»Y luego, con esos ladrillos de colores, se levantan paredes como mosaicos. Es hermoso. Cada uno puede tener su propia pared o edificio, lo que quiera. Todas las factorías del Cuartel de los Alquimistas parecen retretes o latas de sardinas desechadas. Los ladrillos ayudarán a aislarlas, así que hay una buena razón científica, pero, sinceramente, es aún más importante que tengan buen aspecto, que esto parezca nuestro hogar. Ya he vivido demasiado tiempo en un país que sólo pensaba en lo que es útil. Hemos de demostrar que aquí valoramos algo más, ¿sí?
—No importa lo que hagamos con los edificios —señaló Maya bruscamente—, la superficie de alrededor seguirá estropeada como ahora.
—¡No necesariamente! Mira, cuando se acabe la construcción, será posible nivelar el terreno y devolverlo a su configuración original, y luego soltar unas rocas sobre la superficie para que imite la planicie aborigen. Las tormentas depositarán la arena necesaria en poco tiempo, y luego, si la gente camina por senderos, y los vehículos marchan por carreteras o caminos, pronto tendrá el aspecto del terreno original, ocupado aquí y allá por coloridos edificios con mosaicos, y cúpulas de vidrio llenas de verde, y caminos de ladrillo amarillo o qué sé yo. ¡Por supuesto que tenemos que hacerlo! ¡Es una cuestión de espíritu! Y con eso no quiero decir que se podía haber hecho antes, había que instalar la infraestructura y eso siempre trae complicaciones, pero ahora estamos preparados para el arte de la arquitectura. —Agitó las manos, se detuvo de repente y abrió mucho los ojos ante las expresiones dubitativas enmarcadas en los visores que lo rodeaban.— Bueno, es sólo una idea, ¿no?
Sí, pensó Nadia, mirando alrededor con interés, tratando de imaginarlo. Quizá ella pudiera volver a trabajar con el gusto de antes. Quizá entonces le parecería distinto a Ann…
—Arkadi y sus ideas —comentó Maya en la piscina aquella noche en tono agrio—. Justo lo que nos hace falta.
—Pero son buenas ideas —dijo Nadia. Salió del agua, tomó una ducha y se puso un mono.
Algo más tarde aquella noche volvió a encontrarse con Arkadi y lo condujo a ver las cámaras del noroeste en la Colina Subterránea; las había dejado sin paredes para mostrarle los detalles estructurales.
—Es muy elegante —dijo él, pasando una mano sobre los ladrillos—. En serio, Nadia, la Colina Subterránea es magnífica. Puedo ver tu mano en todo.
Complacida, Nadia se acercó a una pantalla y pidió los planos para un habitat más grande que ella había proyectado. Tres filas de cámaras abovedadas subterráneas, una encima de la otra, en una de las paredes de una zanja muy profunda; espejos en la pared opuesta para orientar la luz solar hacia los cuartos… Arkadi asintió, sonrió y señaló la pantalla, haciendo preguntas y proponiendo sugerencias.
—Una arcada entre los cuartos y la pared de la zanja para tener más espacio. Y cada planta de arriba un poco más atrás, de modo que todas tengan un balcón que de a la arcada…
—Sí, sería posible…
Introdujeron unos cambios en la pantalla de la computadora, alterando el plano arquitectónico a medida que hablaban.
Luego pasearon por el jardín abovedado, silencioso y oscuro. Se detuvieron bajo los altos bambúes, con hojas negras que se arracimaban en las alturas, las plantas aún en maceteros mientras se preparaba la tierra.
—Quizá podríamos bajar esta zona —dijo Arkadi—. Abrir ventanas y puertas en las cámaras y darles un poco de luz. Nadia asintió.
—Ya lo habíamos pensado, y vamos a hacerlo, pero es muy lento sacar tanta tierra por las antecámaras. —Lo miró—. Pero ¿qué hay de nosotros, Arkadi? Hasta ahora sólo has hablado de la infraestructura. Yo habría creído que embellecer los edificios estaría muy abajo en tu lista de cosas pendientes.
Arkadi sonrió.
—Bueno, tal vez las cosas que están más arriba en la lista ya están todas hechas.
—¿Qué? ¿He oído a Arkadi Nikeliovich?
—Bueno, ya sabes… no me quejo sólo por quejarme, señorita Nuevededos. Y el modo en que han ido las cosas aquí abajo se parece mucho a lo que yo pedí durante el viaje en el Ares. Tan parecido que sería estúpido si me quejara.
—Debo reconocer que me sorprendes.
—¿Sí? Pero piensa cómo han trabajado todos juntos aquí este último año.
—Medio año. Él se rió.
—Medio año. Y durante todo ese tiempo en realidad no hemos tenido líderes. Esas reuniones nocturnas en las que todos dicen lo que piensan y el grupo decide lo que es necesario hacer; así tendría que ser siempre. Y nadie pierde el tiempo comprando o vendiendo, porque no hay mercado. Todo aquí pertenece a todos por igual. Y, sin embargo, ninguno puede explotar nada que le pertenezca, pues no hay nadie fuera a quien vendérselo. Ha sido una sociedad comunal, un grupo democrático. Todos para uno y uno para todos. Nadia suspiró.
—Las cosas han cambiado, Arkadi. Ya no es así. Y cada vez cambian más. De modo que no durará.
—¿Por qué lo dices? —gritó él—. Durará si nosotros decidirnos que dure.
Ella lo miró, escéptica.
—Sabes que no es tan sencillo.
—Bueno, no. No es sencillo. ¡Pero está a nuestro alcance!
—Quizá. —Suspiró de nuevo, pensando en Maya y Frank, en Phyllis, Sax y Ann.— Hay un montón de enfrentamientos aquí.
—Eso está bien, mientras nos pongamos de acuerdo en ciertas cosas esenciales.
Ella sacudió la cabeza mientras se frotaba la cicatriz con los dedos de la otra mano. Le picaba el dedo ausente, y de pronto se sintió deprimida. Arriba, las largas hojas de bambú asomaban definidas por estrellas ocultas; parecían redes de bacilos gigantes. Caminaron por el sendero entre bandejas de cultivos. Arkadi tomó la mano mutilada de ella y la escrutó un rato; al fin Nadia se sintió incómoda e intentó retirarla. Él la retuvo y le besó el nudillo recientemente expuesto en la base del dedo anular.
—Tienes manos fuertes, señorita Nuevededos.
—Las tenía antes —dijo ella, cerrando la mano en un puño y levantándolo.
—Algún día Vlad te hará crecer un dedo nuevo —dijo él, y tomó el puño y lo abrió; luego, le tomó la mano y siguieron andando—. Esto me recuerda al jardín botánico de Sebastopol —comentó.
—Mmm —musitó Nadia, sin escuchar en realidad, concentrada en el peso cálido de la mano de él en la suya, los dedos entrelazados con fuerza.
También las manos de él eran fuertes. Ella tenía cincuenta y un años, una rusa pequeña y redonda de pelo cano, una trabajadora de la construcción a la que le faltaba un dedo. Era tan agradable sentir el calor de otro cuerpo; habían pasado muchos años, y su mano absorbió la sensación como una esponja, colmada y cálida, hasta que sintió un hormigueo. Tiene que parecerle extraño, pensó Nadia, y se abandonó a lo que sentía.
—Me alegro de que estés aquí —dijo.
Tener a Arkadi en la Colina Subterránea hizo que la atmósfera se pareciera a la hora que precede a una tormenta. Consiguió que la gente pensara en lo que estaba haciendo; los hábitos en los que habían caído sin darse cuenta fueron sometidos a análisis, y bajo esa nueva presión algunos se defendieron, otros se volvieron agresivos. Las discusiones de siempre se hicieron un poco más intensas. Naturalmente, eso incluyó el debate sobre la terraformación.
Ahora bien, este debate no era un acontecimiento aislado, sino más bien un proceso en curso, un tema que no dejaba de asomar, una cuestión de intercambios casuales entre individuos en el trabajo, las comidas, los momentos antes de irse a dormir. Cualquier cosa podía hacer que apareciera: la visión del penacho de escarcha blanca sobre Chernobil, la llegada de un rover robot cargado con hielo de la estación polar, nubes en el cielo del crepúsculo. Al ver esos u otros muchos fenómenos alguien decía: «Eso añadirá algunas unidades británicas al sistema de calor», o «¿No es ese hexafluoretano un buen gas de invernadero?», y quizá se iniciaba una discusión sobre los aspectos técnicos del problema. A veces el tema surgía de nuevo por la noche, de regreso en la Colina Subterránea, y se pasaba de lo técnico a lo filosófico, y en ocasiones esto conducía a discusiones largas y acaloradas.