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Al cabo de un rato, vacilando, Michel se quitó las zapatillas, se desnudó, puso las ropas sobre las zapatillas, y se sentó en el círculo. No sabía en qué estaba participando, pero no importaba. Algunas de las figuras lo saludaron con un movimiento de cabeza, y Ellen y Evgenia, sentadas una a cada lado, le tocaron los brazos. De repente los niños se pusieron de pie y corrieron juntos por uno de los pasillos, chillando y riéndose. Regresaron apiñados alrededor de Hiroko, quien entonces penetró en el círculo como una forma desnuda recortada en la oscuridad. Seguida por los niños, lentamente recorrió el círculo, vertiendo de sus puños extendidos un poco de tierra en las manos tendidas de cada uno. Michel clavaba los ojos en la piel lustrosa de Hiroko y alzó las palmas con Ellen y Evgenia cuando ella se acercó. Una noche en la playa de Villefranche había pasado junto a un grupo de mujeres africanas que chapoteaban en las olas fosforescentes, agua blanca contra piel negra centelleante…

La tierra que tenía en las manos estaba tibia y olía a moho.

—Este es nuestro cuerpo —dijo Hiroko.

Se encaminó al otro lado del círculo, le dio a cada niño un puñado de tierra y los envió a sentarse con los adultos. Ella se sentó delante de Michel y se puso a cantar en japonés. Evgenia se inclinó y le susurró una traducción o una explicación al oído. Estaban celebrando la areofanía, una ceremonia que habían creado juntos bajo la guía e inspiración de Hiroko. Era una especie de religión del paisaje, una toma de conciencia de Marte como espacio físico impregnado de kami, que era la energía espiritual presente en la tierra. El kami se manifestaba con más claridad en ciertos objetos extraordinarios del paisaje: columnas de piedra, deyecciones aisladas, riscos escarpados, el interior de cráteres extrañamente lisos, las anchas y circulares cimas de los grandes volcanes. Esas expresiones intensificadas del kami de Marte tenían un análogo terrano en los mismos colonos, la fuerza que Hiroko llamaba viuditas, esa fuerza interior fructífera que tiene la capacidad de volver verde y que sabe que el mundo salvaje es sagrado. Kami, viriditas; era la combinación de esas fuerzas sagradas lo que permitiría que la existencia de los humanos tuviera allí sentido.

Cuando Michel oyó que Evgenia susurraba la palabra «combinación», todos los términos encajaron de pronto en el rectángulo semántico: kami y viriditas, Marte y Tierra, odio y amor, ausencia y anhelo. Y entonces el caleidoscopio se activó y todos los rectángulos se plegaron y se le ordenaron en la mente, todos los antinomios se colapsaron hasta formar una única y magnífica rosa, el corazón de la areofanía, kami lleno de viriditas, los dos enteramente rojos y enteramente verdes en un mismo momento. Tenía la boca entreabierta, le ardía la piel, no era capaz de explicarlo y no quería explicarlo. Sentía la sangre como fuego en las venas.

Hiroko dejó de cantar, se llevó la mano a la boca y empezó a comer la tierra que tenía en la palma. Los otros hicieron lo mismo. Michel alzó la mano: era mucha tierra para comer, pero sacó la lengua y lamió la tierra y sintió un fugaz estremecimiento eléctrico mientras la frotaba contra el paladar, deslizando la materia arenosa atrás y adelante hasta que se hizo barro. Era salada y mohosa, con un leve sabor a huevos podridos y productos químicos. La engulló toda con dificultad y tuvo una ligera arcada. Se tragó lo que le quedaba en la mano. Un murmullo irregular se elevaba del círculo de celebrantes mientras comían, sonidos de vocales, que pasaban de una a otra: aaaay, ooooo, ahhhh, iiiiiii, eeee, uuuuuu. demorándose en cada vocal lo que parecía un minuto, el sonido extendiéndose en dos y hasta tres cuerpos, creando armonías extrañas. Hiroko empezó a recitar por encima de esa canción. Todo el mundo se puso de pie y Michel se incorporó con ellos. Avanzaron juntos hacia el centro del círculo, Evgenia y Ellen agarrando a Michel de los brazos y tirando de él. Entonces todos se apretaron contra Hiroko en una masa de cuerpos apiñados, rodeando a Michel, que sentía el contacto de todas aquellas pieles tibias contra el cuerpo. Éste es nuestro cuerpo. Muchos de ellos se estaban besando, los ojos cerrados. Se movían lentamente, contorsionándose para mantenerse en contacto mientras pasaban a nuevas configuraciones cinéticas. Un tieso vello púbico le hizo cosquillas en el trasero, y notó lo que tenía que haber sido un pene erecto contra la cadera. La tierra le pesaba en el estómago, y se sintió mareado, la sangre como llamas, la piel como un globo tenso que contenía un incendio. Las estrellas colmaban el cielo en cantidades asombrosas, y cada una tenía su propio color: verde, rojo, azul o amarillo; parecían chispas.

Él era un Ave Fénix. Hiroko se apretó contra él, y él se elevó en el centro del fuego, preparado para renacer. Ella le sostuvo el cuerpo nuevo en un abrazo total, lo estrujó; era alta, y parecía toda hecha de músculos. Lo miró a los ojos. Él sintió los pechos de ella contra las costillas, el hueso púbico que le apretaba el muslo. Ella lo besó, la lengua rozándole los dientes; él sintió el sabor de la tierra, y entonces, de pronto, sintió también el cuerpo de ella todo entero y a la vez. Supo que, de allí en adelante, el recuerdo involuntario de ese momento bastaría para provocar una erección, pero entonces estaba demasiado abrumado, completamente en llamas.

Hiroko echó la cabeza hacia atrás y volvió a mirarlo. El aire que Michel respiraba le quemaba los pulmones. En inglés, en un tono neutro pero amable, ella dijo:

—Ésta es tu iniciación a la areofanía, la celebración del cuerpo de Marte. Bienvenido. Nosotros adoramos este mundo. Intentamos tener aquí un lugar para nosotros, un lugar que sea hermoso al estilo marciano, un estilo que no se haya conocido jamás en la Tierra. Hemos construido un refugio oculto en el sur, y partimos hacia allá.

»Te conocemos, te amamos. Sabemos que tu ayuda puede sernos útil. Sabemos que tú puedes necesitar la nuestra. Queremos construir justo lo que tú quieres, justo lo que has echado de menos aquí. Pero todo con formas nuevas. Pues nunca podremos regresar. Hemos de seguir adelante. Tenemos que encontrar nuestro propio camino. Partimos esta noche. Queremos que vengas con nosotros.

Y Michel dijo:

—Iré.

QUINTA PARTE

Entrando en la historia