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Todos se burlaron a la vez, Marina más insistentemente:

—¡Hay infinidad de trabajos fantasma! ¡Valores irreales asignados a la mayoría de los trabajos! La clase ejecutiva transnacional no hace nada que no pueda hacer un ordenador, y hay categorías enteras de trabajos parasitarios que no aportan nada al sistema según la valoración ecológica. La publicidad, la especulación, todo el aparato para hacer dinero manipulando dinero… no sólo es un despilfarro sino que además corrompe; los valores significativos del dinero se distorsionan con semejante manipulación. —Sacudió una mano en un ademán de hastío.

—Bueno —dijo Vlad—, sabemos que son poco eficientes: depredadores del sistema que no tienen encima ningún depredador. Por tanto, o están en la cúspide de la cadena o son parasitarios, depende de cómo los definas. La publicidad, los especuladores, algunos tipos de manipulación de la ley, algunas políticas…

—¡Pero todo eso son valoraciones subjetivas! —exclamó John—.

¿Cómo has podido asignar valores calóricos a semejante variedad de actividades?

—Bueno, hemos intentado medir lo que devuelven al sistema en términos de bienestar físico. ¿A qué equivale la actividad en términos de comida, agua, vivienda, ropa o asistencia médica, o educación o tiempo de ocio? Lo hemos discutido, y en general todo el mundo en Acheron ha propuesto un número y hemos calculado la media. Aquí lo tengo, deja que te lo muestre…

Y charlaron de eso toda la tarde ante la pantalla del ordenador, y John hizo preguntas y conectó a Pauline para que registrara las pantallas y grabara la charla; repasaron las ecuaciones y observaron el torrente de gráficos, y pararon para tomar un café y luego llevaron el debate hasta la cima, donde recorrieron el invernadero discutiendo con vehemencia sobre el valor humano en kilocalorías de la mano de obra, la ópera, la programación de simulaciones y cosas por el estilo. Una tarde estaban en la cumbre cuando John alzó la vista de la ecuación que aparecía en la pantalla de muñeca y contempló la larga pendiente que subía hasta el Monte Olimpo.

El cielo se había oscurecido. Se le ocurrió que podría tratarse de otro eclipse doble: Fobos estaba tan próximo en el cielo que bloqueaba una tercera parte del sol cuando pasaba delante de él, y Deimos alrededor de una novena parte, y un par de veces al mes cruzaban al mismo tiempo y proyectaban una sombra, como si hubiera caído una tela sobre los ojos de uno, o como si uno hubiera tenido un mal pensamiento.

Pero esto no era un eclipse; el Monte Olimpo estaba oculto a la vista y el alto horizonte austral se alzaba como una borrosa franja de bronce.

—Miren —les dijo a los otros, señalando—. Una tormenta de polvo. No habían tenido una tormenta global de polvo desde hacía más de diez años. John buscó las fotos del satélite meteorológico en el ordenador de muñeca. La tormenta se había iniciado cerca del agujero entre la corteza y el manto de Thaumasia, Senzeni Na. Se puso en contacto con Sax y lo vio parpadear filosóficamente, apenas sorprendido.

—Los vientos en la periferia de la tormenta llegaban a los seiscientos sesenta kilómetros por hora —dijo Sax—. Un nuevo récord planetario. Da la impresión de que ésta va a ser grande. Creí que los suelos criptogámicos habrían reducido las tormentas, o aun que las habían eliminado. Es evidente que en ese modelo había algo erróneo.

—De acuerdo, Sax, es una pena, pero se arreglará. Ahora tengo que irme porque en este momento cae justo encima de nosotros y quiero observarla.

—Que te diviertas —dijo Sax con semblante inexpresivo antes de que John lo desconectase.

Vlad y Úrsula se estaban burlando del modelo de Sax: los gradientes de temperatura entre el suelo bióticamente descongelado y las restantes áreas congeladas serían más pronunciados que nunca, y los vientos entre las dos regiones también más fuertes, de modo que cuando al fin encontraran arena suelta, se dispararían. Totalmente obvio.

—Ahora que ha ocurrido —dijo John. Se rió y bajó por el invernadero para observar a solas la aproximación de la tormenta. Los científicos podían ser gente maliciosa.

El muro de polvo descendía por las largas pendientes de lava de la aureola septentrional del Monte Olimpo. Ya había reducido a la mitad el suelo visible desde que John lo descubriera, y ahora se acercaba como una gigantesca ola rompiente, como una encrespada ola de leche chocolateada de 10.000 metros de altura. Una filigrana de bronce subía como una espuma por el muro de polvo y al fin se soltaba, dejando grandes gallardetes curvos en el cielo rosado.

—¡Vaya! —gritó John—. ¡Aquí viene! ¡Aquí viene! —De repente, la cima de la aleta de Acheron pareció elevarse a una gran distancia por encima de los largos y estrechos cañones, y otras crestas más bajas se alzaron como lomos de dragones de la lava agrietada: un sitio insensato para enfrentarse a la embestida de semejante tormenta, demasiado alto, demasiado expuesto. John volvió a reírse y se pegó a las ventanas australes del invernadero, sin dejar de mirar abajo, arriba, adelante o en derredor, gritando:— ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Miren cómo viene!

Y entonces, de pronto, el polvo cayó sobre ellos y los ahogó: oscuridad, un chillido agudo y sibilante. El primer impacto contra la cresta de Acheron provocó una tremenda ráfaga de turbulencia, veloces torbellinos ciclónicos que aparecían y desaparecían, horizontales, verticales, oblicuos, escalando las barrancas escarpadas de la cordillera. El chillido sibilante se vio interrumpido por estampidos a medida que las perturbaciones chocaban con la cresta y se colapsaban. Luego, con extraordinaria rapidez, el viento se asentó en una ola, y el polvo ascendió más allá del rostro de John; la boca del estómago le subió como si el invernadero de repente cayera a una velocidad salvaje. Ciertamente eso es lo que parecía, ya que la cima había originado una feroz corriente ascendente. No obstante, vio al retroceder que el polvo fluía en lo alto para después dirigirse hacia el norte. En ese lado del invernadero tendría una visibilidad de varios kilómetros, antes de que el viento embistiera de nuevo contra el suelo y tapara la vista con continuas explosiones de polvo.

Tenía los ojos secos y sentía la boca pastosa. Los granos de la arena medían menos que una micra… ¿era aquello un ligero visillo, cubriendo ya las hojas de bambú? No. Sólo la extraña luz de la tormenta. Pero, con el tiempo, todo estaría cubierto de polvo. Ningún sistema hermético podría mantenerlo fuera.

Vlad y Úrsula no confiaban por completo en la fortaleza del invernadero y animaron a todos a bajar. Mientras lo hacían, John restableció contacto con Sax. La boca de Sax estaba más fruncida que de costumbre. Perderían mucho aislamiento con esta tormenta, dijo impasible. Las temperaturas ecuatoriales de la superficie habían dado una media de dieciocho grados por encima de los dígitos de la línea de referencia, pero las temperaturas cerca de Thaumasia ya habían descendido seis grados, y seguirían bajando mientras la tormenta durara. Y, añadió con lo que a John le pareció una entereza masoquista, que las termales del agujero entre la corteza y el manto llevarían el polvo más arriba que nunca, y era demasiado probable que la tormenta durara mucho tiempo.

—Anímate, Sax —aconsejó John—. Creo que será más corta que nunca. No seas tan pesimista.

Más adelante, cuando la tormenta entró en su segundo año-M, Sax se reiría recordándole a John esa predicción.

Viajar durante la tormenta quedó oficialmente restringido a los trenes y a unos pocos caminos muy transitados que disponían de una doble línea de radiofaros, pero cuando se hizo obvio que no iba a remitir aquel verano, John ignoró las restricciones y reanudó su peregrinaje. Se aseguró de que el rover estuviera bien aprovisionado, dispuso que lo siguiera un rover de auxilio e hizo que le instalaran un transmisor de radio de mayor potencia. Pensó que con eso y Pauline al volante bastaría para recorrer la mayor parte del hemisferio norte; los muy complejos sistemas de monitorización internos acoplados a las computadoras de control hacían que las averías de los rovers fueran bastante raras. No se tenía noticia de que se hubieran averiado dos rovers al mismo tiempo alguna vez, y nadie había muerto como resultado de una avería. De modo que se despidió del grupo de Acheron y volvió a partir.