Algunos de los alquimistas también eran melancólicos. Y por desgracia, el mismo Michel. Tal vez cinco en total. Y a pesar de la posición que ocupaban en cualquiera de los dos ejes, habían sido seleccionados contra todo pronóstico, ya que el comité de selección no consideraba deseables ni la labilidad ni la introversión. Sólo gente inteligente, capaz de ocultar al comité su naturaleza real, podría haber pasado esas pruebas, gente con un gran control sobre su persona, esas máscaras más grandes que la vida que ocultan todas las feroces contradicciones internas. Tal vez sólo un cierto tipo había sido seleccionado para la colonia, con una amplia variedad de personajes detrás. ¿Era cierto? Los comités de selección habían exigido imposibles, era importante recordarlo. Habían querido gente estable y que al mismo tiempo desearan ir a Marte con tanta pasión y monomanía que estaban dispuestos a esforzarse durante años para alcanzar esa meta. ¿Era eso coherente? Querían extravertidos y científicos brillantes que habían tenido que dedicarse a los estudios solitarios durante años y años. ¿Era eso coherente? ¡No! Jamás. Y la lista era larga. Habían creado una contradicción tras otra, ¡y no era de extrañar que los primeros cien se hubieran escondido de ellos, los hubieran odiado! Recordó con un escalofrío aquel momento de la gran tormenta solar en el Ares, cuando todos se habían dado cuenta de las mentiras y ocultaciones a las que habían recurrido, cuando todos se habían vuelto y lo habían mirado con una furia contenida, como si todo fuera culpa suya, como si él representara a toda la psicología y hubiera maquinado los criterios y supervisado las pruebas. ¡Cómo se había encogido en ese momento, qué solo se había sentido! Se había sobresaltado, se había asustado tanto que no había sido capaz de pensar con suficiente rapidez y confesar que también él había mentido, ¡por supuesto que sí, más que cualquiera!
Pero ¿por qué había mentido?, ¿por qué?
No conseguía recordarlo. La melancolía como un fallo de la memoria, una aguda percepción de la irrealidad de un pasado inexistente… Era un melancólico: retraído, incapaz de dominar sus sentimientos, con tendencia a la depresión. No tendrían que haberlo elegido, y ahora no podía recordar por qué había luchado tanto para que lo eligieran. El recuerdo había desaparecido, abrumado quizá por las imágenes intensas, dolorosas, fragmentadas de la vida que había llevado mientras esperaba poder ir a Marte. Tan minúsculas y tan preciosas; los atardeceres en los parques, los días de verano en las playas, las noches en las camas de las mujeres. Los olivos de Aviñón. La llama verde del ciprés.
Se dio cuenta de que había salido del Cuartel de los Alquimistas y estaba ahora al pie de la Gran Pirámide de Sal. Subió despacio los cuatrocientos escalones, apoyando con cuidado los pies en las almohadillas azules antideslizantes. Cada escalón le daba una vista más amplia de la Planicie de la Colina, que era siempre el mismo montón de rocas agostadas y áridas. Desde el blanco pabellón de la plaza en la cima de la pirámide sólo se podía ver Chernobil, y el espaciopuerto. Aparte de eso, nada. ¿Por qué había venido aquí? ¿Por qué había trabajado con tanto ahínco para llegar a Marte, sacrificando tantos placeres de la vida, la familia, el hogar, el ocio, el juego…? Sacudió la cabeza. Hasta donde podía recordar, eso era sencillamente lo que había querido hacer, la definición de su vida. Una compulsión, una vida con un objetivo, ¿cómo podía distinguirse la diferencia? Noches iluminadas por la luna en la aromática arboleda de olivos, la tierra salpicada de pequeños círculos negros y el roce electrizante y cálido del mistral agitando las hojas en veloces y suaves ráfagas, echado de espaldas, con los brazos en cruz, las hojas titilando en plata y gris bajo el negro cuenco de estrellas; y una de esas estrellas siempre estaba presente, débil, roja, y él la buscaba y la contemplaba, allí entre las hojas de los olivos barridas por el viento; ¡y sólo tenía ocho años! Dios mío, ¿quiénes eran? ¿Qué eran? ¡Nada lo explicaba, nada explicaba por qué habían venido! Habría sido como intentar explicar por qué habían pintado en Lascaux, por qué habían levantado catedrales de piedra. Por qué los pólipos coralinos construían arrecifes.
Había tenido una juventud corriente, se mudaba a menudo, perdió los amigos que hizo, fue a la Universidad de París a estudiar psicología, se doctoró con un trabajo sobre la depresión en las estaciones espaciales y se puso a trabajar para Ariane, y luego para Glavkosmos. Por el camino se casó y se divorció: Francoise había dicho que él «no estaba allí». Todas aquellas noches con ella en Aviñón, todos aquellos días en Villefranche-sur-Mer, viviendo en el lugar más hermoso de la Tierra, ¡y él deambulando siempre en una neblina de deseo por estar en Marte! ¡Era absurdo! Peor aún, era estúpido. Un fallo de la imaginación, del recuerdo, en última instancia de la misma inteligencia: no había sido capaz de ver lo que tenía, o de imaginar lo que iba a recibir. Y ahora estaba pagándolo, atrapado en un campo de hielo en la noche ártica con noventa y nueve extranjeros, ninguno de los cuales hablaba un mediano francés. Había sólo tres que podían intentarlo, y el francés de Frank era peor que no saber ninguno, como escuchar a alguien que atacara la lengua con un hacha.
La ausencia de la lengua propia de su pensamiento lo había empujado a ver programas de la televisión francesa, lo que sólo exacerbaba su dolor. Todavía grababa monólogos en vídeo y se los enviaba a su madre y a su hermana para que ellas contestaran de la misma manera; los veía a menudo, más atento al telón de fondo que a sus parientes. Incluso mantuvo algunas conversaciones en vivo con periodistas, aguardando con impaciencia entre los intercambios. Esas entrevistas dejaban bien claro que era una celebridad en Francia, un nombre conocido, y que se empeñaba en dar siempre respuestas convencionales, interpretando el personaje de Michel Duval, ejecutando el programa Michel Duval. A veces cancelaba consultas con los colonos cuando su estado de ánimo era el de escuchar francés; ¡que coman inglés! Pero esos incidentes le acarrearon una reprimenda severa de Frank, y una conferencia de Maya. ¿Tenía exceso de trabajo? Por supuesto que no; sólo noventa y nueve personas a las que mantener cuerdas, mientras al mismo tiempo se paseaba por una Provenza mental, por escarpadas laderas de colinas cubiertas de árboles, con viñedos, granjas, torres y monasterios en ruinas, en un paisaje vivo, un paisaje mucho más hermoso y humano que el yermo pedregoso de esta realidad…
Estaba en la sala de televisión. Al parecer, había regresado al interior de la Colina, aún perdido en sus pensamientos. Pero no podía recordarlo; se imaginaba aún en la cima de la Gran Pirámide; y de pronto había parpadeado y estaba en la sala de televisión (todos los asilos las tienen), observando la imagen de vídeo de una pared del cañón Marineris, cubierto de líquenes.
Tuvo un escalofrío. Había vuelto a ocurrir. Había perdido contacto con el mundo, se había ido, y había vuelto más tarde. Ya le había pasado una docena de veces. Y no se trataba sólo de que estuviese perdido en sus pensamientos; estaba enterrado en ellos, muerto para el mundo. Miró alrededor del cuarto, temblando convulsivamente. Ya estaban en Ls=5, el comienzo de la primavera septentrional, y el sol bañaba las paredes occidentales de los grandes cañones. Como al fin y al cabo todos iban a volverse locos…
Luego ya estaban en Ls=157, y 152 grados habían pasado en un borrón de tele-existencia. Disfrutaba del sol en el patio de la villa junto al mar que tenía Francoise en Villefranche-sur-Mer, mirando los techos de tejas y las columnas de terracota y una pequeña piscina turquesa, todo sobre el fondo de cobalto del Mediterráneo. Un ciprés se erguía como una llama verde al borde de la piscina, oscilando bajo la brisa y envolviéndolo en su perfume. A lo lejos, el promontorio verde de una península…