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—¡Es lo mismo que dijeron Vlad y Úrsula!

—Tal vez.

El té ayudó. Después de un rato recobró el equilibrio. Hablaron de otras cosas, de la gran tormenta, del gran zócalo compacto en que vivían. Aquella noche preguntó si habían oído hablar del Coyote, pero le dijeron que no. Conocían historias acerca de una criatura que ellos llamaban «el oculto», el último superviviente de una antigua raza de marcianos, una cosa marchita que vagaba por el planeta y ayudaba a los peregrinos, rovers y asentamientos en peligro. Había sido avistado en el puesto de agua en Chasma Borealis el año anterior, durante un desprendimiento de hielo y el subsiguiente corte de energía.

—¿No se trata del Gran Hombre? —preguntó John.

—No, no. El Gran Hombre es grande. El oculto es como nosotros. Los hermanos del oculto eran súbditos del Gran Hombre.

—Comprendo.

Pero en realidad no comprendía, no del todo. Si el Gran Hombre era el mismo Marte, quizá la historia del oculto había sido inspirada por Hiroko. Imposible saberlo. Necesitaba a un folklorista, o a un especialista en mitos, alguien que pudiera decirle cómo nacían las historias; pero sólo contaba con estos sufíes, sonrientes y extraños, ellos mismos criaturas de fábula. Sus conciudadanos en esta nueva tierra. Tuvo que reírse. Se rieron con él y lo llevaron a la cama.

—Antes de dormir decimos una plegaria del poeta persa Rumi Jalaluddin —le dijo la mujer mayor, y la recitó:

Morí como mineral y me convertí en planta, morí como planta y me levanté como animal. Morí como animal y fui humano. ¿Por qué temer? ¿Cuándo fui menos al morir? Pero una vez más moriré humano, para elevarme con los ángeles. Y cuando sacrifique mi alma de ángel seré el que ninguna mente ha concebido.

—Duerme bien —dijo ella en la mente adormecida de John—. Éste es el sendero de todos.

A la mañana siguiente subió con el cuerpo tieso al rover, haciendo muecas por sus pobres miembros doloridos y decidido a tomar un poco de omeg tan pronto como se pusiera en marcha. La misma mujer estaba allí para despedirlo; golpeó afectuosamente su visor contra el de ella.

—Bien sea en este mundo o en aquél —dijo la mujer—, al final tu amor te llevará más allá.

El camino de radiofaros lo condujo a través de unos días lóbregos desgarrados por el viento, mientras cruzaba la tierra quebrada al sur de Margaritifer Sinus. John tendría que visitarla en alguna otra ocasión para ver algo más, pues en medio de la tormenta no era otra cosa que chocolate volador, atravesado por momentáneos haces de luz. Cerca del Cráter Bakhuisen se detuvo en un asentamiento nuevo llamado Pozos Turner; ahí habían perforado hasta encontrar un acuífero que tenía tal presión hidrostática en su parte más baja que podrían aprovecharla canalizando la corriente artesiana a través de una serie de turbinas. El agua liberada sería vertida en moldes, congelada y luego transportada en robot a los asentamientos áridos por todo el hemisferio sur. Mary Dunkel trabajaba allí, y le mostró a John los pozos, la central de energía y los depósitos de hielo.

—La perforación exploratoria fue pavorosa como el infierno. Cuando la perforadora tocó la parte líquida del acuífero, fue expulsada del pozo con una explosión y no sabíamos si podríamos controlarla.

—¿Qué habría ocurrido en ese caso?

—En realidad, no lo sé. Hay mucha agua ahí. Si rompiera la roca alrededor del pozo, podríamos haber tenido una gran inundación, como en los canales de Chryse.

—¿Tan grande?

—¿Quién sabe? Es posible.

—Caramba.

—¡Es lo mismo que dije yo! Ahora Ann está tratando de determinar la presión de los acuíferos por los ecos en las pruebas sísmicas. Pero hay gente a la que le gustaría liberar uno o dos acuíferos, ¿comprendes? Dejan mensajes en los tablones de anuncios de la red. No me sorprendería que Sax estuviera entre ellos. Grandes torrentes de agua y hielo, abundante sublimación al aire, ¿por qué no habría de estar contento?

—Pero unos torrentes como aquellos de antaño serían tan destructivos para el paisaje como los choques de los asteroides contra el planeta.

—¡Oh, más destructivos! Esas corrientes cuesta abajo originadas por aquel caos fueron erupciones increíbles. La mejor analogía terrana son las tierras costrosas al este de Washington, ¿has oído hablar de ellas? Hace unos dieciocho mil años había un lago que cubría casi todo Montana, lo llaman el Lago Missoula, compuesto de agua de la Edad de Hielo derretida y contenida por un dique de hielo. En algún momento ese dique cedió y el lago se vació de manera catastrófica, más o menos dos billones de metros cúbicos de agua, que se escurrieron por la meseta de Columbia y desembocaron en el Pacífico en cuestión de días.

—Caramba.

—Mientras duró desplazó aproximadamente cien veces el caudal del Amazonas y en el lecho de basalto excavó canales de doscientos metros de profundidad.

—¡Doscientos metros!

—Así es, doscientos. ¡Y eso no fue nada comparado con los que excavaron los canales de Chryse! La anastomosis allí cubre regiones enteras…

—¿Doscientos metros de lecho de roca?

—Sí, bueno, no se trata sólo de una erosión normal. En inundaciones tan grandes las presiones fluctúan tanto que provocan la exsolución de los gases disueltos, ¿sabes?, y cuando esas burbujas revientan, las presiones son increíbles. Un martilleo de ese tipo puede romper cualquier cosa.

—Por lo tanto sería peor que el impacto de un asteroide.

—Desde luego. A menos que estrellaras un asteroide realmente grande. Aunque hay gente por ahí que dice que deberíamos hacerlo, ¿no?

—¿La hay?

—Tú sabes que sí. Pero las inundaciones son todavía mejores, si quieres esa clase de cosas. Por ejemplo, si encauzaras un acuífero en el interior de Hellas, obtendrías un mar. Y podrías alimentarlo deprisa, antes de que se sublimara el hielo de la superficie.

—¿Encauzar una inundación como ésa? —exclamó John.

—Bueno, no, sería imposible. Pero sí localizaras un acuífero en un buen sitio, no necesitarías encauzarlo. Tendrías que ir a donde trabaja el equipo de prospección de Sax, sólo para ver.

—Pero seguro que la UNOMA lo prohibiría.

—¿Desde cuándo eso le ha importado a Sax? John se rió.

—Oh, ahora sí importa. Le han dado demasiado como para permitirse no tenerlos en cuenta. Lo tienen bien atado con dinero y poder.

—Tal vez.

Esa noche, a las 3:30 de la madrugada, hubo una pequeña explosión en la cabecera de uno de los pozos y las alarmas los arrancaron del sueño y los mandaron tambaleando y medio desnudos por los túneles a enfrentarse a un surtidor que subía disparado y se mezclaba con el polvo volador en una columna de agua blanca y espumosa a la luz irregular de los proyectores. El agua caía de las nubes de polvo como pedazos de hielo, granizo del tamaño de bolas de bowling. Aporreaban el suelo como misiles, y ya les llegaban a la altura de las rodillas.

Dada la charla de la noche anterior, el espectáculo alarmó bastante a John; echó a correr hasta que localizó a Mary. A través del ruido de la erupción y de la omnipresente tormenta, Mary gritó en el oído de John:

—¡Despeja la zona, voy a hacer estallar una carga explosiva junto al pozo, para taponarlo!

Se fue corriendo en su camisón de noche y John reunió a los espectadores y los hizo regresar por los túneles hasta el habitat de la estación. Mary se les unió en la antecámara, jadeando y resoplando, al tiempo que tecleaba nerviosamente en el ordenador de muñeca: en ese momento se oyó un estruendo sordo que venía del pozo.