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Progresaban a unos tranquilos diez kilómetros por hora. Casi siempre volaban a una altitud de unos cien metros, lo que situaba los horizontes a unos cincuenta kilómetros de distancia. Tenían tiempo para mirar detenidamente cualquier cosa, aunque Xanthe parecía poco más que una sucesión regular de cráteres.

A última hora de aquella tarde Nadia inclinó el morro del dirigible, viró de cara al viento, descendió hasta que se encontraron a diez metros de altura, y soltó el ancla. La nave se elevó, se sacudió bruscamente y quedó anclada en el viento, tirando como si fuera una cometa gorda. Nadia y Arkadi serpentearon hasta lo que Arkadi llamaba el compartimiento de las bombas. Nadia enganchó un molino de viento en el montacargas. El molino era pequeño, una caja de magnesio con cuatro aspas verticales sobre un mástil que sobresalía de la parte superior. Pesaba unos cinco kilos. Cerraron la puerta del compartimiento, aislándolo, aspiraron el aire y abrieron las puertas de descarga. Arkadi operó el montacargas mirando a través de una ventana baja. El molino de viento cayó como un plomo y chocó contra la arena endurecida, en el flanco meridional de un pequeño cráter sin nombre. Arkadi desprendió el gancho del montacargas, lo enrolló de vuelta al interior del compartimiento y cerró las puertas.

Regresaron a la cabina y de nuevo miraron para ver si el molino de viento funcionaba. Ahí estaba, una caja pequeña en la ladera exterior de un cráter, algo ladeada, las cuatro aspas anchas verticales dando vueltas alegremente. Parecía el anemómetro de una caja de meteorología para niños. El termoelemento, una bobina de metal expuesta que irradiaría como el hornillo de una cocina, estaba en un costado de la base. Con un buen viento, el calor de la bobina podría subir hasta los 200 grados centígrados, lo que era bastante, en especial con aquella temperatura ambiente. Sin embargo…

—Van a hacer falta muchos molinos para que se note —señaló Nadia.

—Claro, pero cada cosita ayuda, y en cierto sentido es calor gratis. No sólo el viento dándole energía a los calefactores, sino el sol dando energía a las factorías que fabrican los molinos. Creo que son una buena idea.

Aquella tarde se detuvieron una vez más para emplazar otro molino y luego echaron el ancla y pasaron la noche al abrigo de un cráter. Prepararon la cena en el microondas de la cocina diminuta y luego se retiraron a las estrechas literas. Era extraño mecerse en el viento, como un barco amarrado a un muelle: tirando y flotando, tirando y flotando. Nadia pronto se quedó dormida.

A la mañana siguiente despertaron antes del amanecer, soltaron amarras y con la ayuda de los motores subieron hacia la luz del sol. Desde una altura de cien metros pudieron contemplar cómo el oscurecido paisaje de abajo cambiaba de color, bronce primero y luego claro a la luz del día, mostrando una fantástica mescolanza de rocas brillantes y sombras alargadas. El viento de la mañana soplaba de derecha a izquierda por la proa, de modo que se vieron empujados hacía el nordeste en dirección a Chryse, zumbando con los propulsores a plena potencia. Luego la tierra descendió y se encontraron encima del primero de los canales de inundación por el que pasarían, un valle sinuoso y sin nombre al oeste de Shalbatana Vallis. La forma de S del pequeño cauce había sido inequívocamente tallada por el agua. Más avanzado el día se elevaron sobre el cañón más profundo y ancho de Shalbatana, y las señales fueron aun más evidentes: islas con forma de lágrima, canales que describían curvas, llanuras aluviales, tierras resecas; había signos por doquier de una corriente masiva que había excavado un cañón tan inmenso que el Puma de Flecha de repente pareció una mariposa.

Los cañones y la tierra alta que había entre ellos le recordaron a Nadia el paisaje de las películas de vaqueros, con erosiones, mesas y rocas aisladas, igual que en el Valle de la Muerte… excepto que aquí les llevó cuatro días pasar por encima del canal sin nombre, Shalbatana, Simud, Tiu y luego Ares. Y todos ellos habían sido creados por inundaciones gigantescas que habían aflorado con violencia a la superficie y habían manado durante meses en un caudal 10.000 veces superior al del Mississippi. Nadia y Arkadi lo comentaron mientras miraban los cañones, pero era difícil imaginar inundaciones tan inmensas. Ahora los cañones grandes y vacíos no encauzaban nada excepto el viento. Sin embargo, eso lo hacían muy bien, por lo que descendieron varias veces al día para soltar más molinos.

Luego, al este de Ares Vallis, flotaron de vuelta al terreno de cráteres de Xanthes. Había cráteres en todas partes, que desfiguraban la tierra: grandes, pequeños, viejos, con bordes destruidos por otros más recientes, con suelos agujereados por tres o cinco cráteres más pequeños; otros tan nuevos como si se hubieran abierto el día anterior, algunos que sólo se veían al amanecer y en el crepúsculo, como arcos enterrados en la antigua meseta. Pasaron sobre Schiaparelli, un antiguo cráter gigante de cien kilómetros de ancho. Cuando flotaron por encima de la enhiesta loma central, las paredes del cráter se alzaron como un horizonte, un anillo perfecto de colinas alrededor del borde del mundo.

Después los vientos soplaron desde el sur durante varios días. Vislumbraron fugazmente Cassini, otro gran cráter antiguo, y volaron sobre cientos de otros más pequeños. Soltaron varios molinos de viento al día, pero el vuelo estaba dándoles una idea más acertada del tamaño del planeta, y el proyecto empezó a parecer una broma, como si volaran sobre la Antártida y trataran de derretir el hielo instalando hornillos de picnic.

—Habría que lanzar millones para que sirviera de algo —dijo Nadia mientras subían después de soltar otro molino.

—Cierto —dijo Arkadi—. Pero a Sax le gustaría lanzar millones. Tiene una cadena de montaje que no parará de producirlos; la distribución es el único problema. Además, sólo es una parte de la campaña que tiene en mente. —Señaló con el brazo hacia atrás, en dirección al último arco de Cassini, abarcando todo el noroeste.— A Sax le gustaría abrir unos pocos agujeros más. Capturar algunos pequeños satélites helados de Saturno, o del cinturón de asteroides si puede dar con ellos, arrastrarlos hasta aquí y estrellarlos contra Marte. Crear cráteres calientes, derretir el permafrost… serían como oasis.

—¿No serían oasis secos? Perderías la mayor parte del hielo en el momento de entrar en la atmósfera y el resto desaparecería al tocar la superficie.

—Sí, pero nos convendría más vapor de agua en el aire.

—No sólo se vaporizaría, sino que se descompondría.

—En parte. Pero el hidrógeno y el oxígeno… nos convendría tener un poco más.

—¿Así que vas a traer hidrógeno y oxígeno de Saturno? ¡Vamos, hombre, ya hay muchísimo aquí! Podrías descomponer parte del hielo.

—Bueno, sólo es una idea.

—Estoy impaciente por oír lo que opina Ann. —Suspiró, y pensó en el problema.— Supongo que bastaría que un asteroide de hielo rozase contra la atmósfera, como si intentaras aerofrenarlo. Eso lo consumiría sin destrozar las moléculas. Conseguirías vapor de agua en la atmósfera, lo cual ayudaría, pero no bombardearías la superficie con explosiones tan brutales como cien bombas de hidrógeno estallando al mismo tiempo.

Arkadi asintió.

—¡Buena idea! Deberías contársela a Sax.

—Hazlo tú.

Al este de Cassini el terreno se volvió más accidentado que nunca; era parte de la superficie más vieja del planeta, saturada de cráteres durante los primeros años del bombardeo torrencial. La antigüedad tenía que haber sido un auténtico infierno, se podía ver en el paisaje. La tierra de nadie de una titánica guerra de trincheras. Al rato de mirarlo uno se sentía aturdido, invadido por una neurosis de guerra cosmológica.