Se cercioraron de que todos sus hijos estrecharan la mano de John, y después de cenar él dio una breve conferencia, divagando como siempre sobre la nueva vida en Marte.
—Cuando veo a gente como ustedes aquí afuera, me siento feliz, porque son parte de una nueva vida, de una nueva sociedad; todo está cambiando en el plano técnico y en el plano humano. No estoy muy seguro de cómo tendría que ser esa nueva sociedad, a qué tendría que parecerse. Pero pienso que ustedes y todos los grupos pequeños que hay en la superficie están resolviendo empíricamente esos problemas. Y verlos a ustedes me ayuda a pensar.
Lo cual era cierto, aunque no estaba acostumbrado a pensar de pie; de modo que se dejó llevar en un vuelo de asociaciones libres, atrapando al paso cualquier pensamiento fugaz. Y los ojos de ellos brillaron a la luz de las lámparas mientras lo escuchaban.
Más tarde, se sentó con algunos de ellos en un círculo alrededor de una única lámpara encendida, y se quedaron despiertos toda la noche, hablando. Los suizos jóvenes le hicieron preguntas sobre el primer viaje y los primeros años en la Colina Subterránea, temas ambos que obviamente tenían una dimensión mítica para ellos, y él les contó algo parecido a la historia verdadera, y los hizo reír; y les preguntó sobre Suiza, cómo funcionaba, qué pensaban de ella, por qué estaban aquí en vez de allí. Una mujer rubia se rió cuando hizo esa pregunta.
—¿Conoce al Boogen? —dijo, y él negó con la cabeza—. Es parte de nuestras Navidades. Verá, Sami Claus va a todas las casas una por una y tiene un ayudante, el Boogen, que lleva una capa y una capucha y carga un gran saco. Sami Claus le pregunta a los padres cómo se han portado los niños ese año y los padres le muestran el libro mayor, ya sabe, el registro. Y si los niños han sido buenos, Sami Claus les da regalos. Pero si los padres dicen que los niños han sido malos, el Boogen los mete en el saco y se los lleva, y jamás se los vuelve a ver.
—¿Qué? —exclamó John.
—Eso es lo que te cuentan. Ésa es Suiza. Y por ese mismo motivo estoy en Marte.
—¿El Boogen la trajo hasta aquí? Se rieron, también la mujer.
—Sí. Yo siempre era mala. —Habló más seriamente.— Pero aquí no tendremos ningún Boogen.
Le preguntaron qué pensaba del debate entre los rojos y los verdes, y él se encogió de hombros y resumió lo que pudo de las posturas de Ann y de Sax.
—No creo que ninguno tenga razón —comentó uno de ellos. Se llamaba Jürgen y era uno de los líderes, un ingeniero que parecía una especie de cruce entre un burgomaestre y un rey gitano, pelo oscuro, rostro anguloso y serio—. Los dos bandos dicen que están favor de la naturaleza. Tienen que decirlo. Los rojos afirman que el Marte que ya está aquí es la naturaleza. Pero no es la naturaleza, porque está muerto. Sólo es roca. Los verdes dicen que traerán la naturaleza a Marte con la terraformación. Pero eso tampoco es naturaleza, sólo es cultura. Ya sabe, un jardín. Una obra de arte. De modo que ninguno de los dos tiene lo que quiere. No hay naturaleza en Marte.
—¡Interesante! —exclamó John—. Tendré que contárselo a Ann y ver qué dice. Pero… —Reflexionó en lo que acababa de escuchar.— Entonces, ¿cómo llaman a esto? ¿Cómo llaman a lo que hacen?
Jürgen se encogió de hombros y sonrió.
—No le damos ningún nombre. Simplemente es Marte.
Quizá eso era ser suizo, pensó John. En sus viajes se los había estado encontrando cada vez más, y todos parecían ser así. Haz las cosas y no te preocupes demasiado por la teoría. Haz cualquier cosa que parezca correcta.
Más tarde aún, después de haber bebido algunas botellas mas de vino, les preguntó si habían oído hablar del Coyote. Se rieron y uno dijo:
—Es el que vino antes que usted, ¿verdad?
John se quedó mirándolos y los otros volvieron a reírse.
—Es sólo una historia —explicó uno—. Como los canales, o el Gran Hombre. O Sami Claus.
Marchando hacia el norte al día siguiente a través de Melas Chasma, John deseó (como había deseado antes) que todo el mundo en el planeta fuera suizo, o por lo menos como los suizos. O más como los suizos en ciertos aspectos, en cualquier caso. El amor a la patria parecía manifestarse en ellos mediante una cierta clase de vida: racional, justa, próspera, científica. Por esa vida trabajarían en cualquier parte, porque para ellos lo que importaba era la vida, no una bandera o un credo o un conjunto de palabras, ni siquiera ese pedazo de tierra rocosa de la que eran propietarios en la Tierra. Ese equipo suizo de construcción de caminos era ya marciano; había traído consigo la vida y había dejado atrás el equipaje.
Suspiró y almorzó mientras el rover pasaba junto a los radiofaros y enfilaba hacia el norte. No era tan simple, por supuesto. Los constructores de caminos eran suizos viajeros, el tipo de suizo que pasa la mayor parte del tiempo fuera de Suiza. Había muchos de ésos; se los escogía porque eran diferentes. Los suizos que se quedaban en casa defendían con pasión su condición de suizos; aún estaban armados hasta los dientes, dispuestos a ser banqueros de cualquiera que les trajera dinero en efectivo, aún no pertenecían a la UN. Aunque esto, dado el poder que tenía hoy la UNOMA, los hacía aún más interesantes para John, le parecían un modelo. Esa capacidad de ser parte del mundo al tiempo que se apartaban de él, de usarlo pero mantenerlo a distancia, de ser pequeños pero eficaces, de estar bien armados pero sin entrar jamás en una guerra… ¿no era eso una manera de definir lo que él deseaba de Marte? Le pareció que ahí había algunas lecciones que aprender, en beneficio de cualquier hipotético estado marciano.
Pasaba una buena parte del día sólo pensando en ese estado hipotético; era una especie de obsesión y le molestaba no pensar más que vaguedades. Pensó detenidamente en Suiza y en estudiar la cuestión paso a paso:
—Pauline, recupera por favor el artículo de enciclopedia sobre el gobierno suizo.
El rover fue pasando radiofaro tras radiofaro mientras leía el artículo en la pantalla. Le decepcionó descubrir que no había nada obviamente específico en el sistema de gobierno suizo. El poder ejecutivo residía en un consejo de siete, elegido por la asamblea. No había un presidente carismático, lo que a una parte de Boone no le hizo mucha gracia. Aparte de elegir al consejo federal, la asamblea no parecía hacer gran cosa; estaba atrapado entre el poder del consejo ejecutivo y el poder del pueblo, que se ejercitaba en referendums e iniciativas directas, una idea que, de todos los sitios posibles, habían sacado de la California del S XIX. Y luego estaba el sistema federal; se suponía que los cantones, en toda su diversidad, eran muy independientes, lo que también debilitaba a la asamblea. Pero el poder cantonal se había estado desgastando durante generaciones, mientras el gobierno federal se reforzaba. ¿Cuál era el resultado?
—Pauline, por favor recupera mi archivo de la constitución. — Añadió unas pocas líneas al archivo que había abierto hacia poco: Consejo federal, iniciativas directas, asamblea débil, intendencia local, en particular en cuestiones culturales. En cualquier caso, tendría que volver a pensarlo. Más datos que añadir a todo un hervidero de ideas.
Siguió conduciendo. Recordó la calma de los constructores de caminos, una extraña mezcla de misticismo e ingeniería. La cálida hospitalidad, algo que Boone no solía dar por sentado, no era frecuente. En los asentamientos árabes e israelíes, por ejemplo, lo recibía con mucha frialdad, quizá porque se lo tenía por ateo, quizá porque Frank había estado contando historias. Lo había sorprendido descubrir una caravana árabe cuyos miembros creían que Boone había prohibido la construcción de una mezquita en Fobos, y se limitaron a mirarlo fijamente cuando dijo que nunca había oído hablar de ese proyecto. Tenía le certeza de que era obra de Frank; por Janet y otros se había enterado de que Frank se dedicaba a denigrarlo. Sí, había grupos que lo recibían con frialdad: los árabes, los israelíes, los equipos del reactor, algunos de los ejecutivos de las transnacionales… grupos con bien definidos y provincianos programas propios, gente que se oponía a una perspectiva más amplia. Por desgracia, eran muchos.