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—¡Vamos! —exclamó él—. ¿Por qué ocultármelo cuando desde el principio había sido mi idea?

—Porque sabían que tal vez yo te acompañaría. Si te lo contaban, tó te verías obligado a contármelo. Y entonces, ¡yo lo habría impedido! Arkadi soltó una gran carcajada.

—¡De modo que después de todo fueron muy considerados!

—A la mierda.

Los bioingenieros, Sax, la gente del Cuartel que en realidad había construido los aparatos. Probablemente alguien en comunicaciones… había unos cuantos que tenían que saberlo.

—¿Qué me dices de Hiroko? —preguntó Arkadi.

No fueron capaces de decidirse. No sabían lo suficiente sobre ella como para poder adivinar qué pensaba. Nadia tenía la convicción de que estaba metida en el asunto, pero no supo explicar por qué.

—Supongo —dijo, pensándolo—, supongo que hay un grupo en torno a Hiroko, todo el equipo de la granja y unos cuantos de los otros, que la respetan y… y la siguen. En cierto modo, incluso Ann. ¡Aunque Ann la detestará cuando se entere! ¡Vaya! De todos modos, me da la impresión de que Hiroko estaría siempre al corriente de cualquier posible secreto. En especial de algo relacionado con los sistemas ecológicos. Después de todo, el grupo de bioingeniería trabaja con ella la mayor parte del tiempo, y para algunos es una especie de gurú, casi la adoran. ¡Es probable que ella los aconsejase cuando estaban poniendo esas algas!

—Hummm…

—Es probable que ella aprobara la idea, o aun que llegara a autorizarla.

Arkadi asintió.

—Comprendo lo que quieres decir.

Siguieron hablando, desmenuzando cada detalle. La tierra que sobrevolaban, llana e inmóvil, ahora le parecía distinta a Nadia. Había sido sembrada, fertilizada; iba a cambiar, de forma inevitable. Charlaron del resto de los planes de terraformación de Sax: los espejos gigantes en órbita, reflejando la luz del sol en los crepúsculos, carbono distribuido sobre los casquetes polares, calor areotermal, los asteroides de hielo. Parecía que todo iba a suceder de verdad. El debate había sido evitado; iban a cambiar la faz de Marte.

La segunda noche después del sorprendente descubrimiento, mientras preparaban la cena anclados al abrigo de un cráter, recibieron una llamada de la Colina Subterránea, transmitida a través de los satélites de comunicación.

—¡Eh, vosotros dos! —dijo John Boone a modo de saludo—.

¡Tenemos un problema!

—Vosotros tenéis un problema —replicó Nadia.

—Vaya. ¿Sucede algo ahí?

—No, no.

—Bueno, estupendo, porque en realidad sois vosotros los que tenéis el problema, ¡y no me gustaría que tuvierais más de uno! Se ha desencadenado una tormenta de polvo en la región de Garitas Fossae, y está creciendo y yendo hacia el norte a gran velocidad. Creemos que os alcanzará en un par de días.

—¿No es pronto para las tormentas de polvo? —preguntó Arkadi.

— Bueno, no, estamos en Ls=240, que es una estación de tormentas. La primavera septentrional. En cualquier caso, ahí está, y va hacia vosotros.

Les envió una fotografía de satélite y ellos la estudiaron con atención en la pantalla. Una nube amarilla y amorfa cubría la región al sur de Tharsis.

—Será mejor que regresemos ahora mismo —dijo Nadia después de examinar la fotografía.

—¿De noche?

—Podemos activar los propulsores con baterías esta noche, y recargarlas mañana a primera hora. Luego quizá no tengamos mucha luz solar, a menos que seamos capaces de elevarnos por encima del polvo.

Después de discutir el asunto un poco más con John, y luego con Ann, dejaron que el viento los empujara en dirección este-nordeste; con ese rumbo pasarían justo al sur del Monte Olimpo. Luego esperaban poder rodear el lado norte de Tharsis, que los protegería de la tormenta de polvo al menos durante un cierto tiempo.

Parecía más ruidoso volar de noche. La embestida del viento sobre el material de la cubierta era un gemido vacilante, el sonido de los motores un zumbido grave y lastimero. Se sentaron en la cabina, iluminada sólo por las débiles luces verdes de los instrumentos, y conversaron en voz baja mientras sobrevolaban la tierra negra. Les quedaban unos 3.000 kilómetros por recorrer antes de llegar a la Colina Subterránea; eran unas trescientas horas de vuelo; si cubrían el trayecto sin paradas, tardarían doce días. Pero la tormenta, si crecía como era habitual, los alcanzaría mucho antes. Después… era difícil saberlo. Sin la luz del sol, los propulsores agotarían las baterías, y entonces…

—¿No podemos dejarnos llevar por el viento? —preguntó Nadia—.

¿Utilizar los propulsores sólo para impulsos esporádicos?

—Tal vez. Pero en estos aparatos los propulsores ayudan a que nos elevemos, ya sabes.

—Sí. —Nadia preparó café y llevó las tazas hasta la cabina. Se sentaron y bebieron, y observaron el paisaje negro o la curva verde de la pequeña pantalla de radar.— Es probable que tengamos que tirar todo lo innecesario. En especial esos malditos molinos de viento.

—Todo es lastre, así que guardémoslo para cuando nos haga falta subir.

Las horas de la noche fueron transcurriendo. Se turnaron al timón, y Nadia dormitó intranquila una hora. Cuando regresó a la cabina, vio que la masa negra de Tharsis se había desplazado hacía el horizonte: los dos volcanes más occidentales de los tres príncipes, el Monte Ascraeus y el Monte Pavonis, eran visibles como jorobas de estrellas ocultas allá lejos, en el borde del mundo. A la izquierda, el Monte Olimpo todavía era una masa imponente sobre el horizonte, y junto con los otros dos volcanes daba la impresión de que volaran a baja altura en algún cañón realmente gigantesco. La pantalla del radar reproducía la escena en líneas verdes sobre la cuadrícula de la pantalla.

Luego, en la hora que precede al amanecer, pareció como si otro volcán inmenso estuviera elevándose detrás de ellos. Todo el horizonte meridional subía, y las estrellas bajas desaparecían mientras ellos miraban. Orión se hundió en la oscuridad. La tormenta estaba cerca.

Cayó sobre ellos justo al amanecer, sofocando el rojo en el cielo oriental, pasando sobre ellos, devolviendo el mundo a una oscuridad rojiza. El viento aumentó hasta que barrió las ventanas de la góndola con un rugido mudo y después con un sonoro aullido. El polvo los dejaba atrás a una velocidad aterradora, superreal. Entonces el viento sopló todavía más y la góndola salió arriba y abajo mientras el armazón del dirigible se contorsionaba.

En cierto momento Arkadi dijo:

—Con un poco de suerte el viento girará por el saliente norte de Tharsis.

Nadia asintió en silencio. No habían podido recargar las baterías después del vuelo nocturno, y sin luz solar los motores no funcionarían muchas horas más.

—Hiroko me contó que durante una tormenta la luz del sol es un quince por ciento de la normal —dijo ella—. A más altura debería haber más luz. Así que podríamos recargarlas, aunque será lento. Los propulsores los utilizaríamos de noche.

Tecleó en una computadora. Algo en la expresión de la cara de Arkadi —no miedo, ni siquiera ansiedad, sino una curiosa y leve sonrisa— la hizo consciente del gran peligro en que estaban. Si no podían utilizar los propulsores, no podrían gobernar la nave y quizá ni siquiera permanecer en vuelo. Es cierto que podrían descender y tratar de asegurarse con las anclas, pero sólo disponían de comida para unas pocas semanas, y estas tormentas duraban a menudo dos meses, a veces tres.