos días haciéndolo, pero ya no era lo mismo.
En Ls=208° Arkadi bajó a Marte por primera vez. Nadia fue al nuevo espaciopuerto y esperó de pie al borde de la ancha extensión de cemento y polvo, saltando de un pie a otro para calentarse. El cemento de tierra de siena quemado ya estaba marcado por las manchas amarillas y negras de descensos anteriores. La burbuja de Arkadi apareció en el cielo rosa, un punto blanco y luego una llama amarillenta, como el escape de gases de una chimenea invertida. Por último se transformó en una semiesfera geodésica con cohetes y patas en la parte inferior, que bajaba a la deriva sobre una columna de fuego, y aterrizó con asombrosa delicadeza justo en el punto central. Arkadi había estado trabajando en el programa de descenso, al parecer con buenos resultados.
Salió por la compuerta del transbordador unos veinte minutos después, y se irguió en el escalón, mirando en torno. Bajó con seguridad por la escalera, y ya en el suelo dio unos saltos experimentales sobre las puntas de los pies, avanzó unos pasos, luego dio unas vueltas, con los brazos abiertos. Nadia tuvo un súbito y punzante recuerdo de cómo había sido, de aquella sensación de estar hueca. En ese momento él se cayó. Ella corrió hacia Arkadi, él la vio, se levantó y avanzó directamente hacia ella y volvió a tropezar y caer sobre el áspero cemento Portland. Lo ayudó a ponerse de pie y se fundieron en un abrazo y se tambalearon, él con su enorme traje presurizado, ella con el traje elástico. La cara peluda de él parecía escandalosamente real a través de los visores; el vídeo le había hecho olvidar la tercera dimensión y esas otras cosas que hacían que la realidad fuera tan vivida, tan real. Arkadi golpeó despacio el visor del casco contra el de ella, esbozando una sonrisa de loco. Ella sintió que la cara se le distendía en una sonrisa parecida.
Él señaló su consola de muñeca y pasó a la frecuencia privada, 4224; ella hizo lo mismo.
—Bienvenido a Marte.
Alex, Janet y Roger habían acompañado a Arkadi, y cuando todos salieron del transbordador subieron al modelo Ts abierto y Nadia los llevó de vuelta a la base. Fueron primero por el camino pavimentado, luego dieron un rodeo y pasaron por el Cuartel de los Alquimistas. Les habló de cada edificio, y de pronto se sintió nerviosa, recordando la impresión que había tenido después del viaje al polo. Se detuvieron delante de la antecámara del garaje y ella los condujo dentro. Allí hubo otra reunión de familia.
Más tarde aquel mismo día Nadia guió a Arkadi por el cuadrado de cámaras subterráneas, una puerta tras otra, un cuarto amueblado tras otro, por todos y cada uno de los veinticuatro que había, y después al atrio. El cielo tenía un color rubí a través de los paneles de vidrio, y los puntales de magnesio brillaban como plata pulida.
—¿Y bien? —dijo al fin Nadia, incapaz de contenerse más—. ¿Qué te parece?
Arkadi rió y le dio un abrazo. Aún seguía enfundado en el traje espacial, y la cabeza le asomaba sobre el hueco abierto del cuello; lo sintió acolchado y voluminoso en el traje, y deseó que no lo tuviera puesto.
—Bueno, hay cosas que están bien y otras que están mal. Pero ¿por qué es tan feo? ¿Por qué tan triste?
Nadia se encogió de hombros, irritada.
—Hemos estado ocupados.
—También nosotros en Fobos, ¡pero tendrías que verlo! Hemos recubierto las paredes de todas las galerías con paneles de níquel y bandas de platino, y hemos decorado las superficies de los paneles con diseños iterados que los robots activan por la noche, reproducciones de Escher, espejos desviados que dan imágenes infinitas, paisajes de la Tierra, ¡tendrías que verlo! Puedes poner una vela encendida en algunas de las cámaras y parece las estrellas en el cielo, o un cuarto en llamas. Cada cuarto es una obra de arte, ¡espera a verlo!
—Estoy ansiosa. —Nadia sacudió la cabeza y le sonrió.
Aquella noche celebraron una gran cena comunal en las cuatro cámaras conectadas que formaban la estancia más grande del complejo. Comieron pollo, hamburguesas de soja y enormes ensaladas, y todo el mundo hablaba al mismo tiempo, por lo que parecía una reminiscencia de los mejores meses en el Ares, o incluso en la Antártida. Arkadi se levantó para hablarles del trabajo en Fobos.
—Me alegro de estar por fin en la Colina Subterránea. —Les dijo que ya casi habían acabado de cerrar la cúpula de Stickney, y debajo de ella habían excavado largas galerías en la roca fracturada, siguiendo las vetas de hielo hasta el mismo interior de la luna.— Si no fuera por la falta de gravedad, sería un lugar maravilloso —concluyó—. Pero eso es algo que no podemos solucionar. Pasamos la mayor parte del tiempo libre en el tren de gravedad de Nadia, pero es muy estrecho, y mientras tanto todo el trabajo se desarrolla en Stickney, o debajo. Así que pasamos mucho tiempo en la ingravidez o haciendo ejercicio, y aun así hemos perdido fuerza. Hasta la g marciana me agota, ahora mismo estoy mareado.
—¡Tú siempre estás mareado!
—Así que debemos turnar los equipos allá arriba, o dirigir la estación por robot. Estamos pensando en bajar todos para siempre. Ya hemos hecho nuestro trabajo allá, y ahora hay una estación espacial terminada para aquellos que nos sigan. ¡Ahora queremos nuestra recompensa aquí abajo! —Levantó su copa.
Frank y Maya fruncieron el ceño. Nadie desearía subir a Fobos, pero Houston y Baikonur querían que estuviera siempre tripulada. Maya exhibía aquella expresión que todos le habían visto en el Ares, la que indicaba que todo era culpa de Arkadi; cuando él la vio estalló en una carcajada.
Al día siguiente, Nadia y varios otros lo guiaron en un recorrido más detallado por la Colina Subterránea y las instalaciones circundantes, y él se pasó todo el tiempo sacudiendo la cabeza con esa mirada suya de ojos saltones que hacía que uno deseara sacudir también la cabeza mientras él decía: «sí pero, sí, pero», y se lanzaba a una crítica pormenorizada tras otra; incluso Nadia empezó a irritarse con él. Aunque era difícil negar que la zona de la Colina Subterránea estaba destrozada, machacada hasta el horizonte en todas direcciones, dando la impresión de que continuaba así por todo el planeta.
—Es fácil dar color a los ladrillos —dijo Arkadi—. Añadan óxido de manganeso de la fundición del magnesio y tendrán ladrillos de un blanco puro. Para el negro empleen el carbono sobrante del proceso Bosch. Puede conseguirse cualquier tonalidad de rojo variando la cantidad de óxidos férricos, incluyendo algunos escarlatas extraordinarios. Azufre para los amarillos. Y debe de haber algo para los verdes y azules, no sé qué, pero quizá lo sepa Spencer, tal vez algún polímero obtenido a partir del azufre, no lo sé. Pero un verde brillante quedaría maravilloso en un lugar tan rojo. El cielo le dará una tonalidad negruzca, pero aun así seguirá siendo verde y el ojo se siente atraído por el verde.