—Ahí está el Monte Ascraeus —dijo Arkadi, señalando la pantalla del radar—. Una buena imagen. —Se rió.— Me temo que es la mejor vista que conseguiremos por ahora. Es una pena, realmente deseaba verlo.
¿Recuerdas Elysium?
—Sí, sí —dijo Nadia, ocupada en llevar a cabo simulaciones sobre la eficacia de las baterías.
La luz diaria del sol se encontraba cerca del máximo del perihelio, circunstancia que había iniciado la tormenta; y los instrumentos indicaban que alrededor del veinte por ciento de la luz solar total penetraba hasta ese nivel (a los ojos de Nadia parecía más un treinta o un cuarenta); por tanto quizá fuera posible mantener los propulsores encendidos la mitad del tiempo, algo que los ayudaría mucho. Sin ellos avanzaban a unos doce kilómetros por hora, y también perdían altitud, aunque quizá sólo fuese que el suelo se elevaba. Los propulsores les permitirían mantener una altitud regular e influir en el curso en uno o dos grados.
—¿Tienes idea de lo espeso que es este polvo?
—¿Lo espeso que es?
—Ya sabes, gramos por metro cúbico. Intenta ponerte en contacto con Ann o Hiroko y averígualo, ¿quieres?
Ella se fue a ver qué llevaban a bordo que pudiera alimentar a los propulsores. Hidrazina, para las bombas de vacío del compartimiento de descarga; probablemente se podrían conectar los motores de las bombas a los propulsores… Estaba apartando con el pie uno de los malditos molinos de viento cuando se quedó mirándolo con fijeza. Las placas térmicas se calentaban mediante una descarga eléctrica generada por la rotación de los molinos. De modo que si conseguía llevar esa descarga a las baterías de propulsión e instalar los molinos en el exterior de la góndola, el viento los haría girar como peonzas y la electricidad ayudaría a alimentar a los propulsores. Mientras hurgaba en el armario del equipo en busca de cables, transformadores y herramientas, le contó la idea a Arkadi y él soltó su risa de loco.
—¡Buena idea, Nadia! ¡Gran idea!
—Si funciona.
Revolvió en el equipo de herramientas, desgraciadamente más pequeño que el suyo. La luz en la góndola era espectral, un débil resplandor amarillo que titilaba con cada ráfaga de viento. En las ventanas laterales se alternaban momentos de luz con densas nubes amarillas parecidas a cúmulos que pasaban velozmente junto a ellos, y otros de una total oscuridad. Un torrente de polvo que volaba a más de 300 kilómetros por hora barría las superficies de las ventanas. Incluso a doce milibares las ráfagas del viento sacudían el dirigible de un lado a otro; arriba en la cabina, Arkadi maldecía la insuficiencia del piloto automático.
—Reprográmalo —gritó Nadia, y entonces recordó todas aquellas sádicas simulaciones a bordo del Ares y se rió en voz alta—. ¡Problema de vuelo! ¡Problema de vuelo!
Volvió a reírse de los juramentos de Arkadi y regresó al trabajo. Por lo menos el viento los haría avanzar más deprisa. Arkadi le gritó la información que Ann acababa de transmitirle. El polvo era extremadamente fino, la partícula media de unos 2,5 micrones; la masa total de la columna de unos 10-3 gramos por cm2, distribuida con bastante regularidad desde la parte superior a la inferior de la columna. No estaba tan mal; déjalo caer a tierra y será una capa bien fina, todo concordaba con lo que habían visto en los cargamentos que habían soltado tiempo atrás en el emplazamiento de la Colina Subterránea.
Cuando instaló los cables para unos cuantos molinos, se precipitó por el corredor hasta la cabina.
—Ann dice que los vientos serán más flojos cerca del suelo —informó Arkadi.
—Bien. Necesitamos descender para sacar fuera esos molinos.
De modo que aquella tarde bajaron a ciegas, y dejaron que el ancla se arrastrara hasta que al fin se enganchó. El viento allí era más flojo, pero aun así el descenso por el cable le pareció horrible a Nadia. Abajo y abajo, entre las embestidas de nubes de polvo amarillo, oscilando de un lado a otro… ¡y por fin alcanzó a pisar el suelo! Se arrastró hasta detenerse. Una vez que se soltó del cable, inclinó el cuerpo contra el viento; las ráfagas parecían golpes y volvió a sentirse hueca, más que otras veces. La visibilidad iba y venía en oleadas, y el polvo pasaba volando a una velocidad inquietante. En la Tierra un viento tan rápido sencillamente lo levantaría a uno y se lo llevaría como un tornado se lleva una escoba.
Pero aquí uno podía mantenerse en el suelo, aunque a duras penas. Arkadi había estado haciendo bajar el dirigible por el cable del ancla, y en ese momento se cernió sobre ella como un techo verde. Bajo la nave la oscuridad era fantasmagórica. Nadia desenrolló los cables hasta los turbopropulsores de los extremos de las alas, y los empalmó a los contactos interiores, trabajando a toda marcha para tratar de reducir la exposición al viento y salir de debajo del corcoveante Punta de Flecha. Taladró con dificultad unos agujeros en la base del fuselaje y atornilló diez molinos. Mientras conectaba los cables al fuselaje de plástico, el dirigible entero se desplomó tan rápidamente que tuvo que echarse de bruces, el cuerpo extendido sobre el suelo frío, el taladro un bulto duro bajo el estómago.
—¡Mierda! —gritó.
—¿Qué pasa? —preguntó Arkadi por el intercomunicador.
—Nada —dijo ella, poniéndose en pie de un salto y conectando los cables todavía más deprisa—. Jodida situación… es como trabajar en un trampolín… —Entonces, justo al acabar, el viento volvió a soplar con fuerza y ella tuvo que regresar a gatas al compartimiento de bombas.
— ¡El maldito cacharro casi me aplasta! —le gritó a Arkadi roncamente cuando se quitó el casco.
Mientras él trabajaba para soltar el ancla, Nadia fue trastabillando por el interior, recogiendo cosas que no necesitarían y llevándolas al compartimiento de bombas: una lámpara, uno de los colchones, la mayoría de los utensilios de cocina y el servicio de mesa, algunos libros, todas las muestras de rocas. Una vez dentro, las expulsó con felicidad. Si alguna vez algún viajero se encontraba con ese montón de cosas, pensó, seguramente se preguntaría qué demonios habría sucedido.
Tuvieron que acelerar los dos propulsores al máximo para desenganchar el ancla, y empezaron a volar como una hoja en noviembre. Mantuvieron los propulsores al máximo y ganaron altura lo más rápidamente posible; había unos volcanes pequeños entre Olimpo y Tharsis, y Arkadi quería pasar a varios cientos de metros por encima. La pantalla del radar les mostró que el Monte Ascraeus iba quedando atrás. Cuando estuvieran bien al norte, podrían virar hacia el este y bordear el flanco septentrional de Tharsis, y luego descender hasta la Colina Subterránea.
Pero, a medida que transcurrían las largas horas, se dieron cuenta de que el viento bajaba por la vertiente norte de Tharsis y soplaba de proa, de modo que incluso yendo a máxima potencia hacia el sudeste, sólo avanzaban hacia el nordeste. Intentando avanzar con el viento de través, el pobre Punta de Flecha se balanceaba como un columpio, lanzándolos arriba y abajo.
La oscuridad cayó de nuevo. Fueron impulsados más al nordeste. Con ese rumbo, iban a pasar a varios cientos de kilómetros de la Colina Subterránea. Después, nada; ningún emplazamiento, ningún refugio. Serían empujados sobre Acidalia, hacia Vastitas Borealis, hacia el mar petrificado y vacío de las dunas negras. Y no tenían ni comida ni agua suficientes para circunnavegar el planeta otra vez y volver a intentarlo.
Sintiendo el polvo en la boca y los ojos, Nadia regresó a la cocina y calentó una comida para los dos. Estaba exhausta, y cuando el olor de la comida llenó el aire, se dio cuenta de que también tenía mucha hambre. Sed también, y el reciclador de agua funcionaba con hidrazina.
Al pensar en el agua, le vino a la mente una imagen del viaje al polo norte: aquella galería rota de permafrost, con un vertido blanco de hielo de agua. ¿Por qué lo recordaba ahora?