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—Mierda —dijo.

—¿Qué? —dijo Arkadi desde arriba.

Ella no le hizo caso, sacó con el destornillador un poco de la sustancia y la guardó en la bolsa de los tornillos y tuercas. Se enganchó al cable.

—Súbeme —ordenó.

—¿Qué pasa? —preguntó Arkadi.

—Tú súbeme.

Arkadi cerró las puertas del compartimiento de bombas detrás de Nadia y se le acercó mientras ella se desenganchaba del cable.

—¿Qué sucede?

Nadia se quitó el casco.

—¡Sabes lo que sucede, bastardo! —Le atizó un puñetazo y él voló hacia atrás, chocando contra un muro de molinos de viento.

—¡Ay! —gritó él; un aspa le había lastimado la espalda—. ¡Eh! ¿Cuál es el problema? ¡Nadia!

Ella sacó la bolsa del bolsillo del traje y la agitó ante él.

—¡Éste es el problema! ¿Como pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste mentirme? Bastardo, ¿tienes alguna idea de la clase de dificultades en que vamos a meternos? ¡Vendrán hasta aquí y nos enviarán a todos de vuelta a la Tierra!

Con los ojos muy abiertos, Arkadi se frotó la mandíbula.

—Yo no te mentiría, Nadia —dijo con seriedad—. No le miento a mis amigos. Déjame ver eso.

Ella lo miró y él le devolvió la mirada, la mano extendida esperando la bolsa, el blanco de los ojos visible alrededor de los iris. Se encogió de hombros y ella frunció el ceño.

—¿De verdad que no lo sabes? —preguntó.

—¿Saber qué?

No podía creer que él fingiera ignorancia; sencillamente, no era su estilo. Lo cual hizo que, de pronto, todo pareciera muy extraño.

—Por lo menos algunos de nuestros molinos de viento son pequeñas granjas de algas.

—¿Qué?

—Los jodidos molinos de viento que hemos estado soltando por todas partes —dijo ella—. Están llenos de las algas nuevas, o los líquenes de Vlad, o lo que sea. Mira.

Depositó la bolsita en la diminuta mesa de cocina, la abrió y sacó algo con la punta del destornillador. Fragmentos nudosos de un liquen azulado. Igual que las formas de vida marcianas de las viejas novelas.

Se quedaron mirándolo.

—Caramba —dijo Arkadi.

Se inclinó hasta acercar los ojos a un centímetro de la sustancia sobre la mesa.

—¿Me juras que no lo sabías? —insistió Nadia.

—Te lo juro. No te haría eso, Nadia. Tú lo sabes. Ella soltó un largo suspiro.

—Bueno… por lo visto, nuestros amigos nos lo harían a nosotros. Él se irguió y asintió.

—Así es. —Estaba distraído, preocupado. Se acercó a uno de los molinos de viento y lo separó del resto.— ¿Dónde estaba la cosa?

—Detrás de la placa térmica. —Se pusieron a trabajar con las herramientas de Nadia y abrieron el molino. Detrás de la placa había otra colonia de algas de la Colina Subterránea. Nadia tanteó alrededor de los bordes de la placa y descubrió un par de goznes pequeños donde la parte superior se unía con el interior del contenedor.— Mira, está hecho para que se abra.

—Pero ¿quién la abre? —dijo Arkadi.

—¿Por radio?

—Maldición. —Arkadi se levantó y paseó de arriba abajo por el estrecho corredor.— Quiero decir…

—¿Cuántos viajes en dirigible se han hecho ya? ¿Diez, veinte? ¿Y todos soltaron estas cosas?

Arkadi empezó a reír. Echó la cabeza hacia atrás y su enorme sonrisa de loco le hendió en dos la barba roja, y siguió riéndose hasta que tuvo que agarrarse los costados.

—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ¡a, ja!

Nadia, que no lo consideraba nada gracioso, sintió no obstante que ver la cara de Arkadi la hacía sonreír.

—¡No es gracioso! —protestó—. ¡Estamos metidos en un problema muy serio!

—Quizá —dijo él.

—¡Pero sí, de veras! ¡Y todo por tu culpa! ¡Algunos de esos estúpidos biólogos se tomaron en serio tus desvaríos anarquistas!

—Bueno —dijo él—, por lo menos es un punto a favor de esos bastardos. Quiero decir… —Regresó a la cocina para observar la masa de sustancia azul—. En cualquier caso, ¿de quién crees que estamos hablando exactamente? ¿Cuántos de nuestros amigos están metidos en esto? ¿Y por qué demonios no me lo contaron?

Nadia se dio cuenta de que era eso lo que más le dolía. En realidad, cuanto más lo pensaba, más se preocupaba; era evidente que había un subgrupo dentro del grupo que actuaba fuera de la supervisión de la UNOMA, pero que no incluía a Arkadi, a pesar de que había sido el primer y más clamoroso defensor de esa subversión. ¿Qué significaba? ¿Había gente que lo apoyaba pero no confiaba en él? ¿Había disidentes que llevaban a cabo otros programas?

No tenían forma de saberlo. Pasado un rato levaron anclas y continuaron la marcha sobre Amazonis. Sobrevolaron un cráter de tamaño medio llamado Pettit, y Arkadi comentó que sería un buen sitio para un molino de viento, pero Nadia respondió con un gruñido. Siguieron volando y discutieron la situación. No había duda de que alguien de los laboratorios de bioingeniería tenía que estar metido en el asunto; probablemente la mayoría; quizá todos. Y luego Sax, el diseñador de los molinos de viento, seguro que estaba complicado. E Hiroko había sido una defensora de los molinos, aunque ninguno sabía con certeza por qué… y no podían asegurar que ella aprobaría algo así o no, ya que era demasiado reservada. Pero no parecía imposible.

Mientras lo discutían, desmontaron por completo el molino de viento roto. La placa térmica cerraba como una puerta el compartimiento que contenía las algas; cuando la placa se abriera, las algas serían liberadas en una zona que estaría un poco más caliente a causa de la misma placa térmica. Así pues, cada molino de viento funcionaba como un microoasis, y si las algas conseguían sobrevivir y luego crecer más allá de la pequeña zona calentada por la placa, perfecto. Si no, estaba claro que no les iría demasiado bien en Marte. La placa de calor les daría un buen empujón, nada más. O eso es lo que sus creadores debieron de haber pensado.

—Nos han convertido en Johnny Appleseed —dijo Arkadi.

—¿Johnny qué?

—Un cuento popular norteamericano. —Le explicó de qué trataba.

—Sí, cierto. Y ahora Paul Bunyan va a venir a darnos una patada en el culo.

—Ja. Nunca. El Gran Hombre es mucho más grande que Paul Bunyan, créeme.

—¿El Gran Hombre?

—Ya sabes, todos esos nombres para los accidentes del paisaje. Las Huellas del Gran Hombre, la Bañera del Gran Hombre, el Curso de Golf del Gran Hombre, cosas así.

—Ah, ya sé.

—En cualquier caso, no veo cómo nos vamos a meter en problemas. No sabíamos nada.

—¿Y quién va a creérselo?

—Es verdad. Esos bastardos, con esto sí que me han fastidiado.

Era evidente que eso era lo que más molestaba a Arkadi. No que hubieran contaminado Marte con flora y fauna alienígenas, sino que no se lo hubieran dicho. Y Arkadi tenía su propio grupo, quizás más que eso: gente que estaba de acuerdo con él, una especie de seguidores. Todo el grupo de Fobos, un montón de los programadores de la Colina Subterránea. Y si algunos de los suyos le ocultaban cosas, eso era malo; pero si otro grupo tenía planes secretos propios, al parecer eso era peor, pues como mínimo representaba una interferencia, y quizá una competencia.

O es lo que él parecía pensar. No lo dijo de manera muy explícita, pero sus rezongos y sus súbitos juramentos mordaces eran obviamente genuinos aunque se alternaran con estallidos de hilaridad. Daba la impresión de que no era capaz de decidir si se sentía complacido o molesto, y Nadia llegó por último a la conclusión de que ambas cosas a la vez. Así era Arkadi; sentía todo sin reservas y sin medida, y no le preocupaba mucho la coherencia. Pero Nadia no estaba muy segura de que en esta ocasión le gustaran los motivos de Arkadi, tanto los de su cólera como los de su risa, y así se lo dijo con considerable irritación.