Michel trató de concentrarse en lo que decía Maya. No era fácil, porque sabía bien que dentro de una semana todo cambiaría, toda la dinámica de ese pequeño trío se alteraría hasta parecer irreconocible. Por lo que le era difícil sentirse implicado. ¿Qué había de sus propios problemas? Eran más, mucho más graves, pero a él nadie lo escuchaba. Se paseó ante la ventana, arriba y abajo, tranquilizándola con las preguntas y comentarios de costumbre. El verdor del jardín interior era refrescante, hubiera podido ser un patio en Arles o Villefranche; recordó de pronto la estrecha plaza con la arcada de cipreses, cerca del palacio del Papa, en Aviñón, la plaza y los cafés terraza en el verano, justo después de la puesta de sol, tenían el color de Marte. Sabor a aceite de oliva y a vino tinto…
—Vayamos a dar un paseo —dijo de pronto. Era parte de la sesión de terapia.
Cruzaron el jardín y fueron a las cocinas, de modo que Michel pudo tomar un desayuno que en seguida olvidó; comidas, olvido, se dijo mientras iban a las antecámaras. Se enfundaron unos trajes, los probaron, pasaron a la antecámara, la despresurizaron, y abrieron la gran puerta exterior y salieron.
El frío de diamantes. Durante un rato se quedaron en las aceras que circundaban la Colina Subterránea, paseando por el depósito y las grandes pirámides de sal.
—¿Crees que alguna vez servirá de algo toda esta sal? —preguntó él.
—Sax aún está trabajando en el problema.
De vez en cuando Maya volvía a hablar de John y Frank. Michel hizo las preguntas que un programa psiquiatra habría hecho, Maya contestó como habría contestado un programa Maya. Las voces les sonaban justo en los oídos, la intimidad del intercomunicador.
Llegaron a la granja de líquenes, y Michel se detuvo a mirar las bandejas, a empaparse con su color intenso y vivo. Algas negras de nieve, y luego gruesas alfombras de liquen, en las que el alga simbiótica era una cepa verde azulada que Vlad había conseguido cultivar en solitario; liquen rojo, al que no parecía irle muy bien. Superfluo, en cualquier caso. Liquen amarillo, liquen verde oliva, uno que reproducía con exactitud la pintura de un acorazado. Un liquen escamoso blanco y verde lima… ¡verde viviente! Palpitaba en el ojo, una improbable y exuberante flor del desierto. Había oído que Hiroko decía, observando el cultivo: «Esto es viridilas», que era el latín para «capacidad de volver verde». La palabra había sido acuñada por una mística cristiana de la Edad Media, una mujer llamada Hildegarda. Vinditas, que ahora se adaptaba a las condiciones ambientales de Marte y se extendía lentamente sobre las tierras bajas del hemisferio septentrional. En los veranos meridionales lo hizo aún mejor; un día había llegado a soportar los 285 grados Kelvin, superando el récord anterior en doce grados. El mundo estaba cambiando, comentó Maya mientras caminaban por la planicie.
—Sí —dijo Michel, y no pudo evitar añadir—: Dentro de trescientos años tendremos temperaturas soportables.
Maya se rió. Se sentía mejor. Pronto volvería a estar serena, o por lo menos en camino hacia la euforia. Maya era lábil. La estabilidad-labilidad era la característica que Michel había estado estudiando últimamente entre los primeros cien; Maya representaba la labilidad extrema.
—Vayamos a ver la galería —dijo.
Michel aceptó, preguntándose qué podría suceder si tropezaban con John. Salieron en un todoterreno. Michel conducía el pequeño jeep y escuchaba a Maya. ¿Cambiaba la conversación cuando las voces estaban separadas de los cuerpos, plantadas justo en el oído de los oyentes a través de los micrófonos de los cascos? Era como si uno estuviera siempre al teléfono, incluso cuando estabas sentado junto a tu interlocutor, como si todo el tiempo estuvieras enviando un mensaje telepático.
El camino de cemento era llano, y Michel condujo el todoterreno a velocidad máxima, sesenta k/h. El aire tenue embestía contra el visor del casco. Todo ese CO2 que Sax quería sacar de la atmósfera. Necesitaría depuradoras potentes, más eficaces que los líquenes; necesitaría selvas, enormes selvas tropicales multihalofílicas, que capturaran inmensas cargas de carbono en los troncos, las hojas, la materia orgánica, la turba. Necesitaría ciénagas de turba de cien metros de profundidad, selvas tropicales de cien metros de altura. Eso es lo que había dicho. Bastaba que él abriese la boca para que la cara de Ann se crispara.
Quince minutos de viaje y llegaron a la galería de Nadia. El lugar aún estaba en construcción y tenía un aspecto tosco y desordenado, igual que la Colina Subterránea al principio, salvo que en mayor escala. Un largo montículo de tierra de color borgoña había sido extraída de la zanja que corría de este a oeste como la tumba del Gran Hombre.
Se quedaron en un extremo de la enorme zanja. Treinta metros de profundidad, treinta de ancho, un kilómetro de largo. La cara sur era ahora una pared de vidrio, y la cara norte estaba cubierta por un conjunto de espejos filtrantes, que se alternaban con mesocosmos de pared, tinajas de Marte o terrarios, todos unidos en una mezcla llamativa, como un tapiz del pasado y del futuro. La mayoría de los terrarios estaban poblados de abetos y alguna otra flora, y se parecían al gran bosque terrano de la decimosexta latitud. En otras palabras, al viejo hogar de Nadia Cherneshevski en Siberia. Michel se preguntó si ésta era quizá una señal de que ella tenía la misma enfermedad. ¿Se atrevería a pedirle que le construyera un Mediterráneo?
Nadia estaba trabajando en un bulldozer. Era una mujer con su propia clase de viriditas. Se detuvo y se acercó a hablar brevemente con ellos. El proyecto progresaba, les informó. Era sorprendente lo que se podía hacer con los vehículos robot que la Tierra todavía enviaba. El bulevar ya estaba terminado y habían plantado una gran variedad de árboles, incluyendo una cepa de secoya enana que ya tenía treinta metros de altura, casi tanto como la galería. Ya habían construido y aislado los tres niveles de cámaras abovedadas al estilo de la Colina Subterránea. Hacía muy poco que habían sellado el asentamiento y lo habían calentado y presurizado, de modo que era posible trabajar dentro sin trajes. Los tres pisos estaban construidos uno encima de otro sobre arcadas cada vez más pequeñas, que le recordaban a Michel el Pont du Gard; por supuesto, aquí toda la arquitectura era de inspiración romana, por lo que no tendría que sorprenderse. Sin embargo, los arcos eran más amplios y ligeros. Más delicados gracias a la g marciana.
Nadia volvió al trabajo. Una persona muy sosegada. Estable, todo lo opuesto a lábil. Moderada, reservada, introvertida. No podría parecerse menos a su vieja amiga Maya, y era bueno para Maya estar cerca de ella. El extremo opuesto de la escala le impedía salir volando. Le servia como ejemplo. Y en este encuentro Maya copiaba el tono de voz tranquilo de Nadia. Y cuando Nadia regresó al trabajo, Maya conservó algo de esa serenidad.
—Echaré de menos la Colina Subterránea cuando nos mudemos aquí —dijo ella—. ¿Tú no?
—No creo —repuso Michel—. Este lugar será mucho más soleado. — Los tres niveles del nuevo habitat se abrirían sobre el alto bulevar y tendrían balcones amplios y escalonados en el lado por donde entraría el sol, de modo que aunque toda la estructura daría al norte y sería más profunda que la Colina Subterránea, los espejos heliotrópicos filtrantes del otro lado de la zanja derramarían luz sobre ellos desde el amanecer hasta el crepúsculo.— Me alegrará mudarme, de veras. Hemos necesitado este espacio desde el principio.
—Pero no lo tendremos todo para nosotros. Habrá gente nueva aquí.
—Sí. Pero eso nos dará un espacio de otra clase. Ella dijo con aire pensativo: