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—Ha muerto. Estuvo demasiado tiempo ahí afuera. Frank apoyó la cabeza contra la pared.

Cuando Reinhold Messner regresó de la primera ascensión en solitario al Everest, estaba gravemente deshidratado y del todo exhausto; cayó la mayor parte del descenso, y se derrumbó en el glaciar Rongbuk, y marchaba arrastrándose sobre manos y rodillas cuando la mujer que era todo su equipo de apoyo llegó hasta él; y él, en su delirio, la miró y dijo: «¿Dónde están todos mis amigos?».

No se oía ni un ruido salvo los murmullos y silbidos bajos de los que uno jamás escapaba en Marte.

Maya apoyó una mano en el hombro de Frank, y éste casi retrocedió; la garganta se le cerró en un nudo de dolor.

—Lo siento —consiguió decir.

Ella apartó el comentario con un encogimiento de hombros. Tenía el mismo aire de los médicos.

—Bueno —dijo—, de todos modos, nunca te gustó demasiado.

—Es cierto —dijo él, pensando que sería diplomático parecer honesto con ella en ese momento. Pero entonces tuvo un escalofrío y dijo con amargura—: ¿Qué sabes tú sobre lo que me gusta y lo que no me gusta? Con un ademán apartó la mano de ella y se puso trabajosamente de pie. Ella no lo sabía; ninguno de ellos lo sabía. Avanzó hacia la sala de urgencias pero cambió de parecer. Habría suficiente tiempo para eso en el funeral. Se sentía vacío; y de repente le pareció que ya no había nada bueno en Marte.

Abandonó el centro médico. Era imposible no sentirse sentimental en momentos semejantes. Caminó por la oscuridad extrañamente silenciosa de la ciudad, adentrándose en un mundo de ensoñaciones. Las calles centelleaban como si las estrellas hubieran caído al pavimento. La gente se había juntado en grupos, silenciosa, aturdida por las noticias. Frank Chalmers se abrió pasó sintiendo sus miradas, moviéndose sin pensarlo hacia la plataforma que había en el extremo alto de la ciudad; y mientras andaba, se dijo a sí mismo: Ahora veremos qué puedo hacer con este planeta.

SEGUNDA PARTE

El viaje

—Ya que de todas formas van a volverse locos, ¿por qué no enviar directamente a personas locas y ahorrarles el problema? —dijo Michel Duval.

Bromeaba sólo a medias; desde el principio había pensado que los criterios para la selección de colonos eran una retahíla aberrante de contradicciones.

Sus compañeros psiquiatras lo miraron.

—¿Puedes sugerir algún cambio específico? —preguntó el presidente, Charles York.

—Quizá todos deberíamos ir a la Antártida con ellos y observarlos en este primer período que van a pasar juntos. Nos enseñaría mucho.

—Pero nuestra presencia sería inhibidora. Creo que bastaría con uno de nosotros.

Así que enviaron a Michel Duval. Se unió a los ciento cincuenta y tantos finalistas en la Estación McMurdo. La reunión inicial fue como cualquier otra conferencia científica internacional, con las que todos estaban familiarizados en sus diversas disciplinas. Pero había una diferencia: ésta era la continuación de un proceso de selección que había durado años y que aún duraría uno más. Y aquellos que fueran elegidos irían a Marte.

De modo que vivieron juntos en la Antártida durante más de un año, familiarizándose con los refugios y el equipo que ya estaban desembarcando en Marte en vehículos robot; familiarizándose con un paisaje que era casi tan frío y hostil como el mismo Marte; familiarizándose unos con otros. Vivían en un grupo de habitats situado en el Valle Wright, el más grande de los Valles Secos de la Antártida. Pusieron en marcha una granja de biosfera, y luego permanecieron en los habitats durante un oscuro invierno austral y estudiaron profesiones secundarías o terciarias, o ensayaron las diversas tareas que los ocuparían en la nave espacial Ares, o más adelante en el propio planeta rojo; y siempre, siempre conscientes de que estaban siendo observados, evaluados, juzgados.

En modo alguno eran todos astronautas o cosmonautas, aunque había más o menos una docena de cada categoría, y muchos más en el norte, clamando por ser incluidos. Pero la mayoría de los colonos necesitaría tener experiencia en ciertos asuntos que se presentarían después del descenso: experiencia en medicina, en informática, robótica, diseño de sistemas, arquitectura, geología, diseño de biosfera, ingeniería genética, biología, y en las diversas ramas de la ingeniería y la construcción. Aquellos que habían conseguido llegar a la Antártida eran expertos en las ciencias y profesiones más relevantes, y pasaban buena parte de su tiempo entrenándose para sobresalir en campos secundarios y aun terciarios.

Y toda esa actividad se desarrolló bajo la presión constante de la observación, la evaluación, el juicio. Fue un proceso enervante por necesidad, aunque a Michel Duval le parecía un error, ya que tendía a afianzar la reserva y la desconfianza en los colonos, impidiendo la compatibilidad que el comité de selección supuestamente buscaba. En verdad, ésa era otra de las contradicciones del proceso. Los candidatos no comentaban esta situación, y él no los culpaba; no había estrategia mejor, ésa era otra contradicción cálida para todos: garantizaba el silencio. No podían permitirse el lujo de ofender a nadie, o de quejarse demasiado; no podían correr el riesgo de aislarse en exceso; no podían hacerse enemigos.

Así que continuaron siendo brillantes y consiguieron lo suficiente como para sobresalir, pero al mismo tiempo actuaron como gente normal y se relacionaron entre ellos. Eran suficientemente mayores como para haber aprendido mucho, pero bastante jóvenes como para resistir los rigores físicos del trabajo. Y estaban suficientemente locos como para querer dejar la Tierra para siempre, aunque bastante cuerdos para ocultar esa locura fundamental, de hecho para defenderla como pura racionalidad, curiosidad científica o algo por el estilo… lo que, en suma, parecía ser la única razón aceptable para que desearan irse, y así, con toda naturalidad, ¡declararon ser las personas científicamente más curiosas de la historia! Pero, por supuesto, tenía que haber algo más. De algún modo tenían que estar alienados, lo suficientemente alienados y solos como para que no les importara dejar para siempre a toda la gente que habían conocido… y, sin embargo, debían conservar los suficientes contactos y ser lo suficientemente sociables como para congeniar con sus nuevos conocidos en el Valle Wright, con todos los miembros de la diminuta aldea en que se convertiría la colonia. ¡Oh, las contradicciones eran interminables! Tenían que ser tanto extraordinarios como ordinarios, a la vez y al mismo tiempo. Una empresa imposible, y no obstante, una empresa que era un obstáculo para lo que más anhelaban, y el material que provocaba ansiedad, miedo, resentimiento, cólera. Tenían que dominar todas esas emociones…

Pero eso también era parte del examen. Michel no pudo evitar observarlos con gran interés. Algunos fracasaron, se derrumbaron de un modo u otro. Un ingeniero térmico norteamericano se volvió cada vez más introvertido, luego destruyó varios de sus rovers y tuvo que ser reducido por la fuerza. Una pareja de rusos se hicieron amantes y luego rompieron con tal violencia que no soportaban estar juntos, y dos tuvieron que ser descartados. Este melodrama ilustró los peligros de los amoríos que iban mal, e hizo que los demás se volvieran muy cautos al respecto. Pero las relaciones continuaron, y cuando dejaron la Antártida, ya habían celebrado tres matrimonios, y esos seis afortunados en cierto modo podían considerarse «seguros»; pero la mayoría estaba tan concentrada en ir a Marte que dejaron todo esto de lado, o mantuvieron relaciones siempre discretas, en algunos casos a escondidas de casi todo el mundo, en otros simplemente fuera de la vista de los comités de selección.