—Una carga de buen tamaño —observó John.
—Sí —dijo Okakura, y carraspeó. Estaba asustado, no cabía duda. Bueno, el primer hombre en Marte casi había sido asesinado, y también él, por supuesto, aunque, ¿quién sabía qué lo asustaba más?—. Suficiente para sacar el camión del camino.
—Bueno, como ya he dicho, se ha informado de algunos sabotajes. Okakura tenía el ceño fruncido detrás del visor.
—Pero ¿quién? ¿Y por qué?
—No lo sé. ¿Hay alguien en tu equipo que tenga trastornos psicológicos?
—No.
La cara de Okakura se mostró cuidadosamente inexpresiva. En todo grupo de más de cinco personas siempre había algún trastornado, y la pequeña ciudad industrial de Okakura tenía una población de quinientos.
—Éste es el sexto caso que he visto —dijo John—. Aunque ninguno tan de cerca. —Rió. Volvió a recordar la imagen del punto parecido a un pájaro en el cielo rosa.— Habría sido fácil para cualquiera poner una bomba antes de que bajaran el camión. Y hacerla detonar con un reloj o un altímetro.
—Te refieres a los rojos. —Okakura parecía aliviado.— Hemos oído hablar de ellos. Pero es… —se encogió de hombros— una verdadera locura.
—Sí.
John bajó con cautela de los restos destrozados. Caminaron por el suelo del pozo de vuelta al coche en que habían descendido. Okakura había sintonizado otra banda y hablaba con la gente de arriba.
John se detuvo junto al foso central y miró alrededor. No alcanzaba a precisar el verdadero tamaño del pozo; la luz amortiguada y las líneas verticales le recordaban a una catedral, pero cualquier catedral habría parecido una casa de muñecas en el fondo de aquel gran agujero. La surrealidad de la escala hizo que John parpadease, y llegó a la conclusión de que llevaba mucho tiempo con la cabeza inclinada hacia atrás.
Condujeron subiendo por el camino inscrito en el muro lateral hacia el primer ascensor, dejaron el coche y se metieron en la jaula. Subieron. Siete veces tuvieron que salir y cruzar el camino del muro hasta la puerta del siguiente ascensor. La luz ambiental se fue haciendo cada vez más parecida a la luz diurna común. Alcanzó a ver la doble espiral de los caminos en el muro del otro lado: filigranas en un enorme agujero de tornillo. El fondo del pozo había desaparecido en la oscuridad, ni siquiera era capaz de ver el camión.
En los dos últimos ascensores subieron a través del regolito; primero el megarregolito, que parecía lecho rocoso agrietado, y luego el regolito propiamente dicho: roca, grava y hielo ocultos detrás de un muro de hormigón, una lisa pared curva que se parecía a un dique, y que retrocedía en pendiente, tanto que en realidad el último ascensor era un tren cremallera. Subieron por el costado de ese enorme embudo, el desagüe de la bañera del Gran Hombre, había dicho Okakura cuando bajaban, y por fin salieron a la superficie, al sol.
Boone salió del vagón y miró túnel abajo. El muro de contención del regolito parecía la lisa pared de un cráter, con una carretera de dos carriles que descendía en espiral, pero el cráter no tenía fondo. Era un agujero de transición entre la corteza y el manto. Podía ver abajo parte del pozo, pero la pared estaba en sombras y sólo el camino que descendía en espiral recogía algo de luz, de modo que parecía una especie de escalera colgada de la nada que bajaba a través del espacio vacío hacia el núcleo del planeta.
Tres de los gigantescos volquetes se arrastraban por el último trecho del camino, cargados de enormes piedras negras. Últimamente tardaban cinco horas en hacer el viaje desde el fondo del pozo, dijo Okakura. Había muy poca supervisión, como en la mayor parte del proyecto, tanto en la fabricación como en las obras. Los habitantes de la ciudad sólo tenían que ocuparse de la programación, del despliegue, del mantenimiento y de las averías. Y, ahora, de la seguridad.
La ciudad, llamada Senzeni Na, se desparramaba sobre el fondo del cañón más profundo de Thaumasia Fossae. Muy cerca del agujero estaba el parque industrial; allí es donde se fabricaba la mayoría del equipo de excavación y donde se procesaba la roca extraída en busca de vestigios de metales valiosos. Boone y Okakura entraron en la estación del borde, se quitaron los trajes presurizados, se enfundaron los monos cobrizos y se metieron en uno de los tubos transparentes que conectaban todos los edificios de la ciudad. Hacía frío y el sol relucía en los tubos, y todos llevaban ropas con una capa exterior de lámina de color cobre, el último avance japonés en protección contra la radiactividad. Criaturas de cobre moviéndose por tubos transparentes; a Boone le parecía un hormiguero gigantesco. Arriba, la nube termal se congeló, cobrando entidad, y salió disparada como vapor de una válvula, hasta que unos vientos altos la atraparon y se desvaneció como una larga estela que se desinfla.
Las residencias de la ciudad estaban empotradas en el muro sudeste del cañón. Una gran sección rectangular del risco había sido sustituida por vidrio; detrás había un bulevar alto y abierto y cinco plantas de apartamentos dispuestos en terrazas.
Avanzaron por el bulevar y Okakura lo condujo hasta las oficinas de la ciudad, en la quinta planta. Una pequeña multitud de aspecto preocupado los acompañó charlando con Okakura y entre ellos. Todos atravesaron la oficina y salieron al balcón. John observó con atención mientras Okakura describía en japonés lo que había sucedido. Algunos de entre la concurrencia parecían nerviosos y la mayoría evitaba la mirada de John. ¿Había bastado el casi accidente para incurrir en gm? Era importante asegurarse de que no se sentían puestos en evidencia, o nada que se le pareciese. La vergüenza era un asunto serio para los japoneses y Okakura empezaba a mostrarse desesperadamente desdichado, como si estuviera llegando a la conclusión de que él era el único culpable.
—Miren, lo mismo pudo hacerlo alguien de fuera como alguien de aquí —dijo John resueltamente. Hizo algunas sugerencias para la seguridad futura—. El borde del pozo es una barrera perfecta. Pongan un sistema de alarma, y la estación podría vigilar el sistema y los ascensores. Una pérdida de tiempo, pero inevitable.
Tímidamente Okakura le preguntó si sabía quién podía ser el responsable del sabotaje. John se encogió de hombros:
—No tengo idea, lo siento. Supongo que gente contraria a los agujeros entre la corteza y el manto.
—Pero ya están excavados —dijo uno de ellos.
—Lo sé. Imagino que es algo simbólico. —Sonrió.— Pero si un camión cae encima de alguien, mal símbolo sería.
Asintieron con gravedad. Deseó tener la facilidad de Frank para los idiomas… se habría comunicado mejor con esa gente. Eran difíciles de estudiar, inescrutables y todo eso.
Le preguntaron si quería descansar.
—Estoy bien —dijo—. No nos alcanzó. Tendremos que inspeccionarlo, pero por hoy sigamos con el mismo programa.
De modo que Okakura y algunos hombres y mujeres lo llevaron en un recorrido por la ciudad, y con buen ánimo visitó laboratorios y salas de reunión, salones sociales y comedores. Asintió y estrechó manos y dijo «Hola» hasta que tuvo la certeza de que había conocido a más del cincuenta por ciento de los habitantes de Senzeni Na. La mayoría aún no se había enterado del incidente en el pozo y todos estaban encantados de conocerlo, contentos de estrecharle la mano, de hablar con él, de mostrarle algo, de mirarlo. Le pasaba allá donde fuera, recordándole desagradablemente los años de vitrina que habían transcurrido entre su primer y su segundo viaje.
Pero cumplió con su deber. Una hora de trabajo, luego cuatro horas como El Primer Hombre en Marte: la proporción habitual. Y a medida que la tarde entraba en el anochecer y toda la ciudad se reunía para un banquete en su honor, se fue tranquilizando e interpretó su papel con paciencia. Eso significaba cambiar de estado de ánimo, algo que no era nada fácil esa noche. Al fin, se tomó un descanso y fue al cuarto de baño para tragarse una cápsula fabricada por el equipo de Vlad en Acheron. Era una droga que habían bautizado con el nombre de omegendorfo, una mezcla sintética de todas las endorfinas y opiáceos que habían descubierto en la química natural del cerebro, una droga que Boone nunca había probado.