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Salvo que en realidad estaba en la Primera Colina, por lo general llamada la trinchera, o la galería de Nadia, sentado en un balcón. Detrás de él la pared de vidrio y los espejos refractarios guiaban hasta el vestíbulo la luz que venía de la Cote D’Or. Tatiana Durova había muerto en un accidente en el que un robot volcó una grúa, y Nadia estaba desconsolada. Pero el dolor resbala sobre nosotros, pensó Michel sentado junto a ella, como la lluvia sobre las alas de un pato. Con el tiempo Nadia mejoraría. Mientras tanto, no había nada que hacer. ¿Es que creían que era un hechicero? ¿Un sacerdote? Si eso fuera verdad, ya se habría curado a sí mismo, habría curado a todo ese mundo, o mejor aún, habría atravesado el espacio volando a casa. ¿No sería todo un acontecimiento, presentarse en la playa de Antibes y decir: «Bon-jour, soy Michel, he vuelto a casa»?

Ahora estaban en Ls=190, y él era un lagarto en la cima del Pont du Gard, echado sobre las láminas de roca estrecha y rectangular del acueducto, que corría en línea recta muy por encima del desfiladero. Había mudado la piel de diamante del lomo, que le había resbalado por la cola, y el sol caliente le quemaba la piel nueva en franjas entrecruzadas. Pero en realidad estaba en la Colina Subterránea, en el jardín interior, y Frank se había marchado a vivir con los japoneses que habían aterrizado en Argvre, y Maya y John se peleaban por sus cuartos y por el lugar que albergaría el cuartel general de la UNOMA; y Maya, más hermosa que nunca, lo perseguía por el jardín, implorándole ayuda. Él y Marina Tokareva habían dejado de vivir juntos hacía casi un año marciano —ella había dicho que él no estaba allí—, y mirando a Maya, Michel se descubrió imaginándola como amante, pero por supuesto eso era una locura, ella era una russalka, había dormido con jefes y cosmonautas de Glavkosmos para abrirse camino en el sistema y se había vuelto amargada e impredecible; ahora usaba el sexo para hacer daño; para ella el sexo sólo era otro tipo de diplomacia, sería una locura complicarse con ella en ese aspecto, verse arrastrado al vórtice de su sistema límbico.

¿Por qué no enviar directamente a gente loca…?

Pero ahora estaban en Ls=241. Paseaba por el parapeto de piedra caliza de Les Baux, inspeccionando las cámaras ruinosas de la ermita medieval. Caía el crepúsculo y la luz tenía un curioso tono anaranjado marciano; la piedra caliza brillaba y todo el pueblo y la brumosa planicie que concluía en la franja de acero y bronce del Mediterráneo parecían tan inverosímiles como un sueño… Salvo que era un sueño, y despertó, y se encontró de regreso en la Colina Subterránea. Phyllis y Edvard acababan de volver de una expedición, y Phyllis se reía y les mostraba un terrón amarillento.

—Estaban diseminadas por todo el cañón —dijo riéndose—, pepitas de oro del tamaño de un puño.

Luego se encontró caminando por los túneles hacia el garaje. El psiquiatra de la colonia, teniendo visiones, cayendo en lagunas de conciencia, lagunas de memoria. ¡Médico, cúrate a ti mismo! Pero no podía. Se había vuelto loco de nostalgia. Nostalgia: tenía que haber un término más apropiado, una etiqueta científica que lo legitimase, que lo hiciera real para otros. Pero él ya sabía que era real. Extrañaba tanto la Provenza que a veces sentía que le faltaba el aire. Era en verdad como el dedo de Nadia, una parte de ella que habían arrancado, los nervios fantasmas aún palpitando de dolor.

¿…Y así ahorrarles el problema? Él tiempo pasaba. El programa Michel iba de un lado a otro, una persona hueca, vacía por dentro, sólo una especie de homúnculo diminuto que desde el cerebelo teleoperaba la cosa.

La noche del segundo día de Ls=266 se fue a la cama. Estaba muerto de cansancio aunque no había hecho nada, completamente exhausto y consumido; acostado en la oscuridad de su cuarto, no fue capaz de dormir. La cabeza le daba vueltas; era muy consciente de lo enfermo que estaba. Deseó poder dejar de fingir y reconocer que había perdido, encerrarse en una institución mental. Volver a casa. No podía recordar casi nada de las semanas previas más recientes… ¿o quizá se trataba de mucho más tiempo? No estaba seguro. Se echó a llorar.

La puerta se abrió con un leve ruido metálico y desde el corredor entró un haz de luz, sin nada que la bloqueara. No había nadie allí.

—¿Hola? —dijo, tratando de que las lágrimas no se le notaran en la voz—. ¿Quién es?

La respuesta le sonó justo en el oído, como si procediera del intercomunicador de un casco:

—Ven conmigo —dijo la voz de un hombre.

Michel se echó bruscamente hacia atrás y chocó con la pared. Alzó los ojos y distinguió entonces una silueta negra.

—Necesitamos que nos ayudes —le susurró la figura. Una mano le agarró el brazo mientras él se pegaba más a la pared.— Y tú necesitas que nosotros te ayudemos. —Una sonrisa se insinuó en aquella voz, que Michel no reconocía.

El miedo lo lanzó a un mundo nuevo. De pronto veía mucho mejor; se le ocurrió que el visitante le había abierto de golpe las pupilas como el diafragma de una cámara. Era un hombre delgado y de piel oscura. Un desconocido. El asombro superó al miedo, y se levantó y se movió entre las sombras con una rara precisión, se puso unas zapatillas y luego, ante la insistencia del hombre, lo siguió al pasillo, sintiendo la ligereza de la g marciana por primera vez en años. El pasillo rebosaba de luz gris, aunque sólo estaban encendidas las líneas nocturnas del suelo. El hombre lucía unas trenzas cortas, negras y tiesas, que le daban un aire de erizo. Era bajo, delgado, de cara estrecha. Un desconocido, no cabía duda. Un intruso de una de las nuevas colonias del hemisferio meridional, pensó. Pero el hombre lo conducía por la Colina Subterránea como si fuera un lugar conocido, moviéndose en completo silencio. En verdad no había un solo sonido en toda la Colina Subterránea, como si fuera una película muda. Miró su pantalla de muñeca; estaba en blanco. El lapso marciano. Quiso decir: «¿Quién eres?», pero el silencio era demasiado profundo. Articuló las palabras en silencio y el hombre se volvió y lo miró con ojos de un blanco luminoso; las fosas de la nariz eran como anchos y negros agujeros. «Soy el polizón», articuló en silencio, y sonrió. Michel vio entonces que tenía unos colmillos descoloridos; eran de piedra. Dientes de piedra marciana. Agarró a Michel por el brazo. Iban hacia la antecámara de la granja.

—Necesitamos cascos ahí afuera —susurró Michel de pronto, deteniéndose.

—Esta noche no.

El hombre abrió la puerta de la antecámara, pero Michel no sintió ni una brizna de aire a pesar de que el otro lado también estaba abierto. Pasaron y caminaron entre las hileras de follaje oscuras y densas, y el aire era cálido. Hiroko se pondrá furiosa, pensó Michel.

El guía había desaparecido. Michel vislumbró cierto movimiento delante y oyó una risa cristalina, como la de un niño. De pronto se le ocurrió que la ausencia de niños explicaba la sensación de esterilidad que pesaba sobre la colonia; eran capaces de construir edificios, de cultivar plantas pero, no obstante, sin niños esa sensación estéril lo impregnaba todo. Muy asustado, siguió caminando hacia el centro de la granja. El aire era cálido y húmedo y olía a tierra mojada, fertilizantes y follaje. La luz centelleaba sobre miles de superficies de hojas, como si las estrellas hubieran atravesado el techo y se amontonaran alrededor. Hileras de maíz crepitaban, y el aire se le subía a la cabeza como si fuera brandy. Pies pequeños corrían detrás de los estrechos arrozales: aun en la oscuridad el arroz era de un intenso verde negruzco, y ahí entre los arrozales había caras menudas, sonrientes, que desaparecían cuando se volvía a mirarlas. La sangre le afluyó a la cara y las manos, se le convirtió en fuego. Retrocedió tres pasos, y se volvió. Dos niñas pequeñas y desnudas bajaban por el sendero hacia éclass="underline" cabellos negros, piel oscura, de unos tres años. Los ojos orientales brillaban en la penumbra; lo miraron con caras solemnes. Lo tomaron de las manos y él dejó que lo llevaran por el sendero, bajando la cabeza y mirando primero a una y luego a la otra. Alguien había decidido actuar contra la esterilidad. Mientras marchaban, otros niños desnudos salieron de entre los arbustos y se apiñaron en torno, niños de uno y otro sexo, algunos un poco más oscuros o claros que las primeras dos, la mayoría del mismo color, todos de la misma edad. Nueve o diez escoltaron a Michel hasta el centro de la granja, corriendo a su alrededor con un rápido trote. Y allá en el centro del laberinto había un claro pequeño, en ese momento ocupado por cerca de una docena de adultos, todos desnudos, sentados en un círculo desigual. Los niños corrieron hacia los adultos, los abrazaron y se sentaron en sus rodillas. Las pupilas de Michel se dilataron aún más bajo el nimbo de la luz de las estrellas y el destello de las hojas, y reconoció a miembros del equipo de la granja: Iwao, Raúl, Ellen, Rya, Gene, Evgenia, todo el equipo excepto Hiroko.