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Mientras avanzaba dentro de una nube espesa y cegadora, casi se dio de bruces con uno de los radiofaros, que se erguía allí como el poste gordo de una valla.

—¡Eh! —gritó.

—¿Qué sucede?

—¡Nada! Me he dado un susto al toparme con la señal del camino.

—¡Lo has encontrado!

—Sí.

Sintió que el agotamiento le bajaba a las manos y pies. Se sentó en el suelo un minuto, luego volvió a levantarse; estaba demasiado frío para quedarse sentada. El dedo fantasma le dolía.

Aferró el cabo de nailon y regresó a ciegas al dirigible, sintiendo que había entrado en el mito milenario y que seguía el único hilo que la sacaría del laberinto.

Durante su viaje en rover hacia el sur, ciegos en el polvo volador, crepitó por la radio la noticia de que la UNOMA acababa de aprobar y conceder los fondos para el establecimiento de tres nuevas colonias. En cada una habría unos quinientos colonos, todos procedentes de países que no estaban representados en los primeros cien.

Y el subcomité de terraformación había recomendado, y la Asamblea General aprobado, todo un paquete de trabajos de terraformación en Marte, entre ellos la distribución en la superficie del planeta de microorganismos creados por ingeniería genética y fabricados de una materia prima sacada de algas, bacterias o líquenes.

Arkadi se rió durante medio minuto.

—¡Esos bastardos, esos bastardos con suerte! Les perdonarán lo que hicieron.

CUARTA PARTE

Nostalgia

Una mañana de invierno el sol brilla sobre el Valle Marineris, iluminando los muros de la zona norte de esa gran concatenación de cañones. Y bajo esa luz intensa se puede ver que aquí y allá un filón o afloramiento está tocado de una verrugosa mota de liquen negro.

Y es que la vida se adapta. No tiene sino unas pocas necesidades: un poco de combustible, un poco de energía, y es fantásticamente ingeniosa en extraer lo que necesita de un amplio abanico de entornos. Algunos organismos viven siempre por debajo del punto de congelación del agua, otros por encima del punto de ebullición; algunos viven en zonas radiactivas, otros en regiones altamente salobres, o dentro de roca sólida, o en la oscuridad total, o en deshidratación extrema, o sin oxígeno. Se acomodan a toda suerte de entornos gracias a medidas de adaptación extrañas y maravillosas, inimaginables; y así desde el lecho rocoso hasta la atmósfera, la vida ha impregnado la Tierra con el tejido completo de una gran biosfera.

Todas estas capacidades de adaptación están codificadas y se transmiten genéticamente. Si hay una mutación en los genes, los organismos cambian. Si los genes son alterados, los organismos cambian. Los bioingenieros emplean esos dos métodos de modificación, no sólo la recombinación génica, sino también el arte más antiguo de la reproducción selectiva. Los microorganismos son puestos en cultivo, y los que crecen más deprisa (o aquellos que presentan las características deseadas) son seleccionados y vueltos a poner en cultivo; se añaden mutágenos que aceleran el ritmo de mutación; y con la rápida sucesión de generaciones microbianas (digamos diez al día), se puede repetir ese proceso hasta obtener algo satisfactorio. La reproducción selectiva es una de las más poderosas técnicas de bioingeniería clásica.

Pero son las técnicas más modernas las que atraen la atención. Los microorganismos creados por la ingeniería genética, o GEM, llevaban en escena sólo alrededor de medio siglo desde que los primeros cien llegaron a Marte. Pero medio siglo en la ciencia moderna es mucho tiempo. La conjugación de plátmidos se había convertido en una herramienta muy sofisticada en esos años. El repertorio de enzimas inhibidoras para las divisiones y de enzimas ligasas para las uniones, era amplio y versátil; la capacidad para trazar con precisión largas cadenas de ADN estaba ahí; el conocimiento acumulado sobre los genomas era inmenso, y aumentaba de forma exponenciaclass="underline" y usada en conjunto, esta nueva biotecnología estaba permitiendo todo tipo de modificación de características, promoción, replicación, suicidio provocado (para frenar el exceso de éxito), y así sucesivamente. Era posible aislar las secuencias de ADN de un cierto organismos luego sintetizar esos mensajes de ADN, separarlos y unirlos a cadenas de plásmidos; después se lavaban las células y se las ponía en una suspensión de glicerol con los nuevos plasmidos, y el glicerol era suspendido entre dos electrodos y recibía una breve e intensa descarga de unos 2.000 voltios, y los plásmidos en el glicerol eran proyectados al interior de las células, y ¡voilá! Ahí, arrojado a la vida como el monstruo de Frankenstein, había un organismo nuevo. Con nuevas capacidades.

Y así: líquenes de crecimiento rápido. Algas resistentes a la radiación. Hongos resistentes al frío extremo. Bacterias halófilas Archae, que ingerían sal y excretaban oxígeno. Moho suránico. Una taxonomía completa de nuevas formas de vida, todas parcialmente adaptadas a la superficie de Marte, todas ahí fuera intentándolo. Algunas especies se extinguieron: selección natural. Algunas prosperaron: supervivencia del más adaptado. Algunas prosperaron violentamente, a expensas de otros organismos, y luego excretaron ciertos productos químicos que activaron unos genes suicidas, y fueron muriendo hasta que los niveles de esos productos químicos volvieron a bajar.

Así que la vida se adapta a las condiciones. Y al mismo tiempo, las condiciones son modificadas por la vida. Ésa es una de las definiciones de la vida: el organismo y el entorno se transforman juntos según un acuerdo recíproco, ya que son dos manifestaciones de una misma ecología, dos partes de un todo.

Y por tanto: más oxígeno y nitrógeno en el aire. Pelusa negra sobre los suelos de los polos. Pelusa negra sobre las ásperas superficies de las rocas. Manchas de un verde pálido cubriendo el suelo. Granos más grandes de escarcha en el aire. Animáculos que se abren paso en las profundidades del regolito, como billones de topos diminutos, convirtiendo los nitritos en nitrógeno, los óxidos en oxígeno.

Al principio el proceso era casi invisible, y muy lento. Un golpe de frío o una tormenta solar y especies enteras se extinguían en una noche. Pero los restos alimentaban a las otras criaturas, y de ese modo éstas tenían una vida más fácil y el proceso se reanudaba. Las bacterias se reproducen rápidamente, duplicando su volumen muchas veces al día en condiciones favorables; las posibilidades matemáticas de su velocidad de crecimiento son asombrosas, y aunque los imperativos medio ambientales —en especial en Marte— mantienen todo crecimiento real lejos de sus límites matemáticos, no obstante, los nuevos organismos, los areofitos, se reprodujeron con rapidez, a veces mutaron, murieron, y la vida nueva se alimentó con el abono de sus antepasados, y volvió a reproducirse. Vivían y morían; y la tierra y el aire que dejaron atrás fueron diferentes a lo que habían sido antes de la aparición de esos millones de breves generaciones.

Y así una mañana sale el sol, y sus largos rayos atraviesan la cubierta de jirones de nubes que se extiende sobre el Valle Marineris. Sobre los muros del norte hay diminutos trozos de negro, amarillo, verde oliva, gris y verde. Motas de liquen salpican las caras verticales de la piedra, que se yerguen como siempre, frías, agrietadas y rojas; pero moteadas ahora, como enmohecidas.

Michel Duval soñaba que estaba otra vez en casa. Nadaba en el oleaje del cabo de Villefranche-sur-Mer, mecido por las cálidas aguas de agosto. Soplaba el viento y se acercaba la puesta de sol y el agua tenía un turbio color blanco broncíneo; los rayos del sol rebotaban en la superficie. Las olas eran grandes para el Mediterráneo, rápidas rompientes que se alzaban hendidas por el viento y batían en rápidas e irregulares líneas, permitiéndole cabalgar un momento sobre ellas. Luego se sumergía, en un revoltijo de burbujas y arena, y volvía a emerger a un estallido de luz dorada, con el sabor de la sal en la boca, los ojos escociéndole voluptuosamente. Grandes pelícanos negros se dejaban llevar sobre cojines de aire justo por encima del oleaje, remontaban vuelo con torpes movimientos, planeaban y se dejaban caer alrededor. Replegaban a medias las alas cuando se zambullían, ajustándolas hasta el momento del brusco choque con las aguas. A menudo emergían engullendo algún pez pequeño. A sólo unos metros de él chapoteaba uno de esos pelícanos, recortándose contra el sol como un Stuka o un pterodáctilo. Fresco y cálido a la vez, inmerso en sal, se agitó con el oleaje y parpadeó, cegado por la luz salina. Una ola de diamantes batió contra la orilla y se transformó en espuma.