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Volvió trabajosamente a la cabina, agarrándose a la pared. Tomó una comida polvorienta con Arkadi, intentando resolver el enigma. Arkadi miraba la pantalla del radar, en silencio, aunque parecía preocupado.

—Mira —dijo ella—, si llegáramos a captar las señales de los radiofaros en nuestro camino hacia Chasma Borealis, nos ayudarían a descender. Un rover robot vendría luego a recogernos. La tormenta no los afectará, ya que no dependen de lo que ven. Podríamos dejar el Punta de Flecha bien amarrado y volver a casa en un vehículo terrestre.

Arkadi la miró y terminó de tragar un bocado.

—Buena idea —dijo.

Pero sólo si eran capaces de captar las señales de los radiofaros. Arkadi encendió la radio y llamó a la Colina Subterránea. La conexión crepitó en una tormenta de estática casi tan densa como el polvo, pero aun así pudieron entenderse. Toda aquella noche conferenciaron con la gente de la base, discutiendo frecuencias, amplitudes de banda, el polvo y las señales bastante débiles de los radiofaros. Como habían sido diseñados sólo para comunicarse con los rovers próximos, iba a ser difícil oírlos. La Colina Subterránea quizá pudiera precisar la posición en que estaban e indicarles un punto adecuado de descenso, y el radar también los ayudaría a localizar el camino; pero ninguno de esos métodos sería muy exacto; nunca encontrarían el camino en la tormenta sí no descendían justo encima de él. Diez kilómetros a un lado u otro y el camino pasaría más allá del horizonte y ellos estarían en un aprieto. Sería mucho más seguro si pudieran sintonizar un radiofaro y bajar siguiendo la señal.

En cualquier caso, la Colina Subterránea despachó un rover robot por el camino del norte. Llegaría en unos cinco días a la zona que se esperaba que ellos cruzaran; a la velocidad actual, ahora de casi treinta kilómetros por hora, la atravesarían en unos cuatro días.

Cuando todo estuvo dispuesto, se turnaron las guardias el resto de la noche. Nadia durmió inquieta en sus momentos libres y pasó la mayor parte del tiempo tumbada en la cama, sintiendo las sacudidas del viento. Las ventanas estaban tan oscuras como si hubieran corrido unas cortinas. El aullido del viento era como un horno de gas, y en ocasiones como el gemido de los banshees; una vez soñó que se encontraban dentro de un gran horno lleno de demonios ígneos: despertó transpirando y fue a relevar a Arkadi. Toda la góndola olía a sudor, a polvo y a hidrazina quemada. A pesar del microsellado de las junturas, había una capa blancuzca visible en el interior de la góndola. Se limpió las manos sobre un tabique de plástico de color azul claro y se quedó mirando las marcas de los dedos. Increíble.

Avanzaron dando sacudidas entre la penumbra de los días, entre la oscuridad sin estrellas de las noches. El radar mostró lo que les pareció el Cráter Fesenkov extendiéndose debajo de ellos; aún eran empujados hacia el nordeste y no había ninguna posibilidad de que pudieran oponerse a la tormenta y dirigirse al sur hacia la Colina Subterránea. No tenían otra esperanza que el camino polar. Nadia ocupó su tiempo fuera de las guardias buscando cosas que tirar por la borda y quitando las partes de la góndola que no consideró esenciales; hasta los mismos ingenieros de Friedrichshafen se hubieran estremecido. Pero los alemanes siempre se exceden en el diseño de las cosas, y además nadie en la Tierra llegaría a entender alguna vez lo que era la g marciana. Así que aserró y martilleó hasta que todo en el interior de la góndola quedó reducido a lo mínimo. Cada vez que usaba el compartimiento de bombas, se introducía otra pequeña nube de polvo, aunque consideró que valía la pena; necesitaban la elevación, el remiendo con los molinos no estaba dando suficiente energía a las baterías y hacía tiempo que había tirado el resto por la borda. Aunque los hubiera tenido, no habría vuelto a instalarlos debajo del dirigible; el recuerdo del incidente aún le daba escalofríos. En cambio, seguía sacando cosas. Si hubiera podido meterse en los globos compensadores, habría tirado también algunas piezas del armazón del dirigible.

Mientras ella trabajaba, Arkadi daba vueltas alrededor de la góndola animándola a seguir, desnudo y rebozado con una capa de polvo, el hombre rojo en persona, entonando canciones y mirando la pantalla del radar, engullendo comidas rápidas, planificando el curso. Era difícil no contagiarse de un poco de su alegría, no maravillarse con él ante los embates más fuertes del viento, no sentir el polvo salvaje que ahora le volaba en la sangre.

Y así pasaron tres días largos e intensos, en la frenética garra del viento anaranjado oscuro. Y al cuarto, poco después del mediodía, subieron al máximo el volumen del receptor y escucharon el crepitante rugido de la estática en la frecuencia de los radiofaros. Nadia se concentró en el ruido y se adormeció, pues había descansado muy poco; casi estaba inconsciente cuando Arkadi dijo algo; se incorporó bruscamente en la silla.

—¿Lo oyes? —preguntó él de nuevo. Ella escuchó, y negó con la cabeza—. Ahí, es una especie de pim… Ella oyó un pequeño bip.

—¿Es eso?

—Me parece que sí. Voy a bajar tan rápidamente como pueda; tendré que vaciar algunos de los globos.

Escribió en el teclado del tablero; el dirigible se inclinó hacia adelante y empezaron a descender a velocidad de emergencia. Los números del altímetro bajaron titilando. La pantalla del radar mostró que el terreno era básicamente una planicie. El pim se hizo más claro… Sin receptor direccional, no tenían otra manera de saber si aún seguían aproximándose o alejándose. Pim… pim… pim… Nadia se sentía agotada y no podía decir sí el ruido se volvía más fuerte o más débil; le parecía que cada señal tenía un volumen distinto, dependiendo de la atención que pudiera prestarle.

—Se está debilitando —dijo de pronto Arkadi—. ¿No crees?

—No lo sé.

—Sí.

Encendió los propulsores y el zumbido debilitó definitivamente la señal. Viró contra el viento y el dirigible se sacudió con violencia; luchó por estabilizar el descenso, pero pasaban unos segundos entre cada cambio de los alerones y las sacudidas del dirigible; en realidad estaban en poco más que en caída controlada. Los intervalos entre los pim parecían alargarse.

Cuando el altímetro indicó que habían bajado lo suficiente, echaron el ancla. Después de un momento de ansiedad en que flotaron a la deriva, se enganchó y resistió. Soltaron todas las otras anclas e hicieron descender la nave tirando de los cabos. Luego Nadia se enfundó un traje, se sujetó al cable del montacargas y bajó. Una vez en la superficie comenzó a deambular en un amanecer color chocolate, encorvándose para resistir la corriente irregular del viento. Se dio cuenta de que en la Tierra nunca se había sentido físicamente más exhausta, y que en verdad le era imposible avanzar contra el viento, tenía que cambiar de dirección. La aguda señal del radiofaro sonó en el intercomunicador, y el suelo pareció sacudirse debajo de ella; era difícil mantener el equilibrio. El pim sonaba con bastante nitidez.

—Teníamos que haber escuchado todo el tiempo por los intercomunicadores de los cascos —le dijo a Arkadi—. Se oye mejor.

Una ráfaga la derribó. Se levantó y siguió arrastrando los pies, despacio, soltando un cabo de nailon detrás de ella, cambiando de dirección mientras seguía el volumen de los pims. El suelo ondulaba bajo sus pies, siempre que podía verlo; la visibilidad en realidad era de un metro, menos cuando soplaban las ráfagas más densas. Luego se aclararon un poco y unos chorros marrones de polvo pasaron como un relámpago, cortina tras cortina, a una velocidad pasmosa. El viento la golpeaba con tanta fuerza como cualquier golpe que hubiera recibido alguna vez en la Tierra, o más duramente; era un trabajo doloroso mantener el equilibrio, un esfuerzo físico constante.