—Igual que la marcha de John y Frank.
—Sí. Pero ni siquiera eso tiene que ser malo. —En una sociedad mayor, le dijo, la atmósfera claustrofóbica y aldeana de la Colina comenzaría a disiparse; esto daría una mejor perspectiva de ciertas cosas. Michel titubeó antes de continuar, no sabiendo muy bien cómo decirlo. La sutileza era peligrosa cuando los dos se expresaban en un segundo idioma y tenían lenguas nativas diferentes; las posibilidades para el malentendido eran demasiado reales.— Tienes que aceptar la idea de que quizá no quieres elegir entre John y Frank. De que en realidad los quieres a los dos. En el contexto de esta sociedad de los primeros cien eso parece escandaloso. Pero en un mundo más grande, con el tiempo…
—¡Hiroko mantiene a diez hombres! —exclamó Maya con furia.
—Sí, y tú también. Tú también. Y en un mundo más grande, nadie lo sabrá ni a nadie le importará.
Siguió dándole ánimo, diciéndole que era poderosa, que (empleando los términos de Frank) era la mujer alfa del equipo. Ella rechazó sus argumentos y lo obligó a continuar con las alabanzas hasta que al fin pareció satisfecha, y él pudo sugerir que volvieran a casa.
—¿No crees que será una verdadera conmoción tener gente nueva por aquí? Gente distinta. —Conducía ella, y cuando se volvió a preguntárselo, casi se salió de la carretera.
—Supongo. —Ya había grupos en Borealis y Acidalia, y las cintas de vídeo en que aparecían habían conmocionado la Colina, podías verlo en la cara de la gente. Como si hubieran descendido alienígenas del espacio. Pero hasta ahora sólo Ann y Simón habían conocido a algunos; se habían encontrado con una expedición de rovers al norte de Noctis Labyrinthus.— Ann dijo que era como si alguien hubiera salido del televisor.
—Mi vida es algo así —comentó Maya con tristeza.
Michel enarcó las cejas, sorprendido. El programa Maya no habría dicho eso.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, ya sabes. La mitad del tiempo todo esto parece una gran simulación, ¿no crees?
—No. —Michel reflexionó un instante.— No lo creo.
En verdad, era demasiado reaclass="underline" el frío subiendo a través del asiento del rover hasta penetrar en lo más hondo de la carne, ineludiblemente real, ineludiblemente frío. Quizá ella como rusa no lo apreciara. Pero siempre, siempre hacía frío. Incluso en pleno día en el solsticio de verano, con el sol en lo alto como la puerta abierta de un horno llameando en el cielo color arena, la temperatura no pasaba de los 260 grados Kelvin, 15 grados centígrados bajo cero, lo suficientemente frío como para atravesar el tejido de un traje y convertir cada movimiento en pequeñas punzadas de dolor. Al acercarse a la Colina Subterránea, Michel sintió que el frío atravesaba la tela y le entraba en el cuerpo, y sintió el aire oxigenado demasiado frío que salía de la boquilla y le penetraba en los pulmones; alzó la vista al horizonte de arena y al cielo de arena y dijo para sus adentros: Soy una serpiente de cascabel de lomo de diamantes arrastrándome por un desierto rojo de piedrafría y polvo seco. Algún día mudaré mi piel como un Ave Fénix en llamas para convertirme en una nueva criatura solar, para andar desnudo por la playa y chapotear en el agua salada y tibia…
De vuelta en la Colina Subterránea, activó el programa psiquiatra y le preguntó a Maya si se sentía mejor, y ella pegó su visor al de él, echándole una mirada que era como un beso.
—Sabes que sí —le dijo la voz de ella en el oído. Él asintió.
—Entonces creo que iré a dar otro paseo —dijo él, pero no preguntó:
¿Y qué hay de mí? ¿Qué hará que me sienta mejor?
Ordenó a sus piernas que se movieran y se fue. La desolada planicie que rodeaba la base parecía una visión salida de alguna devastación postholocausto, un mundo de pesadilla; no obstante, no quería regresar a su pequeña madriguera de luz artificial y aire calentado y colores cuidadosamente desplegados, colores que en su mayor parte había elegido él mismo, de acuerdo con los últimos avances en la teoría del estado de ánimo y el color, teoría que, ahora comprendía, estaba basada en ciertos supuestos elementales que de hecho no se aplicaban aquí. Los colores estaban todos mal o, peor, eran irrelevantes. Empapelado para las paredes del infierno.
La frase se abrió paso hasta sus labios. Empapelado para las paredes del infierno. Empapelado para las paredes del infierno. Como de todos modos iban a volverse locos… Sin duda había sido un error enviar a un solo psiquiatra. Los terapeutas de la Tierra también seguían una terapia, era parte necesaria del trabajo. Pero su terapeuta estaba en Niza, a una distancia de no más de quince minutos, y Michel hablaba con él, y él no podía ayudarlo. Él no comprendía, no podía; vivía donde todo era cálido y azul, tenía libertad de salir al exterior, y (suponía Michel) una salud mental razonable. Mientras que Michel era el médico del hospicio en una prisión infernal, y el médico estaba enfermo.
No había podido adaptarse. La gente difería en ese sentido, era una cuestión de temperamento. Maya, que caminaba hacia la puerta de la antecámara, tenía un temperamento muy distinto, lo que de algún modo la ayudaba a que allí se sintiera realmente en casa. No creía que ella reparara mucho en su entorno. Y, sin embargo, en otros aspectos, él y ella eran parecidos, como podía verse en el índice de labilidad-estabilidad y la emotividad de cada uno; los dos eran lábiles, pero no obstante, tenían personalidades básicas muy diferentes; el índice de labilidad— estabilidad tenía que ser estudiado junto con una serie muy distinta de características: las agrupadas bajo las etiquetas extraversión e introversión, una estructura que ahora tenía siempre en cuenta.
Mientras caminaba hacia el Cuartel de los Alquimistas, acomodó los acontecimientos de la mañana en la cuadrícula de este nuevo sistema carácter lógico. La extraversión-introversión era una de las cuestiones psicológicas más estudiadas, con abundante cantidad de testimonios, de distintas culturas que confirmaban la realidad objetiva del concepto. No como una dualidad simple, claro está; uno no etiquetaba a una persona simplemente como esto o aquello; la situaba en una escala, clasificándola según ciertas características, como sociabilidad, impulsividad, inconstancia, locuacidad, expansividad, actividad, vivacidad, excitabilidad, optimismo, y así sucesivamente. Las investigaciones fisiológicas habían revelado que la extraversión estaba vinculada a estados de reposo de baja excitación cortical; al principio a Michel le había sonado como una conclusión reaccionaria, pero luego recordó que el córtex inhibe los centros inferiores del cerebro, de modo que la baja excitación cortical permite el comportamiento más desinhibido del extravertido, mientras que la alta excitación cortical es inhibidora y conduce a la introversión. Esto explicaba por qué beber alcohol, un sedante que reduce la excitación cortical, puede llevar a un comportamiento más exaltado y desinhibido.
De modo que el origen de todas las características del extravertido— introvertido, y de todo lo que se llama carácter, se encontraba en un grupo de células del tronco cerebral llamado sistema reticular ascendente de activación, la zona que en última instancia determinaba los niveles de excitación cortical. Así pues, éramos llevados a rastras por la biología. No tendría que haber una cosa como el destino: Ralph Waldo Emerson, un año después de que muriera su hijo de seis años. Pero biología era destino.
Y en el sistema de Michel había más; el destino, después de todo, no era un simple esto o aquello. Recientemente había empezado a considerar el índice Wenger de equilibrio autónomo, que empleaba siete variables distintas para determinar si un individuo estaba dominado por las ramas simpática o parasimpática del sistema nervioso autónomo. La rama simpática responde a los estímulos exteriores y alerta al organismo para que entre en acción, de modo que los individuos dominados por esta rama eran excitables; la parasimpática, por otra parte, habitúa el organismo alertado a los estímulos, y lo restituye a su equilibrio homeostático; los individuos dominados por esta rama eran tranquilos. Duffy había sugerido llamar a esas dos clases de individuos lábiles y estables, y esa clasificación, aunque no tan famosa como la de extraversión e introversión, tenía el mismo respaldo sólido de la evidencia empírica, y era igualmente útil para comprender la diversidad de temperamentos.