Выбрать главу

Y Michel sabía que sólo veía la punta del iceberg. Sabía que en la Antártida se sucedían las situaciones criticas. Las relaciones se estaban iniciando; y a veces el comienzo de una relación determina cómo irá el resto. En las breves horas de luz solar tal vez alguno salía del campamento y caminaba hasta el Mirador; y otro lo seguía; y lo que pasaba ahí podía dejar una huella perdurable. Pero Michel no lo sabría jamás.

Y entonces dejaron la Antártida, y el equipo fue elegido. Había cincuenta hombres y cincuenta mujeres: treinta y cinco norteamericanos, treinta y cinco rusos, y una miscelánea de treinta afiliados internacionales, quince invitados por cada uno de los dos grandes socios. Mantener esas simetrías perfectas había sido difícil, pero el comité de selección había perseverado.

Los afortunados volaron a Cabo Cañaveral o Baikonur para ponerse en órbita. A esas alturas todos se conocían muy bien, y al mismo tiempo, no se conocían en absoluto. Eran un equipo, pensó Michel, con amistades establecidas y ciertas ceremonias, rituales, hábitos y tendencias de grupo; y entre esas tendencias estaba el instinto de esconderse, de interpretar un papel y ocultar la verdad. Quizá, sencillamente, ésa era la definición de la vida de un pueblo, de la vida social de un pueblo. Pero a Michel le parecía que era algo peor; nadie hasta entonces había tenido que competir de forma tan tenaz para integrarse en un pueblo, y la división radical entre vida pública y vida privada resultante era nueva, y extraña. Había ahora en ellos una cierta corriente oculta de competitividad, profundamente arraigada, el sentimiento constante y sutil de que todos estaban solos, y de que en caso de problemas estaban expuestos a ser abandonados por el resto.

De ese modo, el comité de selección había creado parte de los mismos problemas que había esperado evitar. Algunos de sus miembros lo sabían; y naturalmente, se cuidaron de incluir entre los colonos al psiquiatra que les pareció más cualificado.

Así que enviaron a Michel Duval.

Al principio sintieron como un empujón en el pecho. Luego volvieron a hundirse en sus sillones, y durante un segundo la presión fue muy familiar: una g, la gravedad en la que nunca más vivirían. El Ares había estado en órbita alrededor de la Tierra a 28.000 kilómetros por hora. Durante varios minutos aceleraron, y el impulso de los cohetes fue tan poderoso que las córneas se les aplanaron, y se les nubló la vista, y les costaba respirar. A 40.000 kilómetros por hora los cohetes se apagaron. Libre de la atracción de la Tierra, la nave se movía ahora alrededor del Sol.

Los colonos estaban sentados en los sillones y delta parpadeando, con la piel sonrojada, los corazones latiendo con fuerza. Maya Katarina Toitovna, la líder oficial del contingente ruso, miró alrededor. La gente parecía aturdida. Cuando a los obsesivos se les da el objeto de su deseo, ¿qué sienten? Verdaderamente, era difícil saberlo. En cierto modo, sus vidas estaban llegando al fin; sin embargo, algo más, otra vida, al fin había comenzado… Embargados por tantas emociones al mismo tiempo, era imposible no sentirse confundido; era como un patrón de interferencia: algunos sentimientos se cancelaban y otros se reforzaban. Quitándose las correas de su sillón, Maya sintió que una sonrisa le deformaba la cara, y en los rostros de alrededor vio la misma sonrisa indefensa… en todos menos en Sax Russell, que estaba tan impasible como un búho, parpadeando mientras miraba las lecturas de las pantallas.

Flotaban ingrávidos alrededor de la sala. 21 de diciembre de 2026: avanzaban más de prisa que nadie en la historia. Estaban en camino. Era el comienzo de un viaje de nueve meses… o de un viaje que duraría toda la vida. Estaban solos.

Los responsables del pilotaje del Ares se situaron ante las consolas y encendieron los cohetes laterales. El Ares empezó a dar vueltas, estabilizándose en cuatro r/m. Los colonos descendieron hasta el suelo y se mantuvieron de píe en una pseudogravedad de 0,38 g, muy cercana ala que sentirían en Marte. Muchos años de pruebas habían indicado que sería una g bastante saludable, mucho más que la ingravidez. Valía la pena, pensaron, que la nave rotase. Y era una sensación estupenda, pensó Maya. Había suficiente atracción como para que pudieran mantener el equilibrio con relativa facilidad, pero apenas si notaban alguna sensación de peso, de resistencia. Era el equivalente perfecto del estado de ánimo común; bajaron tambaleándose por los corredores hasta el gran comedor de Toro D, mareados, alegres, animados.

En el comedor de Toro D se mezclaron en una especie de cóctel, celebrando la partida. Maya deambuló por la sala, bebiendo copiosamente de una jarra de champán, sintiéndose un poco irreal y extremadamente feliz, una combinación que le recordó su banquete de bodas muchos años atrás. Con un poco de suerte, este matrimonio iría mejor que aquél, pensó, pues era para siempre. La sala estaba inundada de charla. «Es una simetría no tanto sociológica como matemática. Una especie de equilibrio estético.» «Esperamos tener una extensión de mil millones de hectáreas para repartir, pero no será fácil.» Maya rechazó que le sirvieran más champán, sintiéndose ya bastante mareada. Además, eso era trabajo. Ella era co-alcaldesa de ese pueblo, por decirlo así, responsable de la dinámica de grupo, destinada a complicarse. Los hábitos de la Antártida se abrían paso a puntapiés incluso en ese momento de triunfo, y ella escuchó y observó como una antropóloga, o una espía.

—Los psiquiatras tienen sus motivos. Terminaremos siendo cincuenta parejas felices.

—Y ellos ya conocen los emparejamientos.

Los observó reír. Inteligentes, sanos, bien preparados… ¿era ésta por fin la sociedad racional, la comunidad científicamente diseñada que había sido el sueño del Siglo de las Luces? Pero ahí estaban Arkadi, Nadia, Vlad, Ivana. Conocía demasiado bien al contingente ruso como para hacerse ilusiones. Tenían las mismas posibilidades de terminar como un dormitorio de estudiantes en una universidad técnica, lleno de bromas excéntricas y sonados líos amorosos. Salvo que parecían un poco mayores para ese tipo de cosas; varios hombres se estaban quedando calvos, y muchos de uno y otro sexo tenían mechones grises en el pelo. Había sido un largo camino: la edad media era de cuarenta y seis años, con extremos que iban desde los treinta y tres (la japonesa Hiroko Ai, maestra en diseños de biosfera) a los cincuenta y ocho (Vlad Taneev, ganador del Premio Nobel de Medicina).

No obstante, el ardor de la juventud asomaba ahora en todas las caras. Arkadi Bogdanov era un retrato en rojo: pelo, barba, piel. En medio de todo ese rojo, los ojos de un azul eléctrico, desorbitados de felicidad mientras exclamaba:

—¡Al fin libres! ¡Al fin libres! ¡Nosotros y nuestros niños al fin libres! Habían apagado las cámaras de vídeo después de que Janet Blyleven grabara una serie de entrevistas para las cadenas de televisión de la Tierra; estaban desconectados de la Tierra, por lo menos en el comedor, y Arkadi cantaba, y la gente de más cerca coreaba la canción. Maya se detuvo para unirse a ellos. Al fin libres; era difícil de creer… ¡ya estaban en camino a Marte! Grupos de gente hablando, muchas de ellas de primer orden mundial en sus respectivos campos de trabajo; Ivana había compartido un Premio Nobel en química, Vlad era un famoso biólogo médico, Sax era parte del panteón de los grandes pilares de la teoría subatómica, Hiroko no tenía igual en el diseño de sistemas biológicos cerrados, y así por toda la sala; ¡una brillante multitud!