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«Vamos, zorra. Di algo para salvarlo. ¡Di algo que me haga recorrer toda la ciudad para salvarlo!».

Ella lo oyó acercarse y se volvió. Lucía una máscara blanca fosforescente con lentejuelas metálicas de color azul. Era difícil verle los ojos.

—Hola, Frank —dijo, como si él no llevara máscara.

Estuvo a punto de girar en redondo y huir. El reconocimiento era más que suficiente. Pero se quedó.

—Hola, Maya. Fue una bonita puesta de sol, ¿no?

—Espectacular. La naturaleza no tiene medida. Sólo era la inauguración de una ciudad, pero me pareció el Día del Juicio Final. Estaban bajo una farola, de pie sobre sus sombras.

—¿Lo has pasado bien? —preguntó ella.

—Mucho. ¿Y tú?

—Se está descontrolando un poco.

—Es comprensible, ¿no crees? Hemos salido de nuestros agujeros, Maya, ¡por fin estamos en la superficie! ¡Y qué superficie! Sólo consigues estas vistas inmensas en Tharsis.

—Es un buen sitio —concedió ella.

—Será una gran ciudad —predijo Frank—. Pero ¿dónde vives últimamente, Maya?

—En la Colina Subterránea, Frank, como siempre. Tendrías que saberlo.

—Pero nunca estás allí, ¿no? Hacía un año o más que no te veía.

—¿Ha pasado tanto? Bueno, he estado en Hellas. ¿No te enteraste?

—¿Quién me lo iba a decir?

Ella sacudió la cabeza y las lentejuelas azules rutilaron.

—Frank. —Se hizo a un lado, como para alejarse de las implicaciones de la pregunta.

Enojado, Frank la rodeó y le cerró el paso.

—Aquella vez en el Ares —dijo. Tenía la voz tensa, y movió el cuello para aflojar la garganta—. ¿Qué pasó, Maya? ¿Qué pasó?

Ella se encogió de hombros y esquivó los ojos de Frank. Durante largo rato no habló. Al fin lo miró.

—El impulso del momento —dijo.

Y entonces tocaron la medianoche, y entraron en el lapso marciano, el intervalo de treinta y nueve minutos y medio entre las 00:00:00 y las 00:00:01, cuando las cifras desaparecían o las agujas dejaban de moverse. Así fue como los primeros cien habían decidido reconciliar el día un poco más largo de Marte con el reloj de veinticuatro horas, y la solución había resultado extrañamente satisfactoria. Salir cada noche durante un rato de la oscilación de los números, del despiadado barrido del segundero…

Y esa noche, mientras las campanadas daban la medianoche, toda la ciudad enloqueció. Casi cuarenta minutos fuera del tiempo: el punto culminante de la celebración, todo el mundo lo sabía de manera instintiva. Los fuegos artificiales estallaron, la gente vitoreó; las sirenas desgarraron el aire, y los vítores se redoblaron. Frank y Maya observaron los fuegos artificiales, escucharon el ruido.

Entonces se oyó un ruido que sonó diferente: gritos desesperados, chillidos serios.

—¿Qué es eso? —preguntó Maya.

—Una pelea —replicó Frank, aguzando el oído—. Quizás algo que nació del impulso del momento. —Ella lo miró y él se apresuró a añadir:— Tal vez deberíamos ir y mirar.

Los gritos crecieron. Problemas en alguna parte. Emprendieron la marcha por el parque, con pasos cada vez más largos, hasta que alcanzaron la zancada marciana. El parque le pareció más grande a Frank, y durante un momento tuvo miedo.

El bulevar central estaba cubierto de basura. La gente se movía en la oscuridad en grupos predadores. Sonó una sirena ululante, la alarma que indicaba una rotura en la tienda. Las ventanas estallaban en añicos por todo el bulevar. Allí, sobre el astrocésped manchado de rayas negras, había un hombre tendido boca arriba. Chalmers agarró el brazo de una mujer acuclillada.

—¿Qué ha pasado? —gritó. Ella lloraba.

—¡Se pelearon! ¡Están peleando!

—¿Quiénes? ¿Suizos, árabes?

—Extranjeros —le dijo ella—. Auslander. —Miró ciegamente a Frank.

— ¡Consiga ayuda!

Frank se acercó a Maya, que estaba hablando con un grupo junto a otra figura caída.

—¿Qué demonios está pasando? —le preguntó cuando pusieron rumbo al hospital de la ciudad.

—Es un disturbio —dijo ella—. No sé por qué. —Su boca era un corte recto en una piel tan blanca como la máscara que aún le cubría los ojos. Frank se quitó la máscara y la tiró lejos. Había cristales rotos por toda la calle. Un hombre corrió hacia ellos, llamándolos:

—¡Frank! ¡Maya!

Era Sax Russell; Frank jamás había visto al hombrecito tan agitado.

—Se trata de John… ¡lo han atacado!

—¿Qué? —exclamaron al unísono.

—Trató de detener una pelea, y tres o cuatro hombres saltaron sobre él. ¡Lo derribaron y se lo llevaron a rastras!

—¿No los detuvieron? —gritó Maya.

—Lo intentamos… un montón de nosotros los perseguimos. Pero nos despistaron en la medina. Maya miró a Frank.

—¿Qué está pasando? —gritó Chalmers—. ¿Adónde lo llevarían?

—A las puertas —dijo ella.

—Pero esta noche están cerradas, ¿no?

—Quizá no para todo el mundo.

La siguieron a la medina. Las farolas estaban rotas, había cristales en la calle. Encontraron al jefe de bomberos y se encaminaron a la Puerta Turca. El jefe la abrió y un grupo de bomberos entró deprisa, poniéndose los trajes. Luego salieron a la noche helada a examinar los terrenos de alrededor, iluminados por la batisfera de la ciudad. A Frank le dolían los tobillos y pudo sentir la configuración precisa de sus pulmones, como si le hubieran insertado dos globos de hielo en el pecho para enfriarle el rápido latido del corazón.

No había nada allí fuera. De vuelta adentro. Hacia el muro norte y la Puerta Siria, y otra vez al exterior bajo las estrellas. Nada.

Tardaron bastante en pensar en la granja. Para ese entonces había treinta de ellos enfundados en trajes; atravesaron a la carrera la antecámara e inundaron los pasillos de la granja, dispersándose, corriendo entre los cultivos.

Lo encontraron entre los rábanos. La chaqueta le cubría la cabeza en la posición de emergencia atmosférica; tenía que haberlo hecho inconscientemente, pues cuando lo pusieron de lado le vieron un hematoma detrás de la oreja.

—Llevadlo dentro —dijo Maya, con un graznido amargo—. ¡Rápido, dentro!

Cuatro de ellos lo levantaron. Chalmers sostuvo la cabeza de John, y entrelazó los dedos con los de Maya. Trotaron de regreso por los escalones bajos. Se tambalearon a través de la puerta de la granja, de vuelta a la ciudad. Uno de los suizos los condujo al centro médico más próximo, ya atestado de gente desesperada. Pusieron a John sobre un banco vacío. El rostro inconsciente tenía una expresión de cansancio, de decisión. Frank se quitó el casco y fue en busca de ayuda, entrando a la fuerza en las salas de emergencia y gritándoles a los médicos y enfermeras. Lo ignoraron hasta que una doctora dijo:

—Cállese. Ya voy.

Salió al pasillo y con la ayuda de una enfermera conectó a John a un monitor, luego lo examinó con la expresión abstraída y ausente que tienen los médicos mientras trabajan: las manos en el cuello, la cara, la cabeza y el pecho, el estetoscopio…

Maya explicó lo que sabían. La doctora tomó una unidad de oxígeno de la pared sin quitar la vista del monitor. Tenía la boca fruncida en un pequeño nudo de disgusto. Maya se sentó en el extremo del banco, la cara súbitamente enajenada. Hacía rato que la máscara había desaparecido.

Frank se agachó a su lado.

—Podemos seguir insistiendo —dijo la doctora—, pero me temo que no sirva de nada. Ha estado demasiado tiempo sin oxígeno.

—Sigan insistiendo —dijo Maya.

Lo hicieron, por supuesto. Al rato llegaron otros médicos, y se lo llevaron a una sala de emergencia. Frank, Maya, Sax, Samantha y alguna de la gente de allí esperaron sentados fuera, en el pasillo. Los médicos iban y venían; sus rostros tenían esa expresión vacía con que se enfrentaban a la muerte. Máscaras protectoras. Uno salió y sacudió la cabeza.